Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

7 de Abril de 2021

Columna de Constanza Michelson: Orfandad

Cuando la subjetividad es débil, compensamos con identidades fuertes: soy bueno, soy malo, soy verde; las identidades obligan a comprometerse con una idea cerrada de sí antes que con el mundo. Nos convertimos en eslabones sueltos y caemos en una especie de sentimiento generalizado de orfandad.

Constanza Michelson
Constanza Michelson
Por

Para entender hay que saber mirar también de noche.

“No es lo mismo, los niños vulnerados del Sename son los mismos abusados por ese tipo de jóvenes delincuentes que mezclan en los centros y hogares de menores, el que murió escogió esa vida”, escribió Jean en su Twitter. Le replicaron en seguida que cómo se le ocurría decir que el joven muerto había elegido su destino, pero vuelve a alegar: “Lo que lo llevó a ello es una variante que no podemos saber con exactitud, pero aún podía elegir. Yo a esa edad andaba en las mismas”. Esa noche se daba una fuerte discusión acerca del  joven muerto en una encerrona, quien era sospechoso del terrible asesinato de la niña Tamara, en un delito similar.

Como otras discusiones masivas, aparecieron posiciones gruesas, de alta carga moral; por un lado, se aplaudía la muerte de “un delincuente menos”, por otro, los compasivos que, con buenas intenciones, asumían con demasiada prisa que el joven era un chico del Sename. Un detalle: el telón de fondo era el video del joven agonizando, que se reproducía en la manera abyecta en que hoy podemos ver (y compartir) la muerte, desde la seguridad de la pantalla. Quizá por lo mismo es posible que las discusiones se vuelvan morales; es decir, bajo los códigos del día: lleno de juicios y certezas para que no haya preguntas, o bien para quitarles lo inquietante a las preguntas y volverlas pura reafirmación.

El “no es lo mismo” de Jean, quien pasó por el Sename y por el delito, es un llamado a hacer distinciones, no en el sentido de hacer otras clasificaciones morales del tipo “los que eligieron bien o mal”, sino justamente para resistirse a las clasificaciones que reducen todo a masas homogéneas. Diría que sus distinciones son las que a él le permiten existir, porque sólo podemos existir cuando hay lugar para que digamos algo sobre nosotros mismos. Por el contrario, cuando somos hablados por otros o reducidos a diagnósticos y datos, quedamos despojados de subjetividad, que es algo así como quedar aplastados sin interior, como un animal disecado. 

No hay nada más insoportable que ser interpretados sin ser escuchados; cuando eso ocurre solemos ponernos a la defensiva, si aún queda espíritu, y cuando no, empezamos a hablar el lenguaje muerto de alguna disciplina, “soy infractor”, “soy depresiva”; es decir, nos cosificamos. A pesar de que el proyecto de nuestros tiempos es el desarrollo individual, hay un empuje fuerte a desactivar la subjetividad. Ya sea porque se asimila lo humano a los genes, a la química cerebral, o a un efecto socialmente construido; aunque todo eso sea cierto, somos nosotros, pero sin nosotros; son explicaciones sin sujeto, que substraen a las personas del compromiso con su propia vida. 

“Sólo podemos existir cuando hay lugar para que digamos algo sobre nosotros mismos. Por el contrario, cuando somos hablados por otros o reducidos a diagnósticos y datos, quedamos despojados de subjetividad, que es algo así como quedar aplastados sin interior, como un animal disecado”. 

El mundo moderno se organiza en prácticas desresponzabilizantes, como si fuera un gran call center ubicado en un lugar lejano donde nunca está “el responsable”. Las prácticas de la especulación financiera, el anonimato en redes sociales, la burocracia de los servicios y los gobiernos, corrupciones que difícilmente son penalizadas, los modelos de progreso que no se hacen cargo de sus consecuencias, son lógicas en que no hay alguien responsable. De ahí la sensación de que el mundo se nos fue de las manos. Además, la aceleración del tiempo (cada vez tenemos menos) acorta el espacio, se vive en un presente hiperintenso, donde se pierde con facilidad la dirección. La experiencia deja de tener resonancias subjetivas cuando sólo hay tiempo para las vivencias pre-fabricadas. Es difícil seguir el hilo, cada generación se siente nueva, aparece la nueva política, la nueva crianza, la nueva dieta, porque padecemos de un olvido industrial. Cuestión que va generando que las personas quedemos des-afiliadas intergeneracionalmente y del mundo que habitamos.

Cuando la subjetividad es débil, compensamos con identidades fuertes: soy bueno, soy malo, soy verde; las identidades obligan a comprometerse con una idea cerrada de sí antes que con el mundo. Nos convertimos en eslabones sueltos y caemos en una especie de sentimiento generalizado de orfandad. 

“Las prácticas de la especulación financiera, el anonimato en redes sociales, la burocracia de los servicios y los gobiernos, corrupciones que difícilmente son penalizadas, los modelos de progreso que no se hacen cargo de sus consecuencias, son lógicas en que no hay alguien responsable. De ahí la sensación de que el mundo se nos fue de las manos”.

Una frase que se repite con tono de suspiro es, a nadie le importan los niños. Cuando es con suspiro, no se usa el niños y niñas, quizá porque sonaría cínico o burocrático; hay un silencio de la infancia que no se puede nombrar bajo los conceptos del día. El suspiro quizá sea el miedo de los adultos al futuro, ¿qué se le puede decir entonces a los niños?; o quizá nadie se siente demasiado adulto y se le endosa a la juventud la salvación del mundo; o tal vez porque sabemos que para criar se requiere tiempo, recursos, una sociedad y adultos, y nada de eso está garantizado. La infancia va quedando colonizada por la sensibilidad terapéutica y judicial. En el Sename es muy evidente, pero también en las consultas psicológicas infantiles, donde llegan niños cada vez más pequeños, cuyos padres no logran hacerlos comer o dormir, no saben qué decir, o bien creen que hay un decir correcto al que no acceden y un terapeuta les debe enseñar. Lo que los clínicos infantiles describen con frecuencia es fallas en la filiación, donde hay hijos de hijos. 

No saber qué decir es justamente un síntoma de la época. A pesar de que decimos mucho, opinamos, googleamos, pero otra cosa es un decir con consecuencias, algo que sea un acto que, por ejemplo, comprometa a padres e hijos. Natalia Ginzburg, ya en los setenta, se preguntaba si era buena idea responder a los niños a la pregunta de Dios y la muerte con la verdad de la ciencia, y decir un seco: no hay nada después. Los niños temen a la noche y al aburrimiento porque no pueden elaborar la nada (los grandes tampoco, pero no queda otra, igual no podemos dormir), qué pueden hacer entonces con una verdad que sólo puede angustiarlos, se pregunta Ginzburg. ¿Es que ya no podemos decir algo para calmar a un hijo, aunque sea una mentira?, que después descubrirán, que nos interpelaran, pero que al menos los pondrá en posición de hijos: hubo unos padres que crearon un mundo para protegerlos -y eso es una verdad muy potente – que luego ellos se verán en el deber de superar. A fin de cuentas, ser adulto no es más que eso, no es saber qué hacer, pero si saber que hay que decir y hacer algo por los hijos. Eso es filiación: lazo y compromiso. Lo mismo corre hacia el mundo, hacia los otros hijos que no son los propios. 

A fin de cuentas, ser adulto no es más que eso, no es saber qué hacer, pero si saber que hay que decir y hacer algo por los hijos. Eso es filiación: lazo y compromiso. Lo mismo corre hacia el mundo, hacia los otros hijos que no son los propios. 

La intervención de Jean es muy iluminadora, en ningún caso como una lección de moral individual, del tipo “el que quiere puede”. Él mismo escribe “se le dice facho a todo”, pero su gesto no es decir que él eligió, sino que él es persona, por lo tanto, puede elegir, puede decir algo. Exigir ser escuchado así, es inmensamente político. Desde su orfandad radical inventó al adulto, que nada tiene que ver con “madurez”, ni con encontrar a un padre o convertirse en uno, sino con lo más propio de la condición humana: tomarse la palabra e inventar en la noche. 

*Constanza Michelson es psicoanalista y escritora.

Notas relacionadas

Deja tu comentario