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Cultura & Pop

5 de Noviembre de 2021

Extracto: Detalles del ejército entrenado en el extranjero para matar a Pinochet

Búlgaros, una impactante y exhaustiva investigación periodística ganadora del Premio Literario 2020 Escrituras de la Memoria del Ministerio de las Culturas en la categoría obra inédita, llega ahora a librerías publicada por el sello Aguilar. Aquí, un extracto de la obra.

Por

El domingo 31 de enero fue uno de los días más calurosos de 1988. Bajo el sol agonizante que comenzaba a despedirse de Santiago, Carlitos se encontraba fumando a la salida de la estación del metro Pila de Ganso, lugar donde debía encontrarse con el estudiante de Filosofía Nelson Garrido, jefe de un grupo de tareas del Frente en Estación Central.

Cuando Garrido llegó acompañado de una persona desconocida —que además portaba un bolso—, el oficial tiró el cigarro al suelo y lo pisó con furia.

—Buenas —saludó sonriente el estudiante de Filosofía, extendiéndole la mano.

—¿Qué es lo que está pasando aquí? —indagó Carlitos sin corresponderle el saludo—. ¿Por qué chucha no me dijiste que había otra persona metida de por medio?

—Lo siento, no tuve tiempo de avisar, pero de todas formas no se preocupe, el compañero es de confianza.

—Bueno, suelta eso —dijo el oficial de tupido bigote arrebatando con violencia el bolso en el que portaban dos subfusiles Uzi y tres revólveres calibre treinta y ocho—. Esto es lo que vamos a hacer ahora: tú y tu compadre se van adelante y yo los escolto detrás, pero nosotros no nos conocemos.

Al llegar a la casa de seguridad donde discutirían el plan —un departamento dúplex ubicado en la Villa Portales de Estación Central—, los esperaban dos integrantes más del grupo de tareas que ejecutaría la acción: el estudiante de Ingeniería de la Universidad de Chile Fernando Villalón, de veintidós años, y Claudio Paredes, militante de la juventud comunista que cumplía los dieciocho ese mismo día.

Garrido había violado una norma elemental de la lucha clandestina, apareciéndose en el punto de encuentro con un desconocido que, además, portaba el armamento. Carlitos no terminó de indignarse cuando al inspeccionar el sitio descubrió que el departamento no cumplía con las condiciones para ser considerado una casa de seguridad, principalmente por el hecho de tener una sola puerta de entrada y salida y ninguna otra vía de escape. Sin embargo, no había vuelta atrás y en ese mismo lugar debían iniciar la maniobra.

Antes que el sol se ocultara por completo, el resignado oficial, siguiendo la ritualidad rodriguista, mandó a colocar en una pared del departamento la bandera de la organización y en posición firme cantaron a susurros el himno del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Sin discurso motivacional ni arenga, Carlitos y los integrantes del grupo armado subieron al segundo nivel del dúplex, mientras que al acompañante de Garrido le ordenaron que esperara en la parte de abajo.

Sobre la mesa desplegaron un plano. El objetivo de la acción era instalar cinco kilos de explosivos ANFO y cinco de amongelatina, con cargas tipo vietnamita, en un lugar por el cual iba a pasar Pinochet, que esa noche concurriría a una actividad en la Municipalidad de Peñalolén.

El oficial formado en Europa del Este colocó el bolso sobre la mesa, distribuyó el armamento y comenzaron a planificar la acción al lado de cargas explosivas que se hallaban amontonadas en un rincón de la habitación.

Revisaban el teatro de operaciones cuando asomó la cabeza en el segundo nivel el joven que se apareció con Garrido, quien haciendo un leve gesto para no interrumpir pidió hablar con su amigo. Carlitos se llevó ambas manos a la cabeza y le dijo a Garrido que atendiera a su compañero de una vez y se reincorporara a la planificación.

Sin abandonar la improvisada sala de reuniones, el estudiante de Filosofía conversó con su acompañante, quien repentinamente se echó a llorar.

—¡¿Y ahora qué pasa?! —indagó molesto el oficial.

—Compañero, sucede que mi amigo se quiere ir —respondió Garrido.

—¿Cómo que se quiere ir? Si el huevón es de tu grupo, sabe cómo funcionan estas cosas y de aquí no se mueve nadie hasta que se ejecute la acción.

—Ese es el problema, el compañero no pertenece al Frente —retrucó el estudiante de Filosofía, y antes que Carlitos estallara en ira, intentó explicarse—, pero simpatiza con la causa, es un compa de la universidad que me acompañó hasta la estación de metro.

—Por favor, usted, quien quiera que sea, baje ahora mismo y espere sentado hasta que terminemos —ordenó Carlitos, mirando fijamente al joven que lloraba ansioso.

Cuando el acompañante de Garrido los dejó solos en el segundo nivel, el oficial formado en Europa del Este no aguantó más y entre insultos y gritos desató su enojo:

—¡¿Cómo se te ocurre traer a alguien que no es del Frente a una acción armada que va a realizar el Frente?! —recriminó golpeando la mesa.

Tras sermonearlos por minutos, convenció a todos de que no se podía echar marcha atrás y había que ejecutar la acción esa misma noche. Al terminar de repasar los últimos detalles del operativo, Carlitos se puso de pie para sacar de su pantalón el diminuto papel donde había anotado el teléfono del puesto médico en caso de que hubieran heridos. Solo al estar así notó lo que su baja estatura y la alta mesa de madera donde apoyaban el mapa le impedían ver: desde el rincón donde estaban amontonadas las cargas explosivas estaba saliendo un hilo de humo.

¡Buuum!

Al abrir los ojos sintió que estaba en el infierno. Había escombros, humo, fuego, vidrios quebrados, jirones de ropas, sangre y restos humanos por todas partes. Su propio cuerpo, bigote y rostro estaban quemados. Las murallas de concreto que sostenían el lugar se habían desmoronado con la explosión. No tenía sus lentes y por ningún lado había rastro ni del subfusil Uzi, ni de la mesa donde lo había dejado antes del estallido. Tampoco escuchó gritos de dolor, ni de auxilio, ni quejas, ni la respiración de los tres jóvenes frentistas a quienes segundos atrás acababa de recriminar por las normas incumplidas.

Carlitos llevaba un año en Chile y había tomado experiencia en el denominado «trabajo militar clandestino», siendo parte de la estructura del Frente que continuó bajo la tutela del Partido Comunista tras la división con la facción autónoma.

De su paso por Nicaragua y su especialización en la Academia Militar Georgi Stoykov Rakovski de Sofía, en la Bulgaria socialista —una institución donde se formaban a oficiales de Estado Mayor—, le asignaron ingresar a Chile, donde llegó a ser jefe de la estructura del Frente Patriótico Manuel Rodríguez destinada a Santiago. Como tal, tuvo que instruir en aquella zona a gran parte de los combatientes más jóvenes y a las milicias del Partido Comunista durante los últimos años de la dictadura.

A fines de enero de 1988, el oficial encabezaba una desconocida operación clandestina junto a un grupo de jóvenes. Aunque la CNI informó que tras la explosión hallaron un dibujo con tinta verde de una casa de cambio del sector oriente, la realidad es que esa noche el objetivo era hacer volar por los cielos al general Pinochet, tal y como la ETA lo había hecho en la Operación Ogro, matando con explosivos en diciembre de 1973 a Luis Carrero Blanco, el almirante destinado a perpetuar el régimen franquista.

Carlitos se disponía a entregar el número del puesto médico, cuando se percató del humo que salía entre las cargas tipo vietnamita.

—¡Salgan, va a explotar! —alcanzó a decir el oficial antes de lanzarse por las escaleras, pero cuando recobró el conocimiento, el departamento ya no existía, ni los tres muchachos del Frente ni tampoco estaba el acompañante de Garrido en el primer piso.

El dúplex de Villa Portales había quedado a cielo abierto, todos los vidrios del edificio se quebraron, sesenta departamentos sufrieron daños superficiales y quince quedaron con daños estructurales.

Aunque la onda expansiva le había quemado la cara, al tirarse por las escaleras hacia el entrepiso el oficial quedó protegido por una muralla que le salvó la vida.

Apenas pudiéndose mover, se inspeccionó las orejas. Descubrió que de ambas emanaba sangre, ignorando en ese momento que la detonación le había destruido los tímpanos. Lentamente se puso de pie en plena oscuridad, eran ya pasadas las diez y media de la noche y el número 409, al igual que todo el block 10 y el resto de los blocks que colindaban con el lugar, habían quedado en penumbras luego de que con la explosión se reventara un transformador ubicado frente al departamento.

—¡¿Hay alguien vivo?! ¡¿Algún herido?! —preguntó en medio de la penumbra, y ante la inexistente respuesta, supuso que todos habían muerto.

A pesar del impacto de haber estado ahí, siendo testigo directo del final de aquellos jóvenes, Carlitos sabía que debía abandonar cuanto antes ese lugar. La explosión que detonó en pleno domingo se llegó a oír en el centro de Santiago y puso en alerta al régimen y a todos sus organismos.

El oficial se aproximó aturdido hacia la derrumbada puerta de salida y al caminar un par de metros por el pasillo del edificio debió meterse entre medio de dos hombres vestidos con chaquetas de cuero, que tumbados en el piso se le quedaron mirando.

El pasillo ubicado a la salida del departamento, más que corredor, parecía túnel sin fin, un oscuro laberinto interminable. Cojeando, se alejó de los sujetos tirados afuera del dúplex, pero al distanciarse uno de ellos le gritó: «¡Párate ahí, conchetumadre!».

Carlitos se echó a correr por el pasillo-laberinto y al encontrar las escaleras se abalanzó por ellas a toda velocidad. Fue ahí cuando se cruzó con un vecino de la villa que subía raudo hacia el cuarto piso con un extintor entre las manos para sofocar lo que él creía que era una explosión producto de alguna fuga de gas. El vecino le alcanzó a decir que estaba quemado, y sin responderle, el oficial se quitó la camisa y la lanzó por las escaleras. Al ver al pequeño hombre carbonizado, huyendo a toda velocidad de dos personas armadas que lo venían siguiendo, el vecino regresó a su departamento y no salió más.

«¡Bang, bang!». Se oyeron dos disparos. El oficial formado en Bulgaria apenas movió la cabeza para asegurarse de por dónde lo seguían, pero a sus espaldas, sin lentes y a oscuras, no lograba distinguir nada.

«¡Bang!». Otro disparo pegó en la baranda de la escalera a metros de él, y sin pensarlo más, saltó desde el tercer piso hacia la planta baja. Para su suerte, amortiguó su caída un pequeño jardín de flores que ornamentaban el edificio, pero eso no evitó que en el acto se le quebraran tres vértebras.

Oyendo vagamente los gritos del vecindario, el ulular de las sirenas del cuerpo de bomberos y los pasos de quienes lo venían siguiendo, se hizo la promesa de escapar. Ni las quemaduras en su rostro, ni la fractura, ni la caída lo detendrían. Se puso de pie como pudo y balanceó su cuerpo herido por los blocks hacia la calle Las Encinas.

Entre las luces que lograba distinguir, notó que se aproximaba a lo lejos un vehículo. Con la persecución a su espalda y sacando un revólver del pantalón, apuntó al parabrisas del auto, que disminuyó la velocidad frente a él.

—¡Párate, huevón! —gritó y, sin dejar de apuntar con el arma al conductor, se percató de que se trataba de un taxi, ideal para el escape.

—Compadre, no tengo plata, si quieres revisa —respondió con unas temblorosas manos alzadas el taxista. Casi sin fuerzas, el oficial se subió al asiento trasero del vehículo.

—¡Sácame de aquí! —exigió Carlitos, clavándole el arma en la nuca.

—¿Lo llevo a la posta?

—¡No, huevón! ¡Sácame ahora mismo de aquí, conchetumadre! —exigió amenazante, y cuando el taxi se puso en marcha, bajó el arma debilitado.

—Bueno, mejor recuéstese atrás —recomendó el conductor, suponiendo que aquel hombre herido, con el rostro quemado, sin camisa y a punto de desmayarse preferiría evadir el seguimiento de la policía—. En Portales vi unos pacos, así que voy a darme la vuelta por El Arrayán para que podamos salir de la villa.

Transitaron distintas calles hasta abandonar el sector. Fue ahí cuando el fugitivo le pidió al taxista que lo llevara a una dirección en Villa Francia. Al bajarse del auto, con las pocas fuerzas que tenía, el oficial se acercó hasta la ventanilla del conductor.

—Muera piola —dijo Carlitos, haciéndole el gesto de que cerrara la boca—. Memoricé la patente, y si algo ocurre, mis amigos sabrán que fue por su culpa.

—No se preocupe, tranquilo, ahora mismo limpiaré el auto y a usted nunca lo he visto en mi vida —afirmó nervioso el conductor, que rápidamente se marchó del lugar.

Al momento de tocar la puerta en aquella vivienda perteneciente a una pareja de médicos que colaboraban con el Frente, el oficial sentía que ya no le quedaban fuerzas. Se tumbó con el cuerpo sobre la entrada, balanceó el arma para golpear la madera, pero cuando le abrieron se desplomó.

En el sitio donde buscó refugio le administraron calmantes y al día siguiente lo llevaron a una casa de seguridad, donde permaneció acompañado veinticuatro horas por un pequeño grupo de personas armadas. Luego, lo refugió el músico Mauricio Redolés, justo cuando Carlitos se había transformado en el hombre más buscado del país.

FICHA TÉCNICA:
Título: Búlgaros. El ejército entrenado para matar a Pinochet 
Autor: Mauricio Leandro Osorio 
Sello: Aguilar
N° de páginas: 352
P.V.P.: $16.000
Mauricio Leandro Osorio (La Habana, 1987) Periodista, licenciado en Comunicación Social y Magíster (c) en Comunicación Política en la Universidad de Chile. Es corresponsal en defensa de la Academia de Guerra del Ejército de Chile. Ha cubierto las movilizaciones sociales en Chile, el desarme de los campamentos de la guerrilla FARC y el proceso de implementación del Acuerdo de Paz en Colombia. Fue asesor y miembro de los equipos comunicacionales de candidatos presidenciales en Colombia, Bolivia, Perú y Chile. Sus trabajos han sido publicados por El Desconcierto, Opera Mundi y La Tercera.

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