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Cultura & Pop

28 de Octubre de 2021

Escribe Lina Meruane: Máscara mortuoria

Este fin de semana llega a las librerías el nuevo libro de Lina Meruane, "Palestina en pedazos" (Literatura Random House), que amplía y profundiza la reflexión que la autora inició en 2012, tras un viaje a Beit Jala que constituiría un paradójico volver a casa en nombre de quienes nunca pudieron regresar. Aquí, un extracto de la obra.

Por

Máscara mortuoria

cumplir una promesa

El número telefónico de las tías palestinas se me extravió en Berlín o antes en Nueva York. O quizá se me traspapeló en Santiago pero tampoco mis tías chilenas dieron con él. No hubo manera de anunciarme. Si había llegado una vez podría volver a llegar, comentó mi padre en un correo, y mi madre insistió en que no podía ser tan difícil y yo pensé que encontraría como fuera a las tías Abu Awad, esas tías que eran en rigor mis primas lejanas y a las que cinco años antes les había prometido regresar.

mapa de papel

Grecia se sumó a mis planes para la única tarde que nos habían dejado libres: nos iríamos juntas hasta Belén y ahí nos separaríamos: ella cruzaría hacia la vecina Jerusalén y yo partiría en dirección contraria, hacia Beit Jala. Empezamos a planificar el recorrido en un bar de Ramallah, dos copas y un mapa de papel entre nosotras. Es mejor el mapa en papel que en la pantalla, susurró Grecia: debíamos prescindir de los teléfonos por si estábamos siendo vigiladas sin saberlo. El algoritmo es un dispositivo de vigilancia, había advertido Germany en una cena. Cada vez que consultas una dirección, escribes un nombre, tecleas palabras como Palestina o sionismo o terrorismo se levantan alertas que quedan registradas por los algoritmos de vigilancia predictiva que están racialmente sesgados. Y porque ya sabíamos que estábamos siendo vigiladas de todas las maneras posibles, todo el tiempo, decidimos dejar los teléfonos en el hotel antes de partir. Yo me fiaba del sentido de orientación que Grecia había demostrado guiándome hacia bares nocturnos y del que yo carecía por completo. El ge-pe-ese no venía incluido en mi sistema cuando nací, y me toqué la cabeza con un dedo para indicarle a Grecia dónde estaba la ausencia, mientras el tuyo, y señalé su frente, es de última generación. Grecia asintió diciendo que llevaría su mapa porque una cosa era ser orientada y la otra era llegar al sitio sin haberlo visto antes.

pasaportes chilenos

Siguiendo a Grecia que iba siguiendo el plano de Ramallah recalamos en la estación de buses flanqueada por una cafetería de logo verde y redondo llamada Stars & Bucks que era y no era una cafetería americana. La calle estaba atestada de gente, mujeres destapadas o envueltas en trajes largos, y hombres, sobre todo hombres, comerciantes taxistas paseantes conductores de camionetas gritando a viva voz. Cada vez que preguntábamos cuál de esas camionetas amarillas como yemas hacía el trayecto a Belén nos indicaban camionetas que iban hacia otros pueblos que no eran ni Belén ni Beit Jala. No descartamos ninguna sugerencia, ni siquiera la de entrar al centro comercial y de tomar su ascensor hasta el último piso e internarnos por un oscuro estacionamiento. No podía ser ahí pero era: ahí estaban las camionetas que se dirigían a nuestro destino. Nos trepamos a una, nos sentamos en los dos asientos que quedaban junto a un muchacho árabe y salimos todos hacia la luz, hacia la carretera; si no encontrábamos obstáculos haríamos una hora hacia el sur. Y nos fuimos comentando el camino, discutiendo a quién le pertenecía esa ruta que estábamos recorriendo. Y fuimos especulando cómo sería la ciudad santa, cuánto nos tomaría darle una vuelta y visitar el templo o la cueva donde se supone que nació Cristo; todo eso antes de separarnos. Fue entonces que el muchacho árabe se animó a indagar de dónde éramos. De Grecia, dijo Grecia. De Chile, dije yo, entonando mi chilenidad, y entonces la cara árabe del muchacho palestino se iluminó. Yo también soy un poco chileno, chileno as of today, dijo en inglés. Y abriendo su mochila hizo aparecer un flamante pasaporte burdeos con letras doradas y el escudo dorado con su cóndor y su huemul que le habían mandado desde Santiago junto con un carné de identidad. Eran los mismos dos documentos que yo traía en mi mochila. Rápido intercambio de pasaportes, dedos veloces los míos por páginas vacías hasta que alcanzo su nombre: el muchacho ya chileno se llamaba Nicola Jadalah Tit pero el muchacho palestino me estaba diciendo que su nombre era Nicola Antón Hanna Khalil y que el apellido de su padre era Alteet. En Chile le habían dado el de la madre. Y aunque yo quería saber cómo era que el Servicio de Registro Civil e Identificación se había equivocado y vuelto a Nicola dos personas, cómo era que le habían revuelto los apellidos en pleno siglo XXI, me quedó vibrando otra inquietud en el tímpano. Tit… Alteet… ¿Eltit? ¡Sí!, exclamó, levantando un yes orgulloso. Alteet y Eltit eran el mismo nombre con pronombre incluido. Los tíos chilenos de la familia Tit venían de visita cada verano con sus pasaportes rojos, eran tan cercanos a su padre. Lo decía en inglés porque Nicola entendía tanto castellano como yo árabe, dos o tres palabras corteses. Pero yo insistía en ese Eltit porque era el apellido de la escritora descendiente de Beit Jala que había sido mi maestra. Con esa Eltit alguna vez yo había bromeado que nuestras familias debían de haber sido vecinas, tal vez teníamos parientes en común. Tal vez éramos primas lejanas, o ella era mi tía y no lo sabíamos. Y Diamela Eltit se había reído de esta idea que podía ser cierta: era tan pequeña Beit Jala en los años de la gran migración que las calles no necesitaban nombre ni las casas número. ¿Sabes quién es Diamela Eltit?, ¿la conoces?, le pregunté con entusiasmo y envidia de los Tit porque el apellido de ellos estaba acá y allá mientras el mío había desaparecido o nunca existió. ¿Diamila?, repitió él con cuidado, con esfuerzo intentando levantar capas de polvo de su memoria. Nooo, laa, laa, se mordía los labios y meneaba su cabeza envuelta en pelo negro, en barba negra y cerrada. No sabía quién era esa Diamela, no sabía que hubiera una escritora chilena tan importante con su apellido y sonrió achicando sus ojos también oscuros, avergonzado de no conocerla, de no haber oído nunca antes su nombre. Prometió consultar con su padre, que seguro sabría. Porque su padre había vivido varios años en Chile mientras él nunca había puesto un pie ahí.

asuntos cambiarios

Los últimos shekels se fueron en una dudosa transacción en la Basílica de la Natividad que pintaba de parroquia en plena reparación. En ese templo se habían descubierto mosaicos de oro bajo la cal, los muros estaban siendo limpiados con fondos europeos pero no era esa la gran atracción sino el pobre pesebre de las catacumbas donde, según se decía, había nacido Jesús. Había cientos de personas intentando descender al parche de tierra donde habían reposado los animales y José y la Virgen embarazada. La cola era larguísima pero los turistas esperaban lo que fuera para posar, por turnos de medio minuto, y estampar sus rostros multifacéticos en las cámaras. Y para apreciar la estrella que indicaba donde durmió el hijo de María que no era de José. Esa estrella que no se podía tocar. Todo eso lo advertía una página de turismo que Grecia había leído la noche anterior. La multitud era en efecto enorme y nosotras no teníamos tiempo que perder, ¿valdría la pena esperar? Nicola levantó los hombros y replicó, ¿éramos creyentes? Y nosotras nos miramos la una a la otra sin saber qué responder porque esa no era una cuestión de fe. No había pasado ni un minuto cuando un guía (que seguro nos había oído hablando en inglés) se acercó para ofrecer acortar nuestra espera por solo veinticinco shekels. Ni siquiera negocié esos diez dólares fariseos. Pagué por todos y me quedé sin cambio. Don’t work yourself, terció Nicola intentando consolarme con traducida torpeza, afuera encontraría cajeros. Y en efecto encontré uno pero ese cajero entregaba dinares jordanos que apenas servían para trámites oficiales. Y sin saber eso, sin calcular cuál era el cambio, yo saqué una cantidad enorme de esa moneda inservible. Don’t work yourself, repitió palestinamente Nicola, hay una solución, siempre hay una solución: podíamos acercarnos a una casa de cambio. Eso hicimos los tres, meternos en un local donde un hombre de larga barba manchada de canas y una notoria nariz tomó mis dinares con una mano de dedos estirados y con la misma me entregó el cambio. Debería darte 800, calculó Nicola levantando cejas de escándalo, porque ahí había apenas 600. Ese sí era un problema para el ingeniero Al Teet: empezaron a discutir agitando la lengua árabe mientras yo miraba de reojo a Grecia que se soplaba la chasquilla, desesperada de calor. El hombre de la barba que parecía postiza encontró una calculadora contra su voluntad, contraídos los músculos faciales, hundidas las comisuras, los dientes manchados de siglos, y ante la vigilancia palestina de ese Eltit ahora chileno procedió a golpear los números, a multiplicar y dividir cifras equivocadas que una vez corregidas acabaron siendo una fortuna en moneda israelí.

De Chile, dije yo, entonando mi chilenidad, y entonces la cara árabe del muchacho palestino se iluminó. Yo también soy un poco chileno, chileno as of today, dijo en inglés. Y abriendo su mochila hizo aparecer un flamante pasaporte burdeos con letras doradas y el escudo dorado con su cóndor y su huemul que le habían mandado desde Santiago junto con un carné de identidad.

el desconocido

Grecia se iría a Jerusalén, en un bus, yo me iría a Beit Jala, en otro. A Nicola lo vendría a recoger su padre: hablaba con él por teléfono mientras nosotras nos despedíamos y yo entresacaba de sus frases árabes a mis espaldas la palabra Chile. Chile. A cada tanto mi país arropado por esa lengua infranqueable para mí. Antón Alteet decía al otro lado de la línea que nunca había regresado a Chile, y quería conocerme, dijo Nicola traduciendo a su padre, quería llevarme a Beit Jala y dejarme en la plaza Chile junto a la casa de mis tías. Y aunque quizás no fuera recomendable subirse a un auto, no ya con un desconocido sino con dos, despedí a Grecia en el bus que ya partía y me fui caminando con Nicola hasta la esquina donde él y su padre habían quedado de encontrarse. Nos montamos en un auto que se venía abajo y ese hombre, ya mayor, me hizo sentar adelante para conversar conmigo en un castellano-chileno de acento palestino alternado con palabras francesas. Me dirigía esa mezcolanza con rapidez porque Beit Jala estaba tan cerca y Antón tenía tanto que decirme. Se detuvo minutos después. Esta es la plaza Chile. Dónde viven tus tías. Por allá, dije yo, apuntando con incertidumbre hacia una callecita. Tal vez fuera la otra calle. No estaba segura. Y a qué horas te esperan, preguntó Antón, pero a mí no me esperaba nadie. ¿Y cómo dijiste que era el nombre? Y yo repetí el apellido de las tías, los nombres de las dos, Maryam, Nuha. No las conozco, dijo Antón extrañado, y volteó hacia atrás, hacia su hijo, e intercambiaron un par de frases. Antón se disculpó: mira, no sé dónde están pero conozco a unas mujeres de esa familia y deben saber, pero es hora de comida, preparé unas alcaucil con carne y con, ¿cómo se dice?, su castellano demorándose, ¡arroz!, venga a almorzar a nuestra casa y te prometo que después te ayudo yo a buscarlas. Pensé en la hospitalidad palestina, en los cuatro platos que podían tragarse el poco tiempo que me iba quedando para la visita, pero pensé que iba a necesitar ayuda en ese territorio a la vez familiar e ignoto, y acepté advirtiéndole al padre en castellano y al hijo en inglés que no podría quedarme más de una hora. Hecho ese pacto el padre encendió el motor vetusto de su auto y nos fuimos a la casa de los Tit en la punta de un cerro.

una chica de beit jala

La plaza se llama Chile, le había dicho a Nicola que no la conocía o no la recordaba pero que estaba en el camino de los buses que pasan por Beit Jala; por ahí bajan, ahí me bajé yo cuando estuve en tu ciudad, insistí, dudando un poco, preguntándome si podíamos estar en distintos mapas. Hay un cartel muy grande escrito en árabe y en castellano, pero él levantó las cejas gruesas como cerdas, como si elevara los hombros, y cambiando de conversación me dijo: You look so much like a girl from Beit Jala. Y dijo que no solo era el pelo rizado y los ojos de almendra; era la forma de la risa, la facilidad de la risa, el modo de mover las manos al hablar.

ciudadanos de mundos

Me diría después, meses después y por escrito, que Antón no solo había vivido en Chile sino que en Francia Argelia Jordania Brasil, y que había pasado por Turquía Líbano Egipto Siria Libia Chipre Bulgaria Montecarlo Niza durante los veranos, cuando todavía les era fácil moverse. Lo difícil iba a ser el regreso. El padre era profesor y estaba enseñando en Argelia con su hermana cuando ella decidió casarse. Era 1967, el año de la guerra de apenas seis días cuyas consecuencias todavía se sienten. Era 1967, leí en el mensaje de Nicola, al padre y a la tía no los dejaron atravesar la frontera. 1967. El mismo año que mi abuelo, ya adulto, ya casado, ya padre de cinco hijos universitarios, ya ciudadano de la República de Chile, quiso en vano volver a visitar su casa palestina. Y puesto que el joven Antón tampoco pudo regresar a la suya desde Argelia, partió a Chile donde vivían y trabajaban sus tíos, los Tit. They used to work in bunnies iris with recollita, escribió Nicola en un correo electrónico y yo traduje, calle Buenos Aires con Recoleta. He lived near patronato, and his uncle used to live in rio dejunaro, que era Río de Janeiro. Comprendí que Nicola estaba transcribiendo lo que le escuchaba decir a Antón en árabe, en el teléfono, desde Palestina, porque era desde Omán que Nicola me escribía en inglés, y el párrafo cerraba en que he used to work in this area. Un año y medio había trabajado Antón con sus tíos en ese barrio textil entretejido por calles con nombres de ciudades, luego abrió su propio negocio de ropa. Chile era el país extranjero donde más tiempo había vivido, casi siete años, y ya había oficializado su ciudadanía chilena cuando regresó obligado por el abuelo Alteet que le prohibió pasar de los treinta en un país extranjero. Debía volver para casarse con una palestina y tener hijos palestinos y multiplicar las ramas del árbol genealógico. Así lo hizo Antón, en el momento preciso, justo después del golpe de Estado chileno.

alcauciles al almuerzo

Antón sirvió unas alcachofas tan deshojadas y rebanadas que no parecían alcauciles, salvo por el sabor. Nicola enterró su tenedor en el plato como si metiera una moneda en una alcancía y yo pregunté por la madre, que existía, me había saludado al llegar pero andaba sola por la sala arrastrando un vestido azul y nosotros, sin ella, ya estábamos comiendo. Nicola levantó su cuchillo hasta la garganta y simuló un corte horizontal para indicarme que la operarían a la mañana siguiente. Estaba en ayunas, la madre, en ascuas. Apenas unos minutos después se apersonó ella en la cocina con cara de circunstancia y un pañuelo alrededor del cuello: su mal estaba ahí abajo, en la tiroides que le iban a extirpar. Mi mente se detuvo en esa glándula deforme, en el cartílago, en la tráquea de la madre que podía perder la voz, en los músculos y huesos obligados a mantener la cabeza unida al resto de su cuerpo. Debía pensar en otra cosa, comerme esos corazones de alcachofa en esa salsa roja de tomates, tragarme sin esfuerzo los gajos de la naranja que me pusieron sobre un plato. Terminamos de comer junto a ella. Antón miró la hora: empezaba a hacerse tarde.

Pensé en la hospitalidad palestina, en los cuatro platos que podían tragarse el poco tiempo que me iba quedando para la visita, pero pensé que iba a necesitar ayuda en ese territorio a la vez familiar e ignoto, y acepté advirtiéndole al padre en castellano y al hijo en inglés que no podría quedarme más de una hora.

laberinto de un apellido

Y dimos vueltas a varias esquinas pero mis tías no estaban donde yo las dejé en mi recuerdo. Las calles eran todas iguales. Las casas, de indistinguible piedra amarillenta, se mezclaban con las casas que yo había fotografiado pero no podía recurrir a comparaciones porque mi teléfono estaba muerto. Toqué un timbre cualquiera. Abrió un muchacho sin polera que parecía sacado de una siesta y encogiéndose de hombros me dio a entender que no conocía a esas hermanas Abu Awad por las que yo estaba preguntando. Y dimos otra vuelta más pero la casa de mi memoria se había esfumado. Antón me consoló en su castellano casi chileno, mira, no te preocupas para nada, lo resolvemos al tiro. Él conocía a varios Abu Awad, que eran muchos pero todos eran los mismos. Iríamos a sus casas, preguntaríamos por ellas. ¿Estaba yo segura de que era ese el apellido? Pero ya mi seguridad estaba tan perdida como la casa que buscaba. Anduvimos otro poco en ese auto añoso con Nicola en el asiento trasero y llegamos a una residencia de piedra con puertas adelante al costado detrás y las tocamos todas con los nudillos y después con la palma de la mano hasta que se asomó una joven mujer con tres hijos colgando de distintas partes de su cuerpo. Algo le decía Antón mientras ella me miraba y yo a ella con los mismos ojos, debía ser prima mía, otra prima lejanísima. Y vi que ella asentía pero luego negaba con la cabeza y volvía a mirarme y yo a ella, buscando un parentesco que no encontré. Y vi que Antón asentía levemente y se daba vuelta hacia mí y me decía que mi tía o nuestra tía estaba muerta. Y como si una tía no pudiera morirse, como si cinco años no fueran tiempo suficiente para morir, como si la muerte misma no fuera posible, yo insistí en que debía estar equivocada esta prima desconocida y llena de hijos, debía tratarse de otra Abu Awad, de otra tía suya, de ella, no mía, o también mía pero no la que yo andaba buscando. Y empecé a describir a la tía bajita de gruesa cintura y pelo negro, es nieta de mi tía abuela Emilia o Jamile, estuvo en Chile hace años, habla castellano o un poco de castellano, lo decía todo en el presente de la existencia negándome al pasado, ese pasado en el que ella había deseado que volviéramos a encontrarnos. Había usado, mi tía, un Insha’Allah que había sonado a plegaria. Insistí: tiene una hermana más joven, más alta, más delgada que nunca salió de Beit Jala… Antón traducía y la prima, sus hijos correteando alrededor, continuaba asintiendo, sin duda, era ella, ella, esa tía se había muerto hacía meses de un cáncer cerebral.

no decir

Ya no podré decirle a mi tía lo que tenía preparado para ella. No podré contarle que mi padre y mis tías han decidido venir o volver a Palestina, a Beit Jala, a tocar como yo la puerta de su casa. No le contaré que fue la lectura del libro que escribí después de conocerlas lo que acabó por convencer a mi padre, o que quizás fue la insistencia de mi madre lo que lo convenció, o que tal vez fue mi hermano-el-mayor quien lo logró al organizar el viaje porque también él quiere ver lo que yo he visto pero no quiere verlo solo, como yo, sino acompañado de nuestros padres y tías y de su mujer chilena de apellido árabe. No podré hacerle a Maryam ese anuncio que la hubiera hecho feliz.

máscara mortuoria

La casa me resulta distinta. La gente es otra. Entra por la puerta un hermano de Maryam que no se parece en nada a ella ni tampoco a mi padre, y que vive con sus hijos en un segundo piso que yo no visité. Nos sentamos en la cocina donde su mujer palestina prepara la cena y me sonríe cada vez que me mira, me dispara unas palabras castellanas rescatadas de los años, ya lejanos, que vivió en Honduras. Él, que solo habla su lengua propia, repite mi nombre una y otra vez alargando tiernamente las vocales, Liiinaaa, Liiinaaa, como si quisiera traducir los nombres de mi abuela italiana, Lina, y de mi madre, María Lina, ese Lina que yo heredé sin saber que era tan mediterráneo y común, mi Lina vuelto árabe en su boca. A la Liiinaaa de Beit Jala que ahora soy Emil le ofrece naranjas que él mismo pela y café que él mismo prepara. A falta de otras palabras, esos gestos. Y veo que hace varias llamadas por su celular y unos minutos después empieza a llegar el resto de la familia que todavía vive. Lucía se sienta junto a mí y quiere decirme que hay un hermano de ellos en el sur de Chile. Decirme que otra hermana, porque fueron ocho, no podrá venir a conocerme, que algunos ya están muertos mientras yo trato de decirles a todos que pronto llegarán mi padre, mi madre, mis dos tías, mi hermano y su mujer a visitarlos, y veo que solo la mujer de mi tío entiende porque cierra los ojos imaginando lo que va a cocinar para agasajar a la familia chilena que no conoce. Y está diciéndome algo pero entra otra mujer, otra tía que es otra prima mía y por un momento creo ver a Nuha en ese rostro y después estoy segura de que es Nuha con cinco años de tristeza impresos en su piel. Nuha me mira un instante, me reconoce al siguiente, y me abraza como si yo fuera la hija pródiga que responde a su abrazo. Su cuerpo se agita despacio pero pronto está llorando en el hueso de mi hombro, hipando sin la más mínima compasión. Y yo quisiera acompañarla con mi pena pero no encuentro ninguna lágrima. Dentro de mí solo hay una alegría inconmensurable: estoy dichosa de verla, dichosa de haberla encontrado, dichosa de estar conociendo a estos otros miembros de mi tribu perdida. Y tal vez por eso querría que Nuha no hiciera eso que está haciendo ahora, apartarse de mí, secarse los ojos, alisarse el vestido con las manos. Rebuscar su teléfono y encenderlo. A falta de palabras para comunicarme su desdicha, me lo entrega, me indica la pantalla con el dedo y hace rodar un video de Maryam aún viva. El dedo implacable de Nuha me obliga a observar ese rostro familiar completamente hinchado de medicamentos. Su rostro transformado en la máscara terrible que su enfermedad le ha entregado, la que Maryam se llevará puesta a la tumba.

Título: Palestina en pedazos
Autora: Lina Meruane
Sello: Literatura Random House
N° de págs.: 348
P.V.P.: $15.000

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