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Opinión

8 de Abril de 2021

Columna de Rafael Gumucio: Moral, moralina y cuarentena

Ante de preguntarse horrorizado qué le pasa a los demás, ¿no será necesario preguntarse que me pasa a mí? Porque, sinceramente y sin mentiras: ¿No hemos todos, cuan más o quién menos, desobedecido en este año interminable una o varias veces los reglamentos sanitarios? ¿Por qué entonces siento esa facilidad a juzgar a mis compatriotas bajo un estándar moral que es casi imposible de seguir sin fallas?

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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¿Qué nos pasa? ¿Qué nos está pasando?, se preguntan horrorizados a toda hora los matinales. En plena pandemia, seguimos usando todos los permisos legales e ilegales para seguir viajando, saliendo, besándonos, mezclándonos como si no hubiera mañana. Nos digan lo que nos digan las autoridades, los colegios profesionales, nos muestren lo que nos muestren los especialistas, vivimos como si el Covid- 19 no fuese un problema de todos y de cada uno. 

¿Hasta cuándo?, se horrorizan los panelistas y los columnistas. Por si acaso le preguntan a algún medico, sicólogo, sociólogo o a algún pensador de fin de semana que simplemente no hace más que repetirnos el horror del egoísmo de estos jóvenes (y no tan jóvenes) que lo único que les importa es pasarlo bien. ¿Pero quién en su sano juicio quiere pasarlo mal? Claro, la ley está para cumplirla y la cuarentena salva vidas. Pero ¿es tan raro querer vivir antes de estar muerto? ¿No ha sido toda la vida la libertad algo que se vive con la muerte en los talones? ¿No es perfectamente esperable que cuando Tanathos, el dios de la muerte, reina sobre el mundo algunos quieren antes de morir probar los placeres de Eros, el dios del placer y el amor? 

Por lo demás, ¿de qué vivirían los matinales y los predicadores de la plaza sin fiestas clandestinas y tacos en los cordones sanitarios? Sus juicios impolutos consiguen rating, auspiciadores y likes en internet que han permitido a los medios sobrevivir una crisis tan mortal como el virus (el virus de las redes sociales). La moralidad de nuestros moralizadores es cualquier cosa menos desinteresada. Se juzga no para salvar a nadie, sino por conseguir likes y rating de gente que transgrede también las leyes sanitarias, pero se siente más a salvo y feliz viendo a otros expiar sus mismos pecados.

Claro, la ley esta para cumplirla y la cuarentena salva vidas. Pero ¿es tan raro querer vivir antes de estar muerto? ¿No ha sido toda la vida la libertad algo que se vive con la muerte en los talones? ¿No es perfectamente esperable que cuando Tanathos, el dios de la muerte, reina sobre el mundo algunos quieren antes de morir probar los placeres de Eros, el dios del placer y el amor?“.

El moralismo es la verdadera enfermedad de esta época, cobarde entre todas. Consiste, según lo define Pier Paolo Pasolini, en gozar de ser testigo y cómplice de una transgresión primero, para gozar después ver el transgresor quemarse en la hoguera de la que te salvaste jabonado. Ante de preguntarse horrorizado qué le pasa a los demás, ¿no será necesario preguntarse qué me pasa a mí? Porque, sinceramente y sin mentiras: ¿No hemos todos, cuán más o quién menos, desobedecido en este año interminable una o varias veces los reglamentos sanitarios? ¿Por qué entonces siento esa facilidad a juzgar a mis compatriotas bajo un estándar moral que es casi imposible de seguir sin fallas? 

Todo eso tendría sentido si la moralina tuviera efectos medibles en el control de la pandemia. Italia, España y Francia, los países que más alarde de su unión y solidaridad han hecho, no han controlado mejor el virus que China, Corea o Japón, donde las políticas de coerción social son silenciosas y centralizadas, sin discurso moral alguno, pero con un Estado fuerte que aísla a los contagiados de los contagiables en vez de dejarlos en una misma casa, como hacemos nosotros. Todo indica que las medidas funcionan en esto como en tantas cosas, cuando no se le pide al ciudadano ser bueno y no se los juzga por ser malo, sino que se le impone reglas claras, draconianas algunas veces, pero que tienen también plazos claros y objetivos discernibles. 

El moralismo es la verdadera enfermedad de esta época, cobarde entre todas. Consiste, según lo define Pier Paolo Pasolini, en gozar de ser testigo y cómplice de una transgresión primero, para gozar después ver el transgresor quemarse en la hoguera de la que te salvaste jabonado.

Las cuarentenas largas, generalizadas y sin plazos fijos son, lo saben todos los especialistas, un recurso desesperado que se aplica cuando ya no se consigue saber dónde y a qué velocidad se esparce realmente el virus y sus variantes entre la población. El intento de que hagamos lo imposible a cambio de lo improbable, choca con la sensación cierta de que nuestra vida es algo sigue sucediéndonos a nosotros y sólo a nosotros con urgencia irrevocable. Encerrados seguimos amándonos y matándonos. Y siguen los niños creciendo, y tantas mujeres siguen siendo golpeadas y sobre-exigidas en jornadas laborales. Sigue, y mientras la tragedia de la muerte anega los hospitales del país, otras muertes en vida continúan ocurriendo más dolorosas quizás porque nadie registra sus efectos.

Pedirle a una ciudad o un país que invierne completamente hasta que las cifras mejoren, sólo se le puede ocurrir a personas completamente insensibles o tan privilegiadas que no ven que hay mundo más allá de su jardín. Suena bien y gana la adhesión rápida de los cuervos de Twitter que aman cualquier cosa con tal que sea extrema. Es no entender no sólo la tragedia de los que tienen que salir para sobrevivir, sino no entender que, ni santos, ni demonios, somos humanos que hacemos lo que los humanos sabemos hacer; es decir rechazar el dolor y buscar el placer desesperadamente. Para algunos, que estemos hecho de esa sustancia puede ser una tragedia; a mí me parece lo mejor que tenemos. De esta sustancia al menos sé que estoy hecho yo. Sé también que si un virus me obligara a cambiar eso, estaría más muerto que todos los muertos del cementerio.

*Escritor, autor de “El galán imperfecto”, entre otros libros.

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