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9 de Diciembre de 2021

El abrazo que demoró ocho décadas: Dos amigas separadas por el Holocausto que torcieron el destino

La imagen es un collage con diferentes fotos de Ana María y Betty

Esta es una historia con un final feliz. La de dos mujeres -Anne Marie e Ilse- que huyeron de la Segunda Guerra Mundial a los nueve años, cambiaron sus nombres a Ana María y Betty, formaron familias en Chile y EE.UU., se dedicaron a contar sus vidas y, después de 82 años, volvieron a verse en noviembre pasado. Un reencuentro improbable.

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Se dice que en octubre las temperaturas en Berlín oscilan entre los 7º y los 14º C. Pero en aquel octubre de 1939, lo que Anne Marie Wahrenberg y su mejor amiga, Ilse, más sintieron fue frío. Como si una helada recorriera sus vasos sanguíneos y les arrebatara de pronto la inocencia y la infancia, a sus apenas nueve años.

Ese mes, debajo de un árbol y en el patio del colegio ubicado en la calle Klopstockstrasse, Anne Marie e Ilse sintieron como si estuvieran viviendo en el más largo de los inviernos mientras se abrazaban. Sabían que se trataba de una despedida. Las lágrimas corrían por sus rostros, mientras sus cuerpos no se atrevían ni a moverse. Si les hubiesen dicho que podrían haber estado así por siempre, lo hubiesen hecho. Se hubiesen convertido en una estatua.

Pero eso no fue lo que pasó. El padre de Ilse, después de un tiempo que se les hizo efímero, pero que a los demás se les hizo eterno, las separó. En medio de lágrimas, aquellas mejores amigas se dijeron wiedersehen (hasta luego), sin saber si alguna vez se volverían a ver.

Anne Marie. Gentileza del Museo Interactivo Judío
Ilse. Gentileza de Jennifer Grebenschikoff

Pasaron el Holocausto; la Guerra Civil Española; la transmisión del primer largometraje a color (“Blancanieves y los siete enanitos”); la Batalla de Stalingrado; el suicidio de Hitler; la detonación de las bombas de Hiroshima y Nagasaki; el fin de la Segunda Guerra Mundial; el Juicio de Nuremberg; la creación de la ONU; el inicio de la Guerra Fría; el asesinato de Gandhi; la firma del Pacto de Varsovia; la creación de la NASA; la revolución cubana; el terremoto de Valdivia; la construcción del muro de Berlín; el asesinato de Kennedy; la Revolución Cultural de Mao; la Primavera de Praga; el asesinato de Martín Luther King; la llegada del ser humano a la Luna; la elección y derrocamiento de Allende; la separación de los Beatles; el intento de asesinato de Juan Pablo II, y las dos todavía no se habían encontrado.

Ese mes, debajo de un árbol y en el patio del colegio ubicado en la calle Klopstockstrasse, Anne Marie e Ilse sintieron como si estuvieran viviendo en el más largo de los inviernos mientras se abrazaban.

Pasaron entonces la Guerra de las Malvinas; el desastre de Chernóbil; la caída del muro de Berlín; el fin de la Guerra Fría y de la URSS; la resurrección de la democracia en Chile; el fallecimiento de Freddie Mercury; el ataque terrorista a la embajada de Israel en Argentina; el acuerdo de paz israelí-palestino en Washington; el inicio de la Unión Europea; la clonación de Dolly; la irrupción de Putin en Rusia; el ataque terrorista a las Torres Gemelas en EE.UU.; la primera mujer presidenta de Chile; la crisis económica y financiera mundial; el primer afrodescendiente presidente de EE.UU.; la renuncia de un Papa; la crisis de los refugiados en Europa; el Brexit; el estallido social en Latinoamérica (…) y Anne Marie e Ilse todavía no volvían a verse.

Hace falta pensar en muchos hitos más que marcaron la historia de la Humanidad y de ellas dos a nivel personal para dimensionar cuánto tiempo pasó hasta que Anne Marie e Ilse se abrazaran nuevamente. Porque 82 años no se pueden resumir fácilmente. Y mucho menos en un reportaje.

***

Wahrenberg sabía que después del 9 de noviembre de 1938 su vida jamás volvería a ser igual. Sus padres eran judíos por nacimiento, pero ella nunca se había dado cuenta de lo que eso podría significar hasta esa noche, cuando alrededor de las 18:00 sintió que tocaban el timbre, abrió la puerta y vio a un par de bototos negros muy conocidos, los de los soldados de la S.S. Y luego, el saludo maldito: heil Hitler.

Esa noche, su padre, Hans Wahrenberg, fue detenido. Pese a que era alemán y a que había luchado en la Primera Guerra Mundial por Alemania -conflicto en el cual perdió a su hermano Fritz-. Pese a que todavía tenía contacto con muchos militares de aquel entonces, incluyendo a su comandante, Helmuth Von Donop.

Hans Wahrenberg

Aunque Anne Marie no supiera, esa noche -la famosa Noche de los Cristales Rotos– otros 30.000 judíos como su papá fueron detenidos. Era el inicio de una larga persecución contra su pueblo.

“De ahí mi vida cambió. Porque uno madura de golpe y porrazo”, dice hoy.

Si antes de eso, Anne Marie era una hija única, parte de una familia normal que los domingos salía a los bosques y lagos de Berlín, ahora ya no era vista así. Ahora, tendría que vivir, sin salir después de las 19:00 a las calles, sin andar en las veredas, sin ocupar los bancos de los parques, sin columpiarse en los espacios públicos, sin ir a un restaurant, sin saludar a los vecinos que no fueran, como ella, judíos.

Con esas dificultades, Anne Marie fue afianzando cada vez más su amistad con Ilse, también judía. “Ningún otro niño de ocho años se aferraba tanto a su amiguito como nosotros lo hacíamos, porque nosotros estábamos privados de tantas cosas que necesitábamos a personas que vivieran lo mismo que nosotros”, cuenta.

Wahrenberg sabía que después del 9 de noviembre de 1938 su vida jamás volvería a ser igual.

“No puedo decir que dimensionáramos lo que estaba ocurriendo, pero nos visitábamos mucho porque no nos podíamos ir a ninguna otra parte. Jugábamos a la mamá y al papá, a cocinar, a juegos de dados, a lo que fuera”, detalla.

Tras 28 días en que Hans estuvo detenido en el campo de concentración de Sachsenhausen y en los que su esposa, Frieda Jacoby, prácticamente no pudo comer ni hablar, la familia sabía que se tenía que ir de Alemania. Pero se demoraron casi un año en tomar la decisión final.

Frieda Jacoby

“La decisión nos costó mucho, porque uno estaba con sus raíces en Alemania y nosotros teníamos a toda la familia: los hermanos de mi mamá, la hermana de mi papá, las abuelitas, el abuelito, estaban todos allá. No era como llegar y decir ‘ya, vámonos los tres’. Pero al final, después de que mi papá regresó del campo de concentración, sabíamos que nos teníamos que ir”, dice.

Sus opciones eran Haití y China, pero finalmente, tras una serie de trámites migratorios, y del abrazo de despedida con Ilse, Anne Marie llegó a Chile. En pleno gobierno de Pedro Aguirre Cerda, ella y su familia eran tres de los entre 13.000 y 15.000 judíos que vinieron al país durante los años del Holocausto.

Anne Marie y su madre en el barco camino a Chile. Gentileza del Museo Interactivo Judío.

***

A Santiago llegó con poco y nada. Estaba a punto de cumplir 10 años y traía consigo, entre pocas pertenencias, un pequeño cuaderno de poesías en el cual sus amigas le habían escrito palabras de cariño y recuerdo por si se separaban.

El cuaderno de Anne Marie. Crédito: Amanda Marton
El cuaderno de Anne Marie. Crédito: Amanda Marton

Hoy, a punto de cumplir 92 años, Ana María -como es conocida en Chile- todavía trae consigo ese cuaderno. En su departamento, a pasos de la Avenida Vitacura, en Santiago, lo muestra como si fuera un tesoro. En una de las páginas, se lee un texto en alemán firmado por la pequeña Ilse.

Dice así:

Cuando tú tomes esta libretita en tiempos lejanos, acuérdate lo lindo que fue tenernos de amigas.

Ese mensaje la acompañó en ese período en que este país era algo completamente ajeno. Principalmente en esos primeros años, cuando vivió en una pieza de una pensión en la calle Merced; estudió en el Liceo Americano; su madre trabajaba llenando botellas en un laboratorio y luego en una carnicería en la calle Chacabuco que les “convenía” mucho porque “nos daban carne y salchichones para llevar a la casa”.

Año tras año, Ana María se iba dando más cuenta de todo lo que le habían arrebatado a su familia. Pero también año tras año agradecía estar en Chile porque “nadie nos amenazaba, y por mucho que fuera difícil, yo me sentí acogida y tranquila”.

-¿Por qué?

-Porque ya nadie nos podía tocar la puerta y llevarse a mi papá. Entonces yo podía acostarme a dormir y sabía que iba a amanecer al lado de mis padres al día siguiente. Eso te da tranquilidad, aunque no tengas juguetes, aunque no tengas chocolates, aunque no tengas amigos. Nada es más importante que tener, en familia, esa seguridad y libertad.

***

1945. Ana María tenía 15 años. Se terminó la Segunda Guerra Mundial.

-¿Pensaron en regresar a Alemania?

­-(Se pone seria) No, nunca.

Año tras año, Ana María se iba dando más cuenta de todo lo que le habían arrebatado a su familia. Pero también año tras año agradecía estar en Chile porque “nadie nos amenazaba, y por mucho que fuera difícil, yo me sentí acogida y tranquila”.

Fue recién cuando se terminó el conflicto que Ana María, Hans y Frieda se enteraron del fallecimiento de todos sus familiares en campos de exterminio, la mayoría murió en el de Treblinka.

Tras enterarse de eso, Ana María leyó varias veces más las cartas y memorias que traía consigo. Una de ellas, de su abuela, fechada en 1942.

Empezaba así:

Mi querida y dulce niña,

Con gusto cumplo con tu deseo de escribir unos versos para ti, porque no sé si alguna vez en la vida podré volver a escribirte o verte, a pesar de que no hay nada que anhele más. Solo por un corto momento pediría tenerlos cerca de mí.

La carta de la abuela de Ana María. Crédito: Amanda Marton

-Al enterarse de lo ocurrido con todos sus familiares, ¿pensó en sus amistades también?

-Sí.

-¿Y qué se imaginó?

-Lo peor.

Pero no era ese el caso de Ilse, aunque Ana María sólo lo vendría a saber alrededor de 75 años después, tras terminar el colegio, estudiar Corte y Confección, iniciar un taller de ropa infantil, ser empleada en una librería alemana, casarse, tener dos hijos, seis nietos, 10 bisnietos, viajar a Berlín, publicar su autobiografía “El ave fénix”, buscar a su amiga en Google y no encontrarla, y empezar a dictar charlas en distintos locales.

***

Hace poco más de cinco años, Ana María tomó la decisión de contar su historia personal a niños y adolescentes. Lo hizo de la mano del Museo Interactivo Judío en Chile, donde es voluntaria, y con un propósito común a quienes son miembros de esa comunidad: no permitir que a nadie se le olvide lo que ocurrió en los primeros años del siglo XX.

“Estoy dando charlas para los colegios, para contarle a los niños, para que nunca más se repitan estas cosas. Los niños no pueden imaginarse siquiera…. Y si lo leen en un libro de Historia, como que no les entra. ¿Te fijas tú?  Pero si yo les cuento que no me pude columpiar, eso les llega. Soy una memoria viva”, comenta Ana María.

-¿Teme que algo similar vuelva a ocurrir?

Sí, por supuesto. Me gusta conectarme con las nuevas generaciones para que esto no se repita nunca más.

-¿Cree que eso sería posible?

-El ser humano es muy fácil de convencer de elegir el camino errado. Por eso haré esas charlas siempre que pueda.

Una de ellas fue poco más de un año, en un seminario web organizado por la Red Latinoamericana para la Enseñanza de la Shoah. Ahí, Ana María contó detalladamente su historia. Y el corazón de Ita Gordon latió más fuerte.

Ita habla español con fluidez y es indexadora de la Fundación Shoah, una organización sin fines de lucro que produce y conserva testimonios audiovisuales de sobrevivientes del Holocausto.

“Estoy dando charlas para los colegios, para contarle a los niños, para que nunca más se repitan estas cosas. Los niños no pueden imaginarse siquiera…. Y si lo leen en un libro de Historia, como que no les entra. ¿Te fijas tú?  Pero si yo les cuento que no me pude columpiar, eso les llega. Soy una memoria viva”, comenta Ana María.

Al escuchar a Ana María, Gordon supo que ya había escuchado una historia similar, de dos amigas alejadas por la Segunda Guerra Mundial que, en su último día juntas, se habían abrazado fuertemente debajo de un árbol en el patio del colegio ubicado en la calle Klopstockstrasse.

Después de escribir el nombre de Ana María junto con varias palabras clave, incluido el de la escuela en la que las dos amigas asistían en Berlín, Ita encontró un testimonio dado en 1997 por una mujer que residía en EE.UU. y que había huido a Shanghai desde la Alemania nazi en 1939: el de Ilse.

Ilse en camino a Shangai. Gentileza de Jennifer Grebenschikoff.

***

“Yo digo que Ita es nuestro ángel. Yo la tengo en un pedestal, porque uno puede escuchar muchos testimonios, pero ella paró la oreja y supo que mi historia coincidía con otra que ya había escuchado, entre las miles que tiene la Fundación Shoah”, dice Ana María, añadiendo que durante más de ocho décadas las dos amigas no se habían podido encontrar en internet porque así como ella había españolizado su nombre, Ilse pasó a llamarse Betty Grebenschikoff.

-Cuando supo que su amiga de la infancia estaba viva, ¿qué fue lo que sintió?

-Sentí como si hubiese recibido un gran regalo.

Cuando todos estaban seguros de que Betty era Ilse, que Ana María era Anne Marie, y que las dos eran las mejores amigas separadas en octubre de 1939, decidieron hacer un reencuentro.

El primero de ellos fue a fines de 2020, por zoom. “La Fundación Shoah y nuestros hijos nos ayudaron. Se organizó de tal manera que el primer impacto fue vernos solas las dos y reconocernos. Y después de no sé cuánto rato nuestros hijos, nietos, bisnietos se conectaron al zoom también. Vimos a todo nuestro legado vivo. Fue increíblemente hermoso”, relata Ana María.

A los asistentes les llamaron la atención varias cosas: tanto Ana María como Betty se vestían parecido, hablaban parecido, tenían ya 91 años y estaban perfectamente lúcidas, con buena memoria. Sabían todos que eso era prácticamente imposible. Como esa clase de coincidencia que sólo ocurre en las películas.

Después de ese primer encuentro virtual, las dos amigas organizaron citas dominicales por internet. Se juntaban a tomar desayuno, contar historias, conversar: “Y el 23 de diciembre del año pasado, para el cumpleaños de Betty, yo puse la mesa pensando en dos personas: dos tazas, la cafetera, un pan de pascua, etc., para ‘celebrar’ su cumpleaños con ella. Fue muy lindo. Ha sido muy lindo, porque sentíamos que teníamos contacto inmediato, que no hubo ninguna duda sobre quienes éramos…”

-¿Cómo si no hubiesen pasado ocho décadas?

-Sí.

Conscientes de que sus madres tenían que verse en persona, los hijos de Ana María y Betty organizaron, junto con la Fundación Shoah, el encuentro, el que fue varias veces aplazado por la pandemia.

Hasta que un día, el hijo de Ana María le sorprendió diciéndole que había comprado los pasajes a Estados Unidos para la primera semana de noviembre de 2021.

***

-¿A dónde llegaron?

A Miami.

-¿Y ahí se encontraron con Betty?

-No. Yo ahí le avisé -por supuesto, que con WhatsApp es tan fácil ahora-, y reservamos un hotel cerca de su casa, en San Petersburgo (una ciudad en Florida). Ella me pidió que la avisara cuando estuviésemos llegando, pero nos fuimos en auto y en el camino nos tocó una lluvia espantosa.

A los asistentes les llamaron la atención varias cosas: tanto Ana María como Betty se vestían parecido, hablaban parecido, tenían ya 91 años y estaban perfectamente lúcidas, con buena memoria. Sabían todos que eso era prácticamente imposible. Como esa clase de coincidencia que sólo ocurre en las películas.

-¿Estaba ansiosa?

-Sí, claro. Entonces, cuando le dije que faltaban como 20 minutos más o menos, ella me dijo: ‘Ya, nos vamos a ir con mi hija a esperarte en el hotel’. Bueno, y ahí llegamos. Hubo un pequeño problema ahí con las piezas que me habían asignado, y mi hijo se encontró en la recepción con la Betty y con su hija, quienes lo ayudaron a arreglar el asunto y después Víctor (su hijo) subió a mi pieza y me dijo: “En la pieza de nosotros está la Betty”. Así que Betty ya se había escurrido ahí con su hija y estaban en la pieza esperándome.

Luego, Víctor abrió la puerta. La hija de Betty tenía una máquina fotográfica en las manos, mirándolos de frente. Víctor también tenía otra. Ambos hicieron click mientras Betty y Ana María se acercaron la una a la otra. “Nos quedamos mirando, nos tocamos las manos, luego el brazo y después nos abrazamos”, recuerda.

Crédito: IMRS.

¿Cómo fue ese abrazo?

Uff. Estábamos las dos muy, muy agradecidas de que esto pudiera a ser. Porque es demasiado, demasiado. En realidad, uno no puede digerir algo así. Si es muy fuerte para un oyente, imagínate para una de nosotras. Pero de esta vez no derramamos ni una lágrima.

Durante esos cinco días en San Petersburgo, Ana María y Betty fueron a tomar champaña -cada una guarda un corcho hasta hoy-, conversaron, se rieron, recordaron. Recordaron mucho. “La Bety me dijo que ella se acuerda de cómo llegó mi papá del campo de concentración. Eso me conmovió mucho porque no hay nadie en este mundo que esté vivo, aparte de mí, que se acuerde de mi papá”, cuenta.

También se acordaron de anécdotas de una infancia lejana en Berlín. De cuando, en una clase de ballet, viendo lo torpes que eran sus hijas para el baile, las madres de Ana María y Betty se rieron fuerte en un ensayo y la maestra las echó de la sala. De lo “mandona” que era Ana María. De cuando una de ellas dijo que supuestamente no importaba que comieran muchos dulces o que uno se pusiera los pies sobre la mesa y la madre de Betty las regañó por esa actitud…

-¿Se hicieron cortos esos días?

Sí. Pero ninguna de las dos es de quejarse, ninguna dice ‘ay, que fue poco, ah, que esto, que lo otro’. No, las dos muy agradecidas. Fue lo justo. Hicimos todo lo que lo que quisimos hacer y quedamos tranquilas.

¿Cómo fue volver a despedirse?

Estábamos sonrientes. Dijimos: ‘¡Qué bueno que pudimos juntarnos!’

¿Espera volver a verla en persona y abrazarla?

-No.

-¿Por qué?

-Porque tenemos noventa y dos años. Esto ya fue algo excepcional… Yo creo que… Cumplimos con esto de tocarnos otra vez.

Vestida con los colores de Chile, la tierra que la acogió, con un libro y la carta de Betty en sus manos, Ana María vuelve a sonreír. Respira hondo e insiste: “No, no, no, no… No puede ser, oye, eso de vernos en persona nuevamente. Hay que ser aterrizada. Esto ya fue especial, ya fue un regalo, no hay que exagerar tampoco, no se puede pedir más, ya más no se puede pedir”.

Ana María en su departamento en Santiago. Crédito: Amanda Marton.

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