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Opinión

3 de Septiembre de 2021

Columna de María José Navia: Seguir leyendo

Agencia Uno

Siento particular amor y admiración por aquellos libros que señalan y nombran caminos de lectura, conjurando constelaciones. Libros que cuentan y, al contar, van leyendo a otros: autores, obras.

María José Navia
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Si bien es cierto que los libros siempre pueden llevarnos a otros libros, yo siento particular amor y admiración por aquellos que señalan y nombran caminos de lectura, conjurando constelaciones. Libros que cuentan y, al contar, van leyendo a otros: autores, obras.

En Argentina la tradición de los escritores-súper-lectores es notoria y notable (Jorge Luis Borges, Ricardo Piglia, Rodrigo Fresán, tantos más). El propio Piglia, en El último lector, un ensayo deslumbrante, traza y sigue escenas de lectura (desde Don Quijote, a Hamlet, pasando por Madame Bovary o Ana Karenina) aunque ninguno de los personajes nombrados es escrito por una autora, ni se menciona a ninguna súper-lectora entre sus páginas. Ese vacío, me parece, de a poco se ha ido llenando con la aparición de libros extraordinarios en los que el acto de lectura se levanta como celebración y estandarte. Pienso, por ejemplo, en la maravillosa colección Lector&s de la editorial Ampersand, en la cual distintos escritores hablan de sus biografías y bibliografías, de esas vidas en las que los libros aparecen como una enredadera que va conectando hechos y tinta. Allí, destacan las obras de Sylvia Molloy, María Moreno, Margo Glantz, Tamara Kamenszain y Diamela Eltit (reciente ganadora del premio FIL), entre otros.  Así, en El ojo en la mira, de Eltit, leemos: “Emprendí la lectura como una abierta necesidad y urgencia. La lectura me permitió el transcurso de los tiempos de otros tiempos en mi tiempo.” Y también: “Leer y escribir ha sido lo ‘mío, mío’, por años, por décadas, por siglos, si pensamos que el tiempo, después de todo, es una ficción. Las inevitables catástrofes o la parte más superficial de la vida han conseguido desaparecer por unas horas. Es increíble. Necesario. Ha sido un privilegio.”

Por su parte, Kamenszain en Libros chiquitos reflexiona: “…leer y escribir es una dupla que solo puede separarse cuando se levanta la cabeza de las páginas ajenas para volver a inclinarlas en las propias.” La autora habla, con detalle y gran belleza, de una experiencia que denomina como “leer estribillos”: “Creo que lo que a mí me atrajo desde chica de leer poesía fue justamente ese murmullo que segregan las historias cuando se suspenden y se retoman desde un ritmo que se escucha cerca, íntimamente. En esa voz que devuelve la historia a la lectura al mismo tiempo que la abandona, lo que se escucha es siempre el estribillo. Casi diría que leer para mí es leer estribillos.”

Otras miradas lectoras fascinantes son las de Lorrie Moore en A ver qué se puede hacer (publicado por Eterna Cadencia). En ese volumen leemos sus reseñas a lo largo de los años, así como también sus reflexiones sobre la lectura y la escritura. En un momento particularmente luminoso comenta que, a diferencia de lo que pasa cuando alguien escribe ficción, nadie le pregunta a quien reseña, o a quien toca un solo de violín, cuánto de autobiográfico hay en estos actos, cuando, explica Moore, no hay nada más autobiográfico que una reseña (o un solo de violín). Otro gran título que explora relectura y experiencia personal es lo último publicado por la gran Vivian Gornick, quien, si bien siempre llega a la literatura en sus libros que tratan sobre la ciudad o los vínculos afectivos con su madre, se instala particularmente en la felicidad de la relectura en Unfinished Business: Notes Of a Chronic Re-Reader (aún no traducido al español) y, al revisar lo leído, revisa también su pasado y presente.

Y es que a veces las historias las cuentan los libros y los escritores son a la vez magos y ventrílocuos. Es lo que pasa en Los poseídos de Elif Batuman (el subtítulo del libro: Mis aventuras con libros rusos y la gente que los lee), obra que cuenta las aventuras de una estudiante de doctorado especialista en literatura rusa. En el libro vamos siguiendo su fascinación por los distintos autores, su vida como estudiante en Estados Unidos y sus viajes por la historia de aquello que la obsesiona. El libro fue traducido al español por la escritora española Marta Rebón quien, a su vez, en su Ciudad líquida también echa luz (¡tanta!) sobre la literatura rusa (y es que un libro llama a un libro llama a otro libro…).

Otras miradas lectoras fascinantes son las de Lorrie Moore en A ver qué se puede hacer (publicado por Eterna Cadencia). En ese volumen leemos sus reseñas a lo largo de los años, así como también sus reflexiones sobre la lectura y la escritura.

De pronto, leemos acompañados del mejor lector. La misma sensación se tiene al entrar en los mundos tan plagados de lectores (y escritores y lecscritores) de Rodrigo Fresán. Por poner solo un ejemplo, en su tríptico La parte contada  (o Las partes), compuesto por La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada, revive a clásicos como Cumbres Borrascosas o Suave es la noche de la mano (de los ojos) de sus lectores más adictos. Lectores que al releer reviven: a los libros y a sí mismos (y se lee en La parte soñada: “Cuando releemos regresamos sólo a aquello que nos hizo felices y a lo que nos hace sentir eternos y, sí, en todas partes y épocas al mismo tiempo y lugar.

Releer es como ver fantasmas verdaderos.

Fantasmas generosos que creen en nosotros”).

Uno de los libros que más he disfrutado este año, y que no puedo dejar de recomendar es ¿Hay alguien ahí?, de Peter Orner, publicado por Chai editora. Un libro en el cual Orner va entrelazando episodios de su vida (la relación con su padre, con su mujer) con la lectura de, en su mayoría, cuentos (el subtítulo original de este libro, en inglés, dice: Notes on Living to Read and Reading to Live). Así cada capítulo indaga en un autor, un libro de cuentos y uno o dos relatos que Orner explora con pericia y generosidad. Leerlo es correr a buscar todos los libros que menciona, para así revisitar a Rulfo o Eudora Welty o bien para conocer y deleitarse con Breece DJ Pancake o John Edgar Wideman (y el autor insiste en que las historias fracasan si se las lee solo una vez. Que debemos encontrarnos con ellas muchas veces, en diferentes estados de ánimo y momentos de nuestras vidas.). Una verdadera clase magistral de literatura. Un camino para maravillarse (yo, al menos, lo seguí con la fascinación más nerd de la que soy capaz).

Se trata de libros que leen. Libros que nos recuerdan que la historia siempre sigue (o puede seguir), que leer es una conversación. Es, también, como dice Margo Glantz en su volumen para Ampersand, el encuentro de un texto con un cuerpo: un cuerpo cargado de deseos, de miedos, de expectativas, de prejuicios.

Sí: un cuerpo se encuentra con un libro y algo pasa.

María Negroni también ha hecho de este hilvanar lecturas una maravilla. En su caso, entra además la traducción a escena. A la página. Gayatri Spivak la definió alguna vez como el acto de lectura más íntimo. En su último libro, El corazón del daño, un volumen que, como todo lo suyo, desafía clasificaciones y catálogos, la narradora va armando la experiencia con su madre desde dolores y lecturas (leemos: “Mi madre: la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida. Nunca amaré a nadie como a ella. Nunca”). La autora revisita la infancia; la rompe (“En la escena de la infancia, está el mundo. En la de la escritura, también. El mismo desorden, la misma felicidad inasible: cada palabra un soldado de plomo, cada sílaba una sortija, cada letra, el vagón de un trencito eléctrico que pasa por las estaciones con su infalible carga imaginaria y regresa, siempre, al punto de partida”).

Uno de los libros que más he disfrutado este año, y que no puedo dejar de recomendar es ¿Hay alguien ahí?, de Peter Orner, publicado por Chai editora. Un libro en el cual Orner va entrelazando episodios de su vida (la relación con su padre, con su mujer) con la lectura de, en su mayoría, cuentos (el subtítulo original de este libro, en inglés, dice: Notes on Living to Read and Reading to Live).

Por su parte, Cristina Rivera Garza en un ensayo magnífico, Había neblina o humo o no sé qué, se va a vivir a la obra y vida de Rulfo. Dice que es la única forma de escribirlo. Leemos: “Tengo que confesarlo ya: mi relación con Juan Rulfo es una de las más sagradas que existen sobre la tierra: una lectora y un texto. Nada más; nada menos. Pero la lectura, como se sabe, es una relación horizontal y abierta. Aún más: la lectura es una relación de producción y no una de consumo. La lectura es imaginación, ciertamente, o no es. O no será.”

O, en el más reciente trabajo del genial George Saunders, A Swim in a Pond in the Rain: In Which Four Russians Give a Master Class on Writing, Reading, and Life, el autor nos acompaña en la lectura de distintos cuentos rusos, los cuales nos va dejando leer de a una página a la vez para luego irla comentando.

Virginia Woolf, en su obra de ficción, se detiene poco en la lectura (sí lo hace, y mucho, en sus ensayos, en sus cartas, en sus diarios). A veces sus protagonistas se fascinan por el arte, sí: por la pintura, por la música, incluso por las matemáticas. Cuando leen, la mayoría de las veces sus personajes femeninos son aconsejados por personajes masculinos, y en posición de autoridad, sobre qué leer. Excepto en Orlando, una novela que muchos recuerdan y admiran pues, en ella, Woolf hace que su protagonista cambie de hombre a mujer (una transformación hermosa y sin ningún trauma ni dolor) para luego continuar con la historia en una biografía imposible y magnífica. Un gesto brillante, sin duda, revolucionario incluso, pero a mí siempre me ha fascinado que Woolf haya decidido que ese personaje extraordinario y que desafía géneros y nociones preconcebidas sea precisamente un súper lector o súper lectora. El personaje que guarda luciérnagas dentro de un frasquito para leer bajo las sábanas, que quiere cambiar toda su fortuna y herencia por la posibilidad de seguir leyendo.

Cristina Rivera Garza en un ensayo magnífico, Había neblina o humo o no sé qué, se va a vivir a la obra y vida de Rulfo. Dice que es la única forma de escribirlo. Leemos: “Tengo que confesarlo ya: mi relación con Juan Rulfo es una de las más sagradas que existen sobre la tierra: una lectora y un texto. Nada más; nada menos. Pero la lectura, como se sabe, es una relación horizontal y abierta. Aún más: la lectura es una relación de producción y no una de consumo. La lectura es imaginación, ciertamente, o no es. O no será.”

Sí: un cuerpo se encuentra con un libro y algo pasa.

El mundo cambia.

Al menos, algún mundo.

*María José Navia es escritora y académica en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

También puedes leer: Columna de María José Navia: Una cicatriz hecha de palabras


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