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Opinión

21 de Abril de 2021

Columna de Agustín Squella: Doble estándar, el nuevo deporte nacional

Agustín Squella
Agustín Squella
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No cabe duda de que el doble estándar se ha transformado en el deporte nacional por excelencia, el que más practicamos, de lado y lado, a derecha e izquierda, y también de extrema derecha a extrema izquierda, y consiste en lo que todos sabemos: una vara distinta para medir los defectos y faltas, como también las virtudes, según si las tenemos nosotros o algún grupo o sector con el que nos identificamos, o si se las tiene por otros con quienes no simpatizamos, sean estos personas individualmente consideradas o conglomerados al que pertenecen varios o muchos individuos. Vara alta para los demás, vara baja para nosotros, y escándalo por la paja en el ojo ajeno y encogimiento de hombros por la misma paja, o acaso una viga, en el ojo propio. Así es como funciona el doble estándar que, visto desde la filosofía, constituye una flagrante falta ética a la regla que dice que deberíamos tratar a los demás como quisiéramos que estos nos trataran a nosotros, o sea, con ecuanimidad y justicia, y que todo tendría que ser sometido a una misma medida.

Los ejemplos abundan: cuando un actor político que no es de nuestro agrado o no pertenece al sector político con el que nos identificamos incurre en algún delito, corremos  denunciarlo a viva voz y a pedir las máximas penas para su proceder, sin considerar la presunción de inocencia, avivando de paso a los medios de comunicación para que estos alienten a su vez una condena pública que se anticipe al juicio de los tribunales. En cambio, si el que comete el delito es persona de nuestro agrado o pertenece a un sector que cuenta con nuestra simpatía, decimos que se trata de una simple falta, o de un mero desorden administrativo en caso de que el culpable del delito sea una autoridad, y, por supuesto, invocamos de inmediato el  principio de presunción de inocencia y criticamos abiertamente a los medios que se adelantan  a condenar al afectado antes de que los tribunales hagan su labor.

“Métanlo a la capacha”, decimos ante los delitos ajenos o de nuestros rivales políticos o ideológicos; “qué las instituciones funcionen”, pedimos ante los delitos propios o de quienes son nuestros afines en ideas. En el primer caso, el abogado defensor del acusado para a ser un personaje siniestro que actúa solo por dinero, mientras que, producido el segundo, todos corren a contratar al mejor abogado de la plaza para que  saque de la capacha a quien cayó en ella o corre el riesgo de hacerlo.

Con las dictaduras la cosa es ya patética: si apruebas a un dictador y su régimen, aquel no es tal, sino el salvador de la patria, y si repruebas a otro es porque se trata de la encarnación del mal. Desde la mayor parte de nuestra derecha, esa que dio apoyo civil incondicional a la dictadura militar, se condena hoy a las dictaduras de izquierda (salvo a la china, por supuesto, porque con ese país se hacen buenos y grandes negocios), mientras que parte de nuestra izquierda, que con toda razón  sigue condenando nuestra dictadura local de largos 17 años, no tiene problemas para  aceptar e incluso aplaudir dictaduras que su sector político ha instalado en otros países.

“Cuando un actor político que no es de nuestro agrado o no pertenece al sector político con el que nos identificamos incurre en algún delito, corremos  denunciarlo a viva voz y a pedir las máximas penas para su proceder, sin considerar la presunción de inocencia”.

Si la dictadura es de nuestro lado, resulta inaceptable que la ONU o cualquier organismo internacional venga a controlarnos, pero si es del otro lado clamamos en favor de esa intervención desde el primer minuto. El principio de no intervención en los asuntos internos de un país, aún tratándose de derechos humanos, vale para la dictadura que respaldamos y carece de toda vigencia para aquellas que rechazamos.

A las gravísimas, sistemáticas y prolongadas violaciones a los derechos humanos en Chile entre 1973 y 1990 por agentes del Estado pagados y organizados con ese objetivo, la mayor parte de la derecha chilena, después de negarlas durante largo tiempo y de considerarlas solo “presuntas” o puros inventos de chilenos antipatriotas, las justifica hoy en nombre de la lucha que el gobierno de entonces  libraba con el comunismo internacional, mientras que buena parte de nuestra izquierda, después de negar que en Cuba hubiera alguna vez violaciones a los derechos humanos, las justifica ahora porque el ya desfalleciente gobierno de los hermanos Castro se encuentra hace más de medio siglo en guerra contra el imperialismo norteamericano.

Para la izquierda, con toda razón, la “democracia protegida” de Pinochet fue solo un ardid, pero parte importante de ese sector político no tiene mayores dificultades para admitir y hasta celebrar las “democracias populares” de los regímenes comunistas, que de democracias tuvieron solo el nombre. Para la derecha, y también con toda razón, las “democracias populares” son un engaño, pero no vacilan en seguir dando valor a nuestra peculiar “democracia protegida” de la que recién vamos a salir del todo con una nueva Constitución.

““Métanlo a la capacha”, decimos ante los delitos ajenos o de nuestros rivales políticos o ideológicos; “qué las instituciones funcionen”, pedimos ante los delitos propios o de quienes son nuestros afines en ideas”.

No hay dictador ni gobernante autoritario que haya renunciado a la todavía prestigiosa palabra “democracia” para autocalificar su régimen, no más que adjetivándola de alguna manera: “democracia proletaria” (Lenin), “democracia real” (Hitler), “democracia orgánica” (dictadura franquista en España), “democracia autoritaria” (Chávez), “democracia bolivariana” Maduro. Nuestro Pinochet y los hermanos Castro, con distintos motivos (o más bien pretextos) se sumaron a esa lista, el primero con su “democracia protegida” y los segundos con su “democracia popular”. A fin de cuentas, nada más parecido que un dictador a otro dictador, cualquiera sea el color que tenga y ya sea que vista uniforme regular o verde oliva.

Adjetivos como los antes señalados tienen el efecto de vaciar el sustantivo “democracia”, comportándose como si fueran palabras comadreja, un mamífero que tiene la habilidad de sorber por completo el contenido de un huevo sin romper la cáscara.

El doble estándar se practica escandalosamente dependiendo de si un sector político está en el gobierno o en la oposición. Si está en el primero, acusa a sus opositores de negativos, no dialogantes, obstruccionistas, y de impedirle llevar adelante su programa de gobierno, que es lo mismo que ese sector político hizo cuando estuvo alguna vez en la oposición. Esta última, por su parte, no más alcanzar el gobierno, pasa a quejarse amargamente de lo mismo que ella hizo cuando las ahora fuerzas opositores fueron gobierno.

Ni qué decir del populismo: si propones alguna medida en favor de los sectores más vulnerables, lo tuyo es la justicia social, pero si la proponen tus rivales políticos, es puro populismo.

En cuanto al reconocimiento de las virtudes y logros, la cosa no cambia: si un Presidente chileno de derecha intenta proyectarse como líder del cono sur de América, el aplauso de su sector es inmediato; pero si una ex mandataria chilena, pero del sector opuesto, alcanza el tercer cargo en importancia de la ONU, no hay nada que celebrar ni mérito alguno que reconocerle, porque lo conseguido se debe solo a maniobras políticas de la izquierda internacional.

“Ni qué decir del populismo: si propones alguna medida en favor de los sectores más vulnerables, lo tuyo es la justicia social, pero si la proponen tus rivales políticos, es puro populismo”.

Es raro que quienes actúan de alguno de los modos antes señalado antes no se den cuenta del enorme fastidio que producen en los ciudadanos, excluida la mínima parte de estos que se muestra dispuesta a comulgar con ruedas de carreta y a tragarse todo lo que le digan los líderes de su sector o los medios y redes sociales afines a este, perdiendo así toda capacidad de examen de la realidad, de crítica y de autocrítica. Es por esa vía que se va produciendo un cierto embrutecimiento de la ciudadanía, aunque la mayoría de esta consigue librarse y, dándose cuenta del doble estándar, de los dobles discursos y  de las contradicciones e incoherencias de lado y lado del espectro político, toma primero distancia de los políticos (personas) y luego de la política (actividad), con el riesgo de que termine tomándola también de la democracia como forma de hacer política.

Esa es, ni más ni menos, la pendiente resbaladiza por donde nos hemos ido deslizando, sin que los responsables de las causas de esa caída hagan nada por detenerla. Ni siquiera una tragedia mundial y nacional como la pandemia, con sus gravísimos y perdurables efectos epidemiológicos, hospitalarios, laborales, sociales, económicos y mentales, parece ser suficiente para que nos decidamos a dejar atrás las malas prácticas, entre las que el doble estándar ocupa ya el sitial de deporte nacional por excelencia.

Si el doble estándar fuera calificado como juego olímpico, fijo que estaríamos en el podium de los ganadores de alguna de las medallas en disputa.

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