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Opinión

16 de Septiembre de 2021

Columna de María José Navia: Como en tu casa

Agencia Uno

Las historias de familia abundan en la literatura, pero eso no las vuelve necesariamente “familiares.” Acercarse al núcleo íntimo es desarmarlo y mirarlo con atención de entomólogo, es vislumbrar mecanismos, es acercarse a la boca del lobo. Y ese lobo siempre muerde.

María José Navia
María José Navia
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Hace algunos años, la gran escritora estadounidense Mary Karr escribió que “una familia disfuncional es cualquier familia de más de una persona.” Chiste o no, lo cierto es que Karr sabe de familias. Al menos de la propia, y así ha construido buena parte de su obra, adentrándose por vericuetos y rincones de su historia: desde el retrato de un padre y una madre imprevisibles en El club de los mentirosos, a su adolescencia en Cherry y su vida como esposa, madre y escritora en Iluminada. Karr entiende, como escribió Piglia en su momento, que “una familia es una máquina de producir ficción sobre sí misma”, un universo que va creando, también, su propio lenguaje o vocabulario o, en palabras de Natalia Ginzburg, un “léxico familiar”.

Las historias de familia abundan en la literatura, pero eso no las vuelve necesariamente “familiares.” Acercarse al núcleo íntimo es desarmarlo y mirarlo con atención de entomólogo, es vislumbrar mecanismos, es acercarse a la boca del lobo.

Y ese lobo siempre muerde.

Es lo que pasa en Los afectos, novela breve y fulminante del escritor boliviano Rodrigo Hasbún, en la cual visitamos a una familia desde las voces de sus hijas. Se trata de una familia que se entrelaza con el destino del país que la acoge (Bolivia) y con el de su país natal (Alemania) que carga en sus espaldas cada uno de sus miembros. El padre es Hans Ertl, camarógrafo de Leni Riefenstahl, y documentalista, y del cual leemos, en la voz de una de sus hijas: “Irse, eso era lo que papá sabía hacer mejor, irse, pero también volver, como un soldado de la guerra permanente, hasta reunir fuerzas para irse una vez más.”

Otras dos novelas relativamente recientes en las que el relato de la familia, pero especialmente del padre, es visto desde los ojos de una hija son Kramp, de María José Ferrada y Correr la tierra, de Catalina Navas. En ambos casos, tenemos a padres que se encargan de solucionar problemas de otros (de vender herramientas, o de reparar objetos o empeñarlos), pero que funcionan como fantasmas en las vidas de sus hijas. Leemos en la novela de Navas: “Me deleitaba inventando historias sobre mi papá, cuentos que hilaba en mi imaginación mientras me bañaba o montaba en bicicleta y que tenía listos para cuando la gente preguntara por mi composición familiar. En mis fabulaciones, Alfonso era un piloto del cartel de Medellín o un ejecutivo que trabajaba hasta el cansancio en un banco…En todas las versiones, Alfonso Uscátegui era un padre que se había perdido al tratar de hacer feliz a su familia.”

Padres también abundan en la última y brillante colección de cuentos de la escritora peruana Katya Adaui: Geografia de la oscuridad (en uno de ellos, leemos: “Ahora que está muerto por fin mi padre está completo. Se ha armado en cada uno de nosotros. Todas sus distintas caras. Para eso muere un padre”). O aparecen otras figuras cumpliendo el rol de padres como en Poeta chileno, de Alejandro Zambra, o El último hombre perfecto de Manuela Martínez. Zambra, en su obra, habla de la importancia de la “familiastra” y uno de sus protagonistas es un padrastro que busca relacionarse con el hijo de su pareja con una ternura inmensa. En el caso de Martínez, la figura del padrastro carga con una decepción. La narradora, en una fiesta, se entera de una verdad que no esperaba y la pareja de su madre se desbarata frente a sus ojos. El duelo es triste, pero con cuotas de dulzura. La decepción se trabaja con rabia y belleza (leemos: “Esta es la historia de un duelo. Pero no es el duelo que hago por vos. Es sobre cómo convierto lo que me dejaste en otra cosa. Sobre cómo pude encontrar el amor recién cuando dejé de buscarte en otras personas. Sobre encontrarme a mí sin buscar tu aprobación. Sobre cómo me apropio de lo que me enseñaste y lo acerco a nuestra historia para entenderte mejor”).

Otras dos novelas relativamente recientes en las que el relato de la familia, pero especialmente del padre, es visto desde los ojos de una hija son Kramp, de María José Ferrada y Correr la tierra, de Catalina Navas. En ambos casos, tenemos a padres que se encargan de solucionar problemas de otros (de vender herramientas, o de reparar objetos o empeñarlos), pero que funcionan como fantasmas en las vidas de sus hijas.

Si la familia en la literatura fuera un museo, el ala dedicada a la madre sería probablemente enorme. Abundan relatos de maternidades desde la primera persona (como Linea nigra, de Jazmina Barrera, Pequeñas labores de Rivka Galchen), maternidades terribles (como la de Katixa Agirre en Las madres no), pero también novelas y memorias en las que la figura de la madre va marcando una historia. Es el caso del reciente premio Alfaguara de Novela, Los abismos, de Pilar Quintana, en la cual encontramos a una madre sumergida en el dolor y rodeada de plantas, una madre también vista desde los ojos de su hija, como lo es también la madre de Vivian Gornick en su tremendo libro de memorias: Apegos feroces; o la que retrata María Negroni en El corazón del daño.

A mí una de las relaciones familiares que más me fascina en la literatura es la de las hermanas. Relación contada con una belleza fresca y un humor que no logra ocultar de todo el infortunio en Estamos unidas, de Marina Mariasch o con tintes siniestros en la última novela de Daisy Johnson (Sisters). Relaciones donde la complicidad da paso a la competencia, pero también al duelo, como en tres de mis novelas favoritas sobre hermanas: Umami, de Laia Jufresa, Pechos y huevos, de Mieko Kawakami, y All My Puny Sorrows de Miriam Toews (autora también de una novela brutal sobre los abusos cometidos contra mujeres en una colonia menonita en Bolivia en Ellas hablan). Novelas, también, en las cuales una hermana acompaña a otra en la enfermedad, como es el caso de Homesick, de Jennifer Croft (traductora de Olga Tokarczuk al inglés y que se encuentra en español como Serpientes y escaleras).

A veces la familia es mirada desde y en el futuro. Es lo que hace Martín Felipe Castagnet en Los cuerpos del verano, novela en la cual la muerte ya no existe, o es sólo una posibilidad, y las personas pueden decidir ser “descargadas” en nuevos cuerpos. En esta novela, los cambios de cuerpo ponen en jaque no sólo la idea de individuo, sino también la de familia. Si la mente ya no muere nunca, ¿qué tanto puede decir o no de nosotros la materialidad de los cuerpos? Así, afirma el narrador respecto de sus bisnietos: “No entienden muy bien quién es abuelo, quién tío, quién bisabuelo; las viejas etiquetas les deben parecer espesas e imprecisas. Son la última generación; en adelante no habrá generaciones sino multiplicaciones, hacia arriba y hacia abajo, hacia una nueva estructura lateral.”

Si la familia en la literatura fuera un museo, el ala dedicada a la madre sería probablemente enorme. Abundan relatos de maternidades desde la primera persona (como Linea nigra, de Jazmina Barrera, Pequeñas labores de Rivka Galchen), maternidades terribles (como la de Katixa Agirre en Las madres no), pero también novelas y memorias en las que la figura de la madre va marcando una historia.

Pensar en la familia y la familiastra es también pensar en otras formas de ser y hacer familia. Pensar, por ejemplo, en las familias de amigos, los lazos que creamos con otras personas, que armamos con otras piezas (pienso, por ejemplo, en la importancia de los animales en nuestros círculos íntimos y cómo van asomándose también a las ficciones como en La perra, de Pilar Quintana, o en Fuera de quicio, de Karen Joy Fowler). Familias en las que siempre caben los fantasmas. Y en los libros como parte de esas familias, quizás completando lo que falta. La literatura como una familia extendida que, a veces, nos explica lo que somos o queremos ser. Así, por ejemplo, en su novela gráfica Fun Home, Alison Bechdel vuelve a la figura de su padre y, para entenderlo a él y su muerte, se acerca a obras literarias como En busca del tiempo perdido, de Proust (Bechdel también tiene otra novela gráfica sobre su mamá: ¿Eres mi madre?).

Para terminar, y considerando estos muchos meses de encierro, pienso también en el lugar que ocupan los objetos en nuestras vidas y las historias que cuentan (o podrían contar) de nosotros. Hay un libro extraordinario de la autora y artista canadiense Leanne Shapton, por ejemplo, en el que la historia de una pareja y su quiebre amoroso se cuenta a través de las fotografías y descripciones incluidas en el catálogo de una subasta a realizarse, irónicamente, un 14 de febrero. El libro se llama Important Artifacts and Personal Property from the Collection of Lenore Doolan and Harold Morris, Including Books, Street Fashion, and Jewelry y es brillante.

Pensar en la familia y la familiastra es también pensar en otras formas de ser y hacer familia. Pensar, por ejemplo, en las familias de amigos, los lazos que creamos con otras personas, que armamos con otras piezas (pienso, por ejemplo, en la importancia de los animales en nuestros círculos íntimos y cómo van asomándose también a las ficciones como en La perra, de Pilar Quintana, o en Fuera de quicio, de Karen Joy Fowler).

Una última imagen: estoy leyendo la biografía de Bert Lahr (quien interpretó al león en El Mago de Oz) escrita por su hijo, John, y en ella menciona cómo su padre nunca quiso ver la película con su familia. Una vez, de grande, logró aguantar algunos minutos frente al televisor, junto a sus hijos, pero, una vez que salió en pantalla, se fue del lugar. En la biografía, titulada Notes on a Cowardly Lion, el hijo habla de un padre distante, que se transformaba en sus papeles y luego era invadido por la oscuridad. Y cómo aún hoy, cada vez que ve una figurita o imagen del león de la película (y libro(s) de L. Frank Baum) en alguna tienda, él lo saluda: “Hola, papá”.

La familia como un inventario para perderse en él.

Y, también, el verdadero tornado.

There’s no place like home.

*María José Navia es escritora y académica en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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