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Reportajes

18 de Agosto de 2021

El mundo de los sueños en la Nicaragua de hoy

Orlando Rizo

Esta es mi experiencia con sueños recurrentes y estrés postraumático después de estar preso por salir a protestar en 2019. Ya en ese entonces y hasta hoy en día, protestar es un derecho negado para los nicaragüenses por el régimen de los Ortega Murillo.

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Es de noche y surcamos las calles de Managua a toda velocidad. Voy de pie en el pasillo de un un bus. A mi alrededor hay más personas, pero no logro ver sus rostros, sólo las siluetas. Vamos armados y esperamos que desde la calle nos ataquen en cualquier momento.

Durante un mes y medio soñé con esta escena todas las noches. En algunas ocasiones el ataque sí se daba y teníamos que defendernos disparando. En otras solo sentía la tensión de la espera y el ataque nunca llegaba.

El país de la injusticia

Desde abril de 2018 las calles se convirtieron en el escenario para demandar reivindicaciones sociales al gobierno de Nicaragua, cuyo presidente, Daniel Ortega, se había mantenido en el poder desde 2007 gracias a varias reformas constitucionales que le permitieron la reelección continua y que, en 2015, su esposa, Rosario Murillo, fuera “electa” como vicepresidenta. “Electa”, entre comillas, porque esas elecciones se llevaron a cabo sin oponentes, luego de que el gobierno dejara sin personería jurídica al principal partido de oposición.

En Nicaragua no existe la separación de poderes. Esto lo confirma el expresidente de la Corte Suprema de Justicia, Rafael Solís, quien tuvo que salir del país y exiliarse en Costa Rica. En una entrevista afirmó que el resultado de los juicios políticos o las órdenes de allanamiento contra medios de comunicación que se han desarrollado a lo largo de los últimos 14 años, se ordenan directamente desde la oficina de la presidencia, ubicada en la misma casa donde reside la familia presidencial.

Familia, partido, estado y poder son la misma cosa para los Ortega Murillo. Cinco de los ocho hijos del presidente reciben un salario como asesores del gobierno. Además, tres de ellos son directivos de medios de comunicación y empresas publicitarias que desde el 2015 han recibido al menos 1.4 millones de dólares en pagos por publicidad. Esta situación, y reformas recientes al sistema de seguridad social en Nicaragua, provocaron que en abril de 2018 se iniciara un estallido social que fue aplacado con represión violenta por parte del gobierno, dejando al menos 325 fallecidos, 21 de ellos policías, según un informe de la CIDH. Para marzo del año siguiente, al menos 230 personas estaban presas por liderar o participar en las protestas del año anterior. A ese punto el país se encontraba sumido en una fuerte recesión económica.

Familia, partido, estado y poder son la misma cosa para los Ortega Murillo.

La última protesta

En Managua, Nicaragua, el Comité de Madres de Presos Políticos había convocado a una marcha para demandar la liberación de sus hijos, a realizarse el 16 de marzo de 2019. Ya en ese entonces el riesgo de ser golpeado o encarcelado por salir a protestar era muy alto.

El día señalado la policía estaba desplegada por toda la zona, impidiendo que se reunieran los manifestantes, de modo que la marcha se convirtió en varios plantones a lo largo de la Carretera a Masaya, una de las principales avenidas de la ciudad.

Las calles estaban vacías, comparado a lo que usualmente se ve en Managua un sábado después de la fecha de pago quincenal. Algunas personas caminaban con banderas de Nicaragua en dirección a la manifestación. Los alrededores de la convocatoria eran vigilados por policías en motocicleta y personas vestidas de civil, mientras que patrullas de la policía hacían rondas por los barrios de la ciudad.

Jóvenes bloquean una calle de Managua como forma de protesta contra el gobierno. Managua, julio 2018. Crédito: Orlando Rizo.

Varias personas acordamos vernos en una plaza comercial de la ciudad para ir a la marcha. Casi en el mismo momento que llegamos al lugar acordado, tres camionetas de la policía pasaron cerca de nosotros, encendieron las sirenas y nos bloquearon el paso. De la tina se bajaron unos veinte policías, hombres y mujeres vestidos con camisa azul, boina roja y chalecos, que venían a detenernos. Lograron agarrar a Yoli, una de mis compañeras de protesta, y por tratar de rescatarla nos detuvieron a mí y a Eli, mi otra compañera de protesta.

Nos amontonaron en la camioneta como sardinas en lata, con las piernas encogidas, y un policía nos dominaba con la rodilla puesta en el pecho. La patrulla arrancó, todavía con la sirena encendida. No sabíamos hacia dónde nos llevaban. El trayecto fue muy confuso, pues, además de no poder ver hacia el exterior, los sonidos que venían desde la calle eran caóticos. Al parecer transitamos por una zona donde había más protestas. Se escuchaban gritos, otras patrullas con las sirenas encendidas, y de otra patrulla llamaban a la nuestra para preguntarles si tenían espacio para llevar a más detenidos. “No, vamos llenos”, le dijo uno de los policías.

Eli recordó “…para esos días de marzo había mucha frustración por la gran cantidad de presos políticos, se sentía descontento en la población. Nosotras sabíamos que había muchas probabilidades de caer presas e íbamos preparadas para eso. Ese día vimos videos donde la policía estaba agarrando a personas en otros lados”.

Se escuchaban gritos, otras patrullas con las sirenas encendidas, y de otra patrulla llamaban a la nuestra para preguntarles si tenían espacio para llevar a más detenidos. “No, vamos llenos”, le dijo uno de los policías.

Nos dejaron levantar la cabeza hasta que llegamos al Complejo Evaristo Vásquez, mejor conocido como “El Chipote”, un conjunto de edificaciones entre las que se incluyen varias celdas para prisioneros, auditorios, una piscina semiolímpica, bodegas y laboratorios, que sirven de base de la Dirección de Operaciones Especiales de la Policía Nacional. Por fuera, las edificaciones se miraban prolijas, pues todo el complejo había sido inaugurado apenas un mes antes, con un costo para los contribuyentes de más de seis millones de dólares.

Nos bajaron en el parqueo y ahí me di cuenta de la magnitud de la redada. Sentado en una cuneta miraba llegar más y más patrullas con personas detenidas, algunos más golpeados que yo, quejándose de dolor, y otros bien sucios, como si hubiesen sido arrastrados. La Unidad Nacional Azul y Blanco, una de las organizaciones opositoras más fuertes del país, contabilizaría 164 detenidos ese día. La Policía Nacional aceptó haber encarcelado a 107 personas.

Una policía nos llamó a todos los hombres para que hiciéramos una fila frente a la puerta de un edificio bastante sobrio, con un frontispicio plano y pintando de celeste y amarillo. Entramos por una puerta de vidrio a un vestíbulo que tenía un mostrador colocado frente a unas celdas pequeñas, unipersonales. De las paredes amarillas todavía emanaba un olor a pintura fresca. Pasamos por varios pasillos con puertas que daban a las oficinas. Todo se notaba nuevo: piso, mobiliario, luces. Al final del pasillo estaba la zona de los prisioneros, con 4 celdas pintadas de color verde con barrotes negros, cada una habitada por 6 u 8 personas que vestían uniformes azules. Cuando pasamos por ahí los reos se agolparon contra los barrotes para vernos pasar y darnos ánimo. “Fuerza, fuerza, todo va a estar bien”. Un saludo emotivo en medio de tanta tensión. A nosotros nos metieron en las celdas de sol, prisiones de paredes altas que en lugar de techo tienen rejas metálicas, donde sacan a los encarcelados a orearse.

En medio de las protestas contra el régimen, seis miembros de la familia Pavón Muñoz -entre ellos, dos niños- murieron brutalmente carbonizados en su casa en un incendio provocado. Crédito: Orlando Rizo.

Esa misma noche nos soltaron. De la celda de sol hicimos el mismo camino, esta vez en sentido contrario, hacia la salida. Nos devolvieron nuestras pertenencias y nos llevaron a un auditorio amplio, con una tarima, una mesa de presidio y varias sillas en las que alcanzamos casi todos. Las mujeres empezaron la protesta en ese lugar. “¡Libertad para los presos políticos!”, “¡Libertad!” respondíamos. “¡Ortega y Somoza!”, decía otra, “Son la misma cosa”, respondíamos. Estábamos rodeados de policías, pero no hacían nada.

Cuando pasamos por ahí los reos se agolparon contra los barrotes para vernos pasar y darnos ánimo. “Fuerza, fuerza, todo va a estar bien”. Un saludo emotivo en medio de tanta tensión. A nosotros nos metieron en las celdas de sol, prisiones de paredes altas que en lugar de techo tienen rejas metálicas, donde sacan a los encarcelados a orearse.

Cuando todos estuvimos dentro, entró el Nuncio, el polaco Waldemar Sommertag, vestido con traje negro y alzacuello blanco, y fue recibido con abucheos a los que respondió con un gesto de decepción. Al personaje se le criticaba por su papel tibio en las negociaciones con el gobierno. Dio unas palabras, dijo no esperar ese recibimiento y habló de todo el esfuerzo realizado durante ese día para lograr nuestra liberación. Algunos de los detenidos le aplaudieron. Luego, con lista en mano, uno a uno comenzó a decir los nombres de todos y fuimos saliendo al parqueo, donde había buses esperando por nosotros. La escena era como de graduación de secundaria, a cada nombre mencionado el auditorio aplaudía. Fui de los últimos. Cuando me llamaron, Orlando Arturo Rizo Mendoza, me levanté, y me aplaudieron. Al pasar al lado del Nuncio solo alcancé a decirle “Gracias Curita”. Me sonrió y salí otra vez al parqueo al que había llegado. Esta vez unos buses escolares amarillos nos esperaban.

¿Liberación?

Al montarme, el bus estaba oscuro y repleto de personas. Solo el resplandor de las luminarias alumbraba un poco el interior. Ahí me encontré con Yoli y nos abrazamos. Estábamos contentos de no haber pasado ni siquiera una noche en la cárcel, algo que nunca pensamos cuando estábamos en las celdas. Nuestros compañeros de prisión cantaban canciones populares, llamaban a sus familiares y compartían el relato de las 8 horas que estuvimos encarcelados. Alguien nos ofreció un cigarro y con gusto lo fumamos. Era una celebración de la libertad.

Los buses encendieron los motores y los gritos aumentaron. Los portones azules del Chipote se abrieron e iniciamos el trayecto que no pudimos ver cuando veníamos en el cajón de la patrulla. Eran cerca de las 9 de la noche de un sábado lúgubre en Managua. Madres y abuelas con sus nietos, habitantes de los barrios aledaños, salieron a vernos pasar. Levantaban los puños para saludarnos. Pasábamos por las calles gritando consignas y ondeando la bandera de Nicaragua. De las ventanas de algunos carros que circulaban en dirección contraria sacaban también sus banderas. En las últimas horas nadie era ajeno a la noticia de la captura de los 164 manifestantes y el país estaba pendiente de nuestro destino.

Llegamos al lugar de la liberación: las oficinas de una organización gremial de agricultores y ganaderos ubicada a un costado de un antiguo centro comercial en el corazón de Managua. Nos bajamos de los buses y entre tanta gente, periodistas agolpados sobre las figuras opositoras, madres y padres en busca de sus hijos, me costó encontrar a mi familia, hasta que una voz familiar me llamó. Era mi cuñado y detrás de él, mi novia, nos abrazamos y besamos como si no nos hubiésemos visto en meses. Desde uno de los pasillos de las oficinas, mi madre y mi padre me buscaban, husmeando entre la oscuridad para ver si lograban reconocer mi rostro en uno de los cientos que estábamos ahí. Los miré primero a ellos y me fui a abrazarlos también. Nos fuimos a la casa de mis padres, donde cenamos con mi familia los restos de la comida del mediodía.

Pasábamos por las calles gritando consignas y ondeando la bandera de Nicaragua. De las ventanas de algunos carros que circulaban en dirección contraria sacaban también sus banderas. En las últimas horas nadie era ajeno a la noticia de la captura de los 164 manifestantes y el país estaba pendiente de nuestro destino.

El sueño: reproducción del trauma

Ese día dormí con mi novia en el que solía ser mi cuarto en la casa familiar y soñé una escena similar a la que describí del bus, pero distinta. En mi sueño también era de noche y no lograba ver el rostro de ninguna de las personas que tenía al lado. Las calles estaban desoladas y llevaba un fusil en la mano. Esperábamos un ataque inminente contra la caravana de buses. Soñé esto mismo todos los días durante aproximadamente un mes y medio. En algunas ocasiones el ataque si se daba y teníamos que defendernos disparando.

Una de las características del Síndrome de Estrés Post Traumático son los sueños recurrentes relacionados con el episodio que originó el trauma. A veces el trauma es tan fuerte que este síntoma dura años en desaparecer y las personas que lo padecen desarrollan miedo a quedarse dormidas y viven con insomnio.

Funerales de personas fallecidas en el marco de las protestas. Crédito: Orlando Rizo.

Mi cerebro estaba tratando de procesar lo ocurrido. Pero, ¿por qué eligió esa escena y no otra, cómo la de la cárcel? Analizándolo en retrospectiva pienso que estando libre no me sentía libre y tenía miedo de que todo se volviera a repetir. Una foto con mi cara había dado vueltas en las redes sociales. A los lugares a los que iba tenía miedo de que me identificaran. Solía moverme en bici a todas partes, lo dejé de hacer y empecé a usar mucho más el carro. Estuve más paranoico que antes. Por las noches, de vuelta en mi cotidianidad, platicaba con mis compañeras de protesta acerca de lo ocurrido. Ellas me contaban su versión y yo la mía. Le dábamos vuelta
mil veces a lo que nos acababa de pasar. Y al dormir seguía soñando con la escena del bus. Aunque yo no lo hubiese sentido tan fuerte, o tan traumático, efectivamente lo había sido.

El sueño recurrente: protestas

Ximena es comunicadora, nicaragüense, y salió del país para exiliarse en Costa Rica en 2018. Cuando una se exilia “anda con la cabeza y el corazón acelerado, un estado de alerta permanente”, me comentó vía WhatsApp. Tras su exilio comenzó a recibir terapia psicológica y comenzó a tener un sueño recurrente, que 3 años después todavía tiene. En el sueño ella está en las calles de León (ciudad del occidente de Nicaragua, 90 kilómetros al noroeste de Managua), de donde es originaria su familia. En las calles hay barricadas y se percibe un ambiente de conflicto y persecución. Habla por teléfono con otras personas para advertirles que vienen a atacarlos. A veces aparece la policía y la atrapan, a veces no. Pero siempre mantiene la sensación de estar en riesgo. “Es triste pensar que una parte de mí, de mi cerebro, se quedó ahí”, me dijo con pesar.

Yo ya no sueño con la escena del bus, pero frecuentemente también sueño con protestas en las calles. En mi sueño siempre los protestantes que me rodean están armados con fusiles, morteros, lanzacohetes, pistolas, o cualquier arma que conozca, y se enfrentan con la policía. Yo simplemente veo, escucho y huyo. Ocasionalmente estos sueños me dejan con un dolor de cabeza que se queda por todo el día. No es para menos.

En el sueño, a veces aparece la policía y la atrapan, a veces no. Pero siempre mantiene la sensación de estar en riesgo. “Es triste pensar que una parte de mí, de mi cerebro, se quedó ahí”, me dijo con pesar.

Personalmente durante las protestas me vi varias veces en situaciones en la que los enfrentamientos eran con personas armadas, civiles o policías. También vi personas armadas con revólveres, armas hechizas o morteros entre los manifestantes. Vi a jóvenes moribundos con balazos en la cabeza que luego tendrían nombre y apellido en la lista de los fallecidos del día: Matt Romero, Jonathan Morazan, Francisco Reyes.

Platiqué sobre el tema con mis amigos y me di cuenta de que la mayoría de ellos también sueñan con protestas. Unos huyen de ellas, otros que son heridos, otros que están en sus casas, pero afuera hay manifestaciones y se enfrentan con el dilema de salir o no salir. En mi cuenta de Twitter hice una encuesta. Les preguntaba a las personas nicaragüenses si soñaban de manera recurrente con protestas. Participaron 89 personas de las que el 75% afirmó que sí lo hacían.

Salud mental

En una entrevista, la psicóloga nicaragüense Martha Cabrera afirmó que “en Nicaragua, después de la guerra de los ochenta, le pegaron una patada en el trasero a cien mil personas y cada quien resolvió como pudo”, cargando una pesada mochila de traumas a cuesta sin programas que pudiesen tratar esta problemática. De esta misma manera, las protestas en 2018 fueron un parteaguas para las y los nicaragüenses. Significó la consolidación de la dictadura Ortega-Murillo a través de las armas, el aumento irracional de la persecución política, la profundización del odio
entre la sociedad nicaragüense y la instauración del miedo como forma de dominación, entre otra infinidad de conflictos.

En mi cuenta de Twitter hice una encuesta. Les preguntaba a las personas nicaragüenses si soñaban de manera recurrente con protestas. Participaron 89 personas de las que el 75% afirmó que sí lo hacían.

El estudio de los sueños es una práctica humana con más de 3.500 años de historia. Antiguamente se les atribuía funciones premonitorias o de comunicación con seres superiores. Sigmund Freud publicó su primer libro al respecto en 1899, “La Interpretación de los sueños“, y Carl Jung publicó varios ensayos sobre el tema hace poco más de 100 años. Matthew Roberts, un neurocientífico estadounidense especializado en el estudio del sueño, formuló recientemente la hipótesis de que los sueños son nuestro terapeuta diario. Nos muestran escenas o situaciones estresantes y nos ayudan a conectar situaciones del pasado para resolver las preocupaciones del presente. Los sueños nos dan mensajes sobre nuestro mundo interior, situaciones que despiertos no procesamos pero que debemos sanar o nos estresan.

Orlando Rizo.

El sueño recurrente de las protestas nos habla de un trauma colectivo, de un estrés compartido y es evidencia de la imposibilidad de sanar que hemos tenido las y los nicaragüenses. A poco más de tres meses de las elecciones presidenciales, la única vía para sacar a Ortega en paz, los principales candidatos opositores están presos; está prohibido expresar el descontento en las calles, si no querés poner tu libertad física en riesgo, y el malestar solo se puede manifestar en los círculos más íntimos y seguros o simplemente se calla. A esto se le suma la injusticia para las víctimas del Estado, la crisis económica y de derechos humanos, la polarización política y la inmensa mochila de duelos no sanados a la que le metimos las pérdidas sufridas en el estallido social de 2018. Los sueños son una de las ventanas por las que podemos reconocer que estas heridas existen y quizás también puedan ser el punto de partida para comenzar a sanar.

Los sueños nos dan mensajes sobre nuestro mundo interior, situaciones que despiertos no procesamos pero que debemos sanar o nos estresan.

*Orlando Rizo es comunicador y ha trabajado en varias organizaciones sociales en Nicaragua y Haití. Escribe a The Clinic desde Managua.

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