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7 de Abril de 2021

Un año después: Cómo sigue la vida cuando un ser amado muere por Covid

Crédito: Álbum familiar

En Chile han fallecido más de 30.000 personas debido al coronavirus. Detrás de cada partida hay una historia, una familia, amigos, sueños cumplidos y otros inconclusos. Queda también la pena, la frustración. Aquí, tres personas cuentan sus pérdidas ocurridas hace casi un año: un marido, un padre, una madre. Tres duelos en medio de la pandemia.

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Más de un año después del primer caso de Covid-19 en el país -el 3 de marzo de 2020- y de la primera persona fallecida -una mujer de 82 años, el 21 de marzo de 2020-, la lista de los muertos por esta causa suma más de 30.000. Pese a la importancia de las estadísticas, estamos hablando de vidas. 

La cifra oculta mucho. Esconde el nombre de cada uno de los que partieron. Tapa sus historias, sus trayectorias, sus gustos, lo que les hacía felices, lo que los entristecía. Los números no nos permiten dimensionar el dolor. 

Por eso, conversamos con tres personas que llevan un año de duelo. Que perdieron a alguien querido por el coronavirus. A través de sus recuerdos, adentramos en un universo que las cifras no reflejan. 

“Siempre seremos cuatro, nunca tres” 

Se conocieron en 1998 en la barra de la Católica. Ella tenía 21 años; él, 16. Tenían amigos en común, viajaban a ver los partidos, eran muy queridos en los Cruzados. Fueron la primera -y única- pareja el uno del otro. Era prácticamente imposible ver a Andrea Barrau sin Julio Orellana y al revés. Se casaron en 2007 y tuvieron a dos hijos: Dante (11) y Diego (6), a quienes también llevaban al estadio. 

Desde 2020, sin embargo, Julio ya no puede alentar a su equipo en el grupo “12” de la barra. Un gran lienzo con su rostro y la palabra “Ewok” -como le decían en referencia a los tiernos seres peludos que habitan Endor en Star Wars- cubre la tribuna durante los partidos. Es el homenaje de los Cruzados a su hincha fallecido el 13 de mayo pasado. Tenía 38 años. Lo mató el Covid-19. 

“Mi marido, el amor de mi vida, se convirtió en un lienzo. No puedo creer que ya no esté aquí conmigo”, dice su esposa. 

Desde 2020, sin embargo, Julio ya no puede alentar a su equipo en el grupo “12” de la barra. Un gran lienzo con su rostro y la palabra “Ewok” -como le decían en referencia a los tiernos seres peludos que habitan Endor en Star Wars- cubre la tribuna durante los partidos. Es el homenaje de los Cruzados a su hincha fallecido el 13 de mayo pasado. Tenía 38 años. Lo mató el Covid-19. 

***

El 22 de abril de 2020, día del cumpleaños del “Ewok”, Andrea dio positivo por Covid. “Cuando lo supe, le pedí a mi marido que se fuera, que se quedara con los niños en la casa de mis papás. Pero él me dijo que los iba a dejar allá y volver, porque nunca me dejaría sola”, relata. 

Al poco tiempo tuvo que ser hospitalizada y la conectaron a oxígeno. Al séptimo día, frente a sus avances, le dieron de alta y le advirtieron que tendría que seguir cuidándose en su casa y mantenerse aislada. Julio la fue a buscar a la Clínica Dávila. Se aguantó las ganas de abrazarla, pero lloró de emoción. Le compró sus medicamentos, la comida y la dejó en la casa. Luego le contó que le costaba respirar. 

“Le supliqué que se fuera a urgencias… Lo único que me faltó fue ponerme de rodillas. Pero él me dijo que cuidarme era más importante y que al final del día se iría a la clínica”, recuerda Andrea. Horas después, Julio pasó por la pieza donde estaba su esposa y le envió un beso a la distancia. Se fue a la clínica donde la había recogido. 

Más tarde le escribió: lo habían dejado hospitalizado por neumonía por coronavirus. Le dijo que estaba luchando, que quería ver a sus hijos crecer. 

El lienzo en homenaje al Ewok. Crédito: Gentileza de Andrea Barrau

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Los días siguientes fueron de angustia, desinformación y soledad. Andrea llamaba a sus hijos -todavía en la casa de sus padres- y les comentaba que el papá estaba enfermo, pero sin entregarles detalles. El doctor que la telefoneaba para saber cómo avanzaba ella en su recuperación. Mientras tanto, casi no sabía de Julio. 

Cuando le comunicaron que lo entubaron, Andrea se enfureció. “¿Cómo es posible que no me hayan avisado antes para ponerme al teléfono a darle esperanza a Julito, decirle que lo estábamos esperando de vuelta a casa?”, rememora.  

Pidió a sus amigos que, si tenían a alguien conocido que trabajara en la Clínica Dávila, le contaran novedades sobre su marido. A través de uno de ellos se enteró una noche que Julio estaba siendo trasladado a la Clínica Colonial. Horas después se lo corroboraron desde la Clínica Dávila. 

Julio llegó muy grave. Sus pulmones estaban muy comprometidos. El 13 de mayo llamaron a Andrea a las 10 de la mañana y le dijeron que, si era creyente, empezara a rezar. A las 16:00 le informaron a la familia que él había fallecido por una falla multisistémica dos horas antes. 

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Casi un año después, Andrea confiesa que ha sido casi imposible vivir sin Julio y que el duelo se le ha hecho insoportable. Cada vez que se entera de la situación de la pandemia en el país piensa en todo lo que ha tocado pasar con su familia. 

Ella tiene muchas dudas sobre las decisiones que tomó en aquellos momentos de dolor. “Cuando fui a la clínica no pude entrar a la sala a verlo. ¡Fui tan cobarde! Ojalá mi marido me perdone. Pensaba que prefería quedarme con el besito que me envió cuando se fue a la clínica. Pero me arrepiento tanto”, comenta. 

Julio llegó muy grave. Sus pulmones estaban muy comprometidos. El 13 de mayo llamaron a Andrea a las 10 de la mañana y le dijeron que, si era creyente, empezara a rezar. A las 16:00 le informaron a la familia que él había fallecido por una falla multisistémica dos horas antes.

Andrea hasta hoy recuerda el grito de su cuñada al ver a Julio, desde una puerta, en una bolsa. Los médicos tuvieron que sostenerla para que no irrumpiera a la pieza de su hermano. El funeral fue en la mañana siguiente. Andrea optó por no llevar a sus hijos. No quería que la vieran sentada al lado de un ataúd cerrado. No quería pensar en estar ahí y no poder abrazarlos. Tampoco quería exponerlos a la posibilidad de contagiarse tras meses protegidos en la casa de sus abuelos.  

La barra de la Católica lo despidió con bombos y banderas. Andrea guarda los videos del funeral para mostrárselos algún día a sus hijos. 

Recién el 4 de junio, tras comprobar que no estaba contagiada, vio a Dante y Diego. Dos días después, por recomendación de una sicóloga, les contó la verdad: “Les dije que papá se complicó y se tuvo que ir al cielo”, recuerda, casi sin poder pronunciar las palabras. 

Al principio sus hijos bloquearon el fallecimiento de Julio. Preocupada, Andrea encontró un espacio de encuentro desde donde la han asesorado: la Clínica del Duelo. Allí la película Coco: “Así empezamos a sanar con mis hijos, a ver que la muerte se llama ‘vida dos’ y Julito se nos adelantó. Le hicimos una especie de ofrenda, compré unas catrinas y todas las noches rezamos por él”. 

La familia Orellana. Crédito: Gentileza de Andrea Barrau

Ha buscado videos en YouTube de minutos de silencio hechos en otros países en homenaje a las víctimas para pensar en Julio. “Eso no lo han hecho acá en Chile, lo cual para mí es la prueba de que no le importamos al Estado”, señala. 

Su pequeño Diego le pregunta constantemente cuándo su papá volverá. “Yo le digo que por ahora no podemos verlo, pero que el amor es eterno. Le insisto en que siempre vamos a ser cuatro, nunca tres, porque Julio siempre estará con nosotros”, concluye.  

Ha buscado videos en YouTube de minutos de silencio hechos en otros países en homenaje a las víctimas para pensar en Julio. “Eso no lo han hecho acá en Chile, lo cual para mí es la prueba de que no le importamos al Estado”, señala. 

“Ideas desquiciadas” 

El 8 de marzo de 2020 Daniela Espinoza (34) fue a visitar a sus padres, Carlos Espinoza y Silvia Vidal. La pareja se iba esa semana a Perú a celebrar su 53º aniversario de matrimonio, un regalo de sus hijos. “Buen viaje, coman rico”, les dijo, al despedirse. 

Poco más de dos meses después, Daniela dice que recibió la visita de su papá. Él vestía su camisa favorita, tenía las manos calentitas y la abrazó con fuerza. Venía a despedirse. Ese fue el sueño que ella tuvo el 15 de mayo de 2020, dos días antes que su padre falleciera por Covid-19. “Él me dio esa despedida”, afirma. 

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Carlos Espinoza tenía 72 años cuando se contagió de coronavirus en Lima. Pocos días antes, el Ministerio de Salud de Chile había confirmado el primer caso de Covid-19 en el país, pero aún no anunciaba medidas. 

Como él y su esposa se sentían cada vez peor, sus hijos decidieron adelantar su regreso a Chile. Al llegar, la pareja exigió a sus amigos y familiares que no los fueran a ver. Sus hijos Carlos, Marcela y Daniela los llamaban todos los días. Estaban asustados. “Queríamos cuidarlos, pero para mi papá nosotros siempre fuimos sus niños, y él no nos permitió acercarnos a la casa”, detalla Daniela. 

Tras siete días encerrados, Silvia comenzó a sentirse mejor. Pero su marido -un hombre bueno para conversar, sin enfermedades de base, que hacía spinning y jugaba a la pelota, que todavía trabajaba como empresario independiente- estaba tumbado en la cama el día entero. No tenía hambre, no quería hablar con nadie. 

Sus hijos contrataran una ambulancia particular que lo llevó a la Clínica Santa María, donde el 23 de marzo se confirmó que tenía Covid-19. Esa misma noche, llamó a Daniela. “Le pedí que por favor se mejorara. Él me contestó ‘tengo para rato acá’”, recuerda la hija. 

El 27 de marzo, Silvia quien recibió un llamado. “De ésta no paso. Un beso a los niños, te amo”, le dijo Carlos antes de cortar. Al día siguiente lo entubaron. 

Tras siete días encerrados, Silvia comenzó a sentirse mejor. Pero su marido -un hombre bueno para conversar, sin enfermedades de base, que hacía spinning y jugaba a la pelota, que todavía trabajaba como empresario independiente- estaba tumbado en la cama el día entero. No tenía hambre, no quería hablar con nadie. 

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En total, Carlos estuvo más de 50 días luchando por su vida. “Él no se quería morir. Estoy segura de que durante ese período él estuvo pensando qué sería de nosotros, qué sería de mi mamá. Y eso me angustia mucho”, afirma Daniela. 

Mientras su padre estaba en la clínica, dice ella, con sus hermanos empezaron a tener “ideas desquiciadas”. Explica: “Uno se vuelve un poco loco frente a tanto sufrimiento. Yo no podía comer, no podía dormir, sentía escalofrío, angustia, insomnio, miedo, todo junto. Uno no es creyente y se pone creyente. Te hablan de sanadores y uno invierte en eso, porque quiere creer que es posible salvar a quien uno ama tan profundamente”. 

“Yo lo digo sin pensarlo: le hubiese dado mis pulmones a mi papá. Me imaginaba hasta un trasplante de pulmón con tal de salvarlo. Cosas que son ridículas, que uno sabe que no son posibles. Es tanta la desesperación que uno evalúa todo. Pensamos en cambiarlo de clínica, en que lo atendiera el doctor Sebastián Ugarte… Estábamos buscando irracionalmente algo. Pero no había nada que hacer”, recuerda, emocionada. Su padre murió el 17 de mayo.

La familia Espinoza. Crédito: Gentileza de Daniela Espinoza

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Casi un año después de la partida de Carlos, a Daniela todavía le cuesta hablar de lo que pasó. Usa el teléfono que era de su padre, todas las tardes ve videos y fotografías de él. Despierta a menudo pensando que todo fue una pesadilla, una broma de mal gusto. Hace pocos días recién se percató de que todavía no ha borrado su contacto del celular. 

“Yo lo digo sin pensarlo: le hubiese dado mis pulmones a mi papá. Me imaginaba hasta un trasplante de pulmón con tal de salvarlo. Cosas que son ridículas, que uno sabe que no son posibles. Es tanta la desesperación que uno evalúa todo”, recuerda Daniela.

Cree que eso es porque, excepto por el sueño que tuvo con él, no lo pudo despedir. “No nos permitieron en la Santa María ver a nuestro padre. Nos dijeron que, si entrábamos a su pieza, no podríamos ir a su funeral. Mis hermanos fueron a la clínica unos días antes que él falleciera, cuando ya era inminente. Pudieron mirar a mi papá a través de un vidrio”. Dos semanas después de que Carlos falleciera, hubo un cambio de protocolos para despedirse de fallecidos por coronavirus. Daniela dice que cuando vio un reportaje mostrando eso en la Clínica Santa María casi rompió la televisión. 

El funeral fue con ataúd cerrado: “No pudimos verlo. Y ha sido muy difícil, porque, en el fondo, uno no puede cerrar un ciclo. Es como que si hubieran abducido a mi papá. Por eso me dio mucha ira cuando Piñera abrió el ataúd de su tío… El presidente no respetó nada y uno respetó todo”. 

En el año que siguó a eso, Daniela no ha visto a ninguno de sus amigos y sólo se encontró con sus hermanos una vez, en octubre. Se comunican por internet, algo que todavía le cuesta entender a su mamá, quien quiere abrazar a sus hijos, encontrarlos para el cumpleaños de Carlos -el próximo 20 de abril- y para el 18 de septiembre, su fiesta favorita. 

Daniela junto a su padre. Crédito: Gentileza de Daniela Espinoza

Daniela sostiene que no ha contado con la contención necesaria para seguir adelante. Que se siente sola en un duelo en medio de una pandemia que todavía no cesa. Que no sabe de dónde agarrarse, de dónde sacar fuerzas para apoyar a su mamá y a su hija Josefa, de seis años, quien siempre hace dibujos de su abuelito. 

Hace algunos meses hizo algunas sesiones con un siquiatra, gracias al apoyo de una amiga que decidió pagarle el servicio luego de que Daniela le expresara que se sentía culpable por el fallecimiento de su padre, por haberle dado ese viaje a Perú. “No hay cabeza que resista a algo como esto. Espero que la gente tome consciencia y se cuide, porque después no hay cómo arreglar las cosas”. 

Hace algunos meses hizo algunas sesiones con un siquiatra, gracias al apoyo de una amiga que decidió pagarle el servicio luego de que Daniela le expresara que se sentía culpable por el fallecimiento de su padre, por haberle dado ese viaje a Perú. “No hay cabeza que resista a algo como esto. Espero que la gente tome consciencia y se cuide, porque después no hay cómo arreglar las cosas”. 

“Una flor en el jardín” 

Como periodista de la Defensoría Penal Pública, a Marcelo Padilla le toca un trabajo extenuante caya mayo: redactar todos los documentos vinculados a la cuenta pública de ese organismo. Por ello, el 20 de ese mes es un día de alivio, de sacarse un peso de encima luego de la entrega de esa información.

No fue así el 20 de mayo de 2020. 

Veinte minutos después del cierre de la cuenta pública, a las 12:20, su celular sonó. Del otro lado, la voz de una doctora sonó fría, dura: “Marcelo, su mamá murió hace veinte minutos… Usted y sus hermanos tienen una hora y cuarenta minutos para llegar”. 

Una hora y cuarenta minutos para despedir a la matriarca de la familia, Eliana Villarroel, quien recién había cumplido 86 años. Para despedir a una mujer que dejaba detrás suyo a tres hermanos, cinco hijos, 15 nietos y 10 bisnietos.  

*** 

Eliana llevaba diez días internada en la Clínica Indisa. Marcelo y su hermana Maritza la llevaron allí luego que la asistencia móvil indicara que los síntomas que su mamá presentaba en los últimos días eran los del Covid-19. 

Hasta hoy no saben cómo se contagió, si fue al hacer una consulta a un médico broncopulmonar, o al haber recibido en su casa a una peluquera el 4 de mayo, un día antes de su cumpleaños. Eliana vivía sola, era autónoma y, excepto por ese gustito de vanidad, mantenía una cuarentena estricta desde principios de marzo. 

“Aunque en esa época nos rompimos la cabeza tratando de descifrarlo, hoy ya no importa. Mi mamá ya no está en este mundo”, afirma Marcelo. 

Hasta hoy no saben cómo se contagió, si fue al hacer una consulta a un médico broncopulmonar, o al haber recibido en su casa a una peluquera el 4 de mayo, un día antes de su cumpleaños. Eliana vivía sola, era autónoma y, excepto por ese gustito de vanidad, mantenía una cuarentena estricta desde principios de marzo. 

Al llegar a la clínica, tanto Eliana como sus hijos sabían una cosa: ella no quería ser entubada. Un mes antes, tras leer una carta de Abraham Santibáñez en El Mercurio en la que el periodista renunciaba ser conectado a un respirador artificial si con ello pudiera salvar otra vida, Eliana informó a sus hijos que ella tomaría la misma decisión. 

Así, pese a que en la clínica los doctores le informaron que ella debería ser entubada, ella optó por estar en la unidad de tratamiento intermedio. “Ella murió como quiso morir, tomó decisiones, puso sus límites. Tiene mucho que ver con cómo era ella. Y a largo plazo, uno entiende que eso está bien, y se queda tranquilo”, comenta Marcelo. 

Eliana Villarroel. Crédito: Gentileza de Marcelo Padilla

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Mientras su mamá permanecía internada, Marcelo estaba intranquilo. Era prácticamente imposible contar con noticias de ella. En medio de la confusión, una enfermera le pasó un papel haciéndolo firmar un disentimiento de la Ley de Urgencia, que cubre gran parte del costo médico de una internación por urgencia y riesgo vital. Marcelo discutió con la administración de la clínica. El caos imperaba. Y la angustia también. 

Recuerda que cuando desde la clínica confirmaron el PCR positivo de Eliana, el mundo se le cayó encima: “Te enfrentas a algo completamente desconocido. Me puse a leer todo lo que encontré sobre la pandemia, pero no servía de nada porque yo ni siquiera podía ver a mi mamá. ¡No la vi desde que la internamos hasta el día de su muerte!”. 

Luego de recibir el llamado de la doctora, telefoneó a sus cuatro hermanos contándoles la muerte de su mamá. A quienes podían visitarla, les dijo que corrieran. Él se puso los cubre-zapatos, la mascarilla, los guantes, el protector facial. Pero su auto estaba sin batería. Apurado, llamó un radiotaxi. 

Alcanzó a ingresar a la pieza de su mamá, al igual que su hermana Maritza y su hermano Fernando. “A los pies de su cama, justo en la orilla de la puerta, la mirábamos a la distancia. Tratamos de conectarnos con ella. Nos abrazábamos como podíamos con toda la ropa de seguridad que teníamos puesta. Llorábamos. Así estuvimos poco más de veinte minutos. Fue un momento extraño, pero íntimo que yo agradezco profundamente”, relata Marcelo. 

Para él, lo más difícil vino al momento del velorio. Tener que elegir sólo 10 personas de su numerosa familia para despedir a Eliana. El ataúd cerrado. Sin flores, por la dificultad de comprarlas en pandemia. Todos con overoles, mascarillas, protectores… “Lo único que nos conectaba con ella era una foto que llevamos. Pero todo lo demás fue la experiencia más extraña de mi vida”, detalla. 

Los cinco hermanos junto a Eliana. Crédito: Gentileza de Marcelo Padilla

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Hoy, Marcelo dice que “no importa cuándo sea”, pero que con sus hermanos, amigos y familiares harán una despedida apropiada a su madre. Quieren, ante todo, una despedida que le haga justicia: en los últimos quince años de su vida, Eliana volvió a tocar la guitarra, aprendió a hablar portugués, hizo telares, pinturas, arreglos florales. Y viajó anualmente con sus amigos a las Termas de Quinamavida. “Quizás mi mamá no era una persona tan espectacular como muchas otras, pero era tan espectacular como un montón más”, dice Marcelo. 

Por ahora, siente que vive un estado de suspensión, en el cual la realidad está tan líquida, tan volátil, que no tiene claras muchas cosas. Entre ellas, qué hacer con las cenizas de su mamá. Pero tienen una idea. “Ella quería que la esparciéramos en un jardín. Como una flor en un jardín. Algo así haremos. La vamos a homenajear como corresponde”.

Hoy, Marcelo dice que “no importa cuándo sea”, pero que con sus hermanos, amigos y familiares harán una despedida apropiada a su madre. Quieren, ante todo, una despedida que le haga justicia: en los últimos quince años de su vida, Eliana volvió a tocar la guitarra, aprendió a hablar portugués, hizo telares, pinturas, arreglos florales.

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