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Opinión

22 de Julio de 2021

Columna de María José Navia: Una cicatriz hecha de palabras

Fármaco, el último libro de la escritora española Almudena Sánchez, cuenta la experiencia de la autora con la depresión. Una realidad que a la vez la sorprende y la inunda. La narradora va relatando, con paciencia, con humor, con rabia, distintos momentos de su enfermedad: desde el presentimiento hasta el diagnóstico, el consumo de medicamentos, el adecuarse a una rutina y a vivir, como ella dice, “con un muerto a cuestas”.

María José Navia
María José Navia
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Siempre leer deja cosas tras de sí. Podemos poner el libro de regreso en el estante, prepararnos para dormir o dedicarnos a otra cosa en nuestro día, pero siempre algo se queda con nosotros. A veces es una escena, un tono, un personaje. A veces son párrafos, o una frase que ya no se va más.

Eso me pasó con Fármaco, el último libro de la escritora española Almudena Sánchez, publicado a comienzos de este año: ya van meses desde su lectura y hay palabras que simplemente no se quieren ir.

No pasan. Siguen aquí.

Pesan.

Palabras como éstas: “Me estoy curando y no tengo cicatriz para demostrar que he pasado por algo atroz”.

El libro de Sánchez cuenta la experiencia de la autora con la depresión. Una realidad que a la vez la sorprende y la inunda (leemos: “la inminencia de una depresión no se presiente. Comienza desde la frente hasta las rodillas. Es la enfermedad más grande, invisible, inesperada, destructiva, egoísta, insana, paranoica, desaliñada, mugrienta y tendenciosa que he tenido”). La narradora va relatando, con paciencia, con humor, con rabia, distintos momentos de su enfermedad: desde el presentimiento hasta el diagnóstico (que a la vez la confirma y la libera, le da palabras para explicar lo que está viviendo), al consumo de medicamentos (y sus muchísimos efectos secundarios), al adecuarse a una rutina y a vivir, como ella dice, “con un muerto a cuestas” (“Vivir con depresión es vivir con un muerto a cuestas. Conversar con él. Ducharte con él”).

Su trastorno tiene raíces familiares y allá nos lleva también la narradora, aunque ella sienta que es a ella a quien la mueven para todas partes (“Visité la tumba de mi abuela, que está en Porzuna, el año de mi depresión. O dicho de otro modo: me llevaron a visitarla. El depresivo es un monigote; te llevan, te traen, te suben, te bajan, te recetan miligramos y te quedas las veinticuatro horas muda, con una mancha de almizcle pegada a una camiseta de manga corta, aunque sea invierno”). Como lectores nos toca acompañarla, ver cómo le cuesta levantar los brazos para lavarse el pelo, cómo teme llegar a quitarse la vida al acercarse demasiado a la calle y contemplar con ambición sombría los autos. Se trata de lidiar con un diagnóstico que se ancla en el cuerpo y que transforma su forma de relacionarse con las palabras. Su forma de entender el mundo. Y sus reflexiones van desde la indagación familiar a una cierta denuncia de una positividad tóxica y que confía en finales azucarados y de color pastel. Así lo dice la autora: “Estoy en contra de Walt Disney y muy a favor de las farmacias.”

El libro de Sánchez cuenta la experiencia de la autora con la depresión. Una realidad que a la vez la sorprende y la inunda (leemos: “la inminencia de una depresión no se presiente. Comienza desde la frente hasta las rodillas. Es la enfermedad más grande, invisible, inesperada, destructiva, egoísta, insana, paranoica, desaliñada, mugrienta y tendenciosa que he tenido”).

Vemos cómo se va acomodando la vida alrededor de un diagnóstico, y cómo toda transformación es inevitablemente dolorosa (leemos: “Ojalá esas desesperaciones amontonadas fueran como quitarse la ropa de abrigo en invierno. Desde fuera hacia dentro: el anorak, luego la bufanda, los guantes, las orejeras, el forro polar, los calcetines térmicos. Ojalá la depresión se quitara desnudándonos, tímidamente y despacio.”).

Nos cuenta que ha dibujado un mapa de farmacias en su cuaderno para saber dónde encontrar su medicación, y si bien a ratos la oscuridad llega de forma profunda (en un momento confiesa: “Escribí Fármaco porque no podía pensar en nada que no fuera morir”, y también: “sobre todo, lo que más hago es depilarme por si me muero”), nunca se apaga del todo la búsqueda: de respuestas, otros libros, e incluso mensajes de Twitter que atraviesan la narración y se transforman en una suerte de comunidad fantasma. La enfermedad incluso le hace esperar otras cosas de la literatura (leemos: “Es hora de que la fragilidad salga al escenario. Adiós a los machotes y al sacrificio femenino ilimitado. Que la blandura, el resbalón, el desgarro delicado aparezcan en los libros.”).

Quizás las palabras de Almudena Sánchez resuenan con tanto poder precisamente porque éstas suelen faltar cuando se trata de habla de la salud mental. Pienso en los efectos que está teniendo (y tendrá) la pandemia en todos nosotros, pienso en el tabú que es para mucha gente hablar de estos temas. Pienso en la estupidez de decir “estos temas”, con esa cautela innecesaria que envuelve a los problemas en un secreto dañino. Esos temas que son urgentes e indispensables en cualquier agenda y programa de gobierno.

“Ojalá esas desesperaciones amontonadas fueran como quitarse la ropa de abrigo en invierno. Desde fuera hacia dentro: el anorak, luego la bufanda, los guantes, las orejeras, el forro polar, los calcetines térmicos. Ojalá la depresión se quitara desnudándonos, tímidamente y despacio”.

Ese resquemor o reticencia para contar, esos secretos a veces familiares (en el caso de Sánchez, una abuela también padeció de esa enfermedad y sólo se entera cuando le toca a ella su turno), se relatan también, con belleza y algo de humor negro, en la novela de otra autora española: Carrusel, de Berta Dávila, en la cual se lee: “En mi familia a ir al psiquiatra le llamamos desde hace mucho tiempo ir al dermatólogo. Es la manera que ha inventado mi abuela Úrsula para afrontar el estigma en la conversación diaria. Las personas de mi familia tienen casi siempre problemas cutáneos.”

Podría escribir una columna infinita sobre historias de salud mental en la literatura. Para terminar, sólo quisiera mencionar algunas más o menos recientes como la novela gráfica Marbles (traducida al español como Majareta) en la cual la artista Ellen Forney se refiere a su trastorno bipolar o, en Chile, Diario Oscuro, de Marcela Trujillo, que retrata la depresión. También un libro de ensayos extraordinario que aún no se traduce al español, The Collected Schizophrenias de Esmé Weijun Wang y las memorias del hijo del escritor Kurt Vonnegut, Mark Vonnegut: Just Like Someone Without Mental Illness Only More So en las cuales el autor cuenta su experiencia de sufrir de depresión bipolar y su práctica como médico.

Hablar más de lo que no se habla (o, como dice Almudena Sánchez: “No existen ni maestros ni maestras. Existen personas que enseñan heridas con atrevimiento”), es también (es sobre todo) encontrar las palabras para representar una realidad, con empatía y respeto. Encontrar en el diagnóstico un nuevo lenguaje y un mapa. Una comunidad. Quizás la literatura sea una forma de escribir esa cicatriz invisible. Esa que demuestra (que grita, dejando de lado los secretos) que hemos pasado algo atroz.

Podría escribir una columna infinita sobre historias de salud mental en la literatura. Para terminar, sólo quisiera mencionar algunas más o menos recientes como la novela gráfica Marbles (traducida al español como Majareta) en la cual la artista Ellen Forney se refiere a su trastorno bipolar o, en Chile, Diario Oscuro, de Marcela Trujillo, que retrata la depresión.

*María José Navia es escritora y académica en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 

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