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Opinión

12 de Marzo de 2021

Columna de Rafael Gumucio: La estatua en llamas

El gesto dice lo que dice. Lo dice con una elocuencia total. Resulta penoso el intento de un lado y otro de darle más sentido que el que evidentemente tiene. Patética la indignación del Ejército y patético los que ven la semilla de un golpe de estado en la performática indignación del Ejército. Más patético aún es el esfuerzo de los “octubristas”

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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El incendio de la estatua del general Baquedano debe ser el acto más bello de lo que ha ido ocurriendo todos los viernes en la Plaza Italia/Dignidad: grandioso, terrible, festivo y perfectamente inocuo a la vez. Quemar algo que no se quema es la metáfora perfecta de lo que ha devenido el estallismo (por buscarle un nombre a algo que, entre otra cosa, no quiere tener ni eso). Buscar el sentido político al acto es perder su esencia que es pura y totalmente artística. Una acción de arte que es también un acto de encuentro tribal, una señal de identidad. 

La estatua incendiada dice “somos fuego que enciende lo que ya no puede moverse”.  También dice: “Somos llamas que logran que la estatua ecuestre del general por unos segundo parezca cabalgar de nuevo”. “No violamos las estatuas, como creen los analistas que hacemos, sino que las revivimos, las resucitamos para que sean parte de nuestra gigantesca fiesta, ese momento perfecto en que el centro mismo de la ciudad somos la luz que todos miran”. “Quemar iglesias, hoteles, museos o sede universitaria fue un error (inducido por no pocos policías infiltrados) porque el fuego que buscamos es pura llama que no deja detrás de sí ni siquiera el rastro de cenizas”.

El gesto dice lo que dice. Lo dice con una elocuencia total. Resulta penoso el intento de un lado y otro de darle más sentido que el que evidentemente tiene. Patética la indignación del Ejército y patético los que ven la semilla de un golpe de estado en la performática indignación del Ejército. Más patético aún es el esfuerzo de los “octubristas”, estos adultos con vocación de adolescente eterno que son quizás el principal escollo para que haya en Chile cambios o acuerdo de verdad. Estos justificadores profesionales de la “bellezas de los cabros” descubren que el general Baquedano era un militar conservador y brutal que estuvo metido en las más infamantes campañas del Ejército chileno en el siglo pasado (entre las cuales está la terrible pacificación de la Araucanía). Así Baquedano deja de ser la estatua que le tocó justo estar en la plaza donde todos se juntan a celebrar, reclamar y se convierte en Pinochet, y todos los milicos, y todas las torturas, y toda la oligarquía y todas las injusticias sinfín de la que somos siempre víctimas y nunca responsables. 

Todo vale con tal de lograr la imposible ecuación de ser al mismo tiempo pirómano y bombero, bueno y salvaje. El sicoanálisis enseña que uno no elige a los padres, que hay cosas imperdonables que necesitamos perdonar para vivir y otras cosas que parecían buenas y resultaron mal a la larga. En resumen, la terapia nos enseña que la historia no se elige, que se entiende, que se explica, pero que no hay nada más peligroso que, a lo Stalin, borrarla o demolerla. Baquedano era en muchos sentidos un canalla -¿que militar no lo es aunque sea un poco?-, pero más de la mitad del territorio y la riqueza de país se debe a su liderazgo en la Guerra del Pacífico. Un guerra absurda e injusta sin la que no seríamos lo que somos.

Pueblos guerreros, como el Mapuche, cuya bandera flota orgullosa en la plaza todos los viernes, saben que no se pueden dejar de honrar a los toquis que entregaron más territorio del que perdieron. Los guerreros no son nunca santos, pero los que se encienden fuego sobre sus estatuas y se hacen llamar primera línea no pueden tampoco negar que también son o quieren ser guerreros. Claro que es cierto que no quieren ganar, ni tampoco perder, como los guerreros de antes sino sólo ser fotografiados.

“En resumen, la terapia nos enseña que la historia no se elige, que se entiende, que se explica, pero que no hay nada más peligroso que, a lo Stalin, borrarla o demolerla”.

Por supuesto que se puede elegir no adorar a los que fueron héroes ayer y dejar de honrar a los injustos. Las estatuas no son eternas ni nadie tiene derecho a imponerlas para siempre a los que no quieren seguir viendo. Para acabar con ellas sólo basta conseguir los votos para que la autoridad elegida con esos votos pueda desalojarla. ¿No era La Moneda cuando la bombardearon una junta de símbolos y estatuas? Un grupo decidió dejar de respetar esas estatuas y esos símbolos y acabaron con ellos a bombazos. Ganaron con su acto el nombre golpistas, sediciosos o simples traidores. Creo que no otros nombres merecen los que más modestamente creen que la Historia es suya y de nadie más, y que pueden sin consultar a nadie más que su conciencia elegir a qué o a quién debemos honrar.

*Rafael Gumucio es un escritor y columnista chileno.

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