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Opinión

10 de Septiembre de 2021

Columna de Álvaro Bisama: Omar Little

"The Wire" significó mucho para mucha gente y la presencia de Michael K. Williams siempre fue uno de sus puntos altos. No creo exagerar. La belleza y la brutalidad del show (y su condición de obra maestra, quizás) descansaba en que podíamos encontrar en él un relato inesperado que permitía comprender el cambio de siglo.

Álvaro Bisama
Álvaro Bisama
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A veces pienso en la imagen de Samuel Beckett que el viejo Fitz (Robbie Coltrane) tenía pegada en la cocina de “Cracker”, tal vez el mejor policial que he visto en mi vida. En una serie que hablaba de confesar crímenes y descubrir culpables en medio de una ciudad lluviosa y pobre, la imagen del autor de “Molloy” parecía extraña porque lo suyo era la aporía, el lenguaje como una capa de sedimentos hechos de murmullos que conducían al silencio o la nada. Anoto esto porque ese rostro (el de Beckett que era el alma invisible de Coltrane) me vino a la memoria cuando supe que se había muerto Michael K. Williams, el actor que interpretaba a Omar Little en “The Wire” (2002-2008), la serie clásica de HBO.

Tenía 54 años y la última vez que vi una actuación suya fue el año pasado en “Lovecraft Country” (también de HBO), basada en la novela homónima de Matt Ruff. Ahí Williams era el padre del protagonista, pero también una de las pocas cosas que aún podemos recordar del programa, donde aparecía envejecido y agotado, sumergido en los ecos de la violencia que había perpetrado y había recibido como buena parte de las criaturas frágiles que se movían en un show lleno de monstruos. La cicatriz que le cruzaba el rostro seguía ahí. Le daba peso, amplificaba el dolor, volvía el trauma algo imposible de evadir. 

Por supuesto, los ecos de Omar, su personaje más famoso, también estaban presentes. “The Wire” significó mucho para mucha gente y la presencia de Williams siempre fue uno de sus puntos altos. No creo exagerar. La belleza y la brutalidad del show (y su condición de obra maestra, quizás) descansaba en que podíamos encontrar en él un relato inesperado que permitía comprender el cambio de siglo. En él, la narrativa policial aspiraba a ser leída como una novela social, una ficción que no tenía miedo a la morosidad y que elevaba a la prosa púrpura de su retrato de Baltimore al nivel de una diatriba o un documento. Ese juego de ajedrez no evadía la tragedia, pero tampoco la moraleja. El programa era una fábula inmensa sobre la destrucción de una ciudad y Omar Little siempre fue ahí uno de sus personajes más complejos, otro símbolo de esa catástrofe: el ladrón que le robaba a los narcos. Enfermo de pena por el asesinato del chico que era su amante, era otra sombra que cruzaba los barrios pobres como una leyenda de la cual hablaban los niños.

Regido por la misma clase de destino de los héroes de las viejas tragedias griegas, Omar tenía conciencia de que sus movimientos estaban acotados y que no había escapatoria para él. Solo le quedaba el humor negro y la violencia, además de una melancolía (por sus amores masacrados, por lo que veía en las calles del barrio, por la certeza de que el tiempo era una cuenta regresiva para él) apenas disfrazada de estoicismo mientras observaba por la ventana de una casa abandonada, vigilaba desde su camioneta alguna casa donde vendían droga, o se sentaba en la barra del bar del ciego Butchie haciendo alguna transa, mandando un mensaje, esperando el momento para desatar la violencia.

El programa era una fábula inmensa sobre la destrucción de una ciudad y Omar Little siempre fue ahí uno de sus personajes más complejos, otro símbolo de esa catástrofe: el ladrón que le robaba a los narcos. Enfermo de pena por el asesinato del chico que era su amante, era otra sombra que cruzaba los barrios pobres como una leyenda de la cual hablaban los niños.

De este modo, se presentaba como muchas cosas simultáneas. Era a la vez el testimonio en carne viva de la violencia, pero también un filósofo improvisado de la calle, el personaje que se negaba a aceptar su destino, un asesino romántico y estoico, una pieza que parecía libre en el esquema que la serie proponía pero que en realidad estaba atrapada en un paisaje hecho de casas en ruinas, solares vacíos, botillerías enrejadas y callejones sin nombre. Omar vagaba por esa ciudad de ficción como si conociera la ruta secreta en el laberinto. Era una ilusión. No sabía nada. Era un alarde, tal y como se lo decía el policía Bunk (Wendell Pierce). Porque Bunk no le creía. Él y Omar habían estudiado en el mismo lugar, venían del mismo mundo desaparecido. Los dos estaban al aire libre, sentados en una banca al lado de una casa que podría haber estado en ruinas.  Al final de la escena, Bunk se iba y Omar escupía. Otro alarde. Luego la cámara le mostraba la cara; y nos dábamos cuenta que apenas se aguantaba la rabia, la vergüenza o la pena; todas esas emociones se confundían en esa mirada exhausta y agotada, consumida por el peso de sus actos. 

Era a la vez el testimonio en carne viva de la violencia, pero también un filósofo improvisado de la calle, el personaje que se negaba a aceptar su destino, un asesino romántico y estoico, una pieza que parecía libre en el esquema que la serie proponía pero que en realidad estaba atrapada en un paisaje hecho de casas en ruinas, solares vacíos, botillerías enrejadas y callejones sin nombre.

De hecho, ahora que Williams falleció vale la pena recordar que quizás interpretaba a Omar sabiendo que su mejor posesión era la tristeza infinita que podía transmitir su rostro. Y si Fitz tenía a Beckett, Omar no tenía nada. A veces parecía un sobreviviente, a veces lucía como un alma en pena, otro fantasma en esa elegía que hacía la serie sobre el mundo que aspiraba a narrar. Esa elegía era acerca del siglo veinte y estaba hecha con los relatos de unas vidas de ficción que atrapaban los pedazos rotos de sí mismas para llegar al minuto siguiente, la hora siguiente, la vida siguiente, muchas veces desposeídas de cualquier cercanía que no fuese la de abrazar el propio dolor, acaso lo único tangible en ese mundo arrasado. 

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