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Opinión

21 de Mayo de 2011

Cultura, Creatividad y Desarrollo

De un tema vasto y complejo como son las políticas culturales emerge la interrogante acerca de por qué el Estado debe apoyar la cultura, de si le cabe diseñar e implementar políticas públicas para la cultura o de si debe simplemente dejar que la propia sociedad regule su acción. La respuesta encierra en si misma […]

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De un tema vasto y complejo como son las políticas culturales emerge la interrogante acerca de por qué el Estado debe apoyar la cultura, de si le cabe diseñar e implementar políticas públicas para la cultura o de si debe simplemente dejar que la propia sociedad regule su acción.

La respuesta encierra en si misma una definición: hemos establecido un contrato social como nación en el que la cultura es un bien social y, por tanto, un valor a resguardar y fomentar.

Resuelta esta primera interrogante por medio de la creación de una institucionalidad especial para el sector cultural el año 2003 -el CNCA-, la segunda interrogante que emerge es respecto del rol que cabe al Estado en la práctica como productor activo de cultura o uno subsidiario, como creador de incentivos.

La experiencia histórica de regímenes de excepción o pseudo democracias personalistas señalan que la primera conlleva, en el mejor de los casos, al paternalismo o, en el más peligroso, al dirigismo que la utilitariza con fines ideologizantes o propagandísticos.

La segunda, en cambio – aquella que propugna que su rol debe estar en proveer de estímulos e incentivos- fomenta el desarrollo y participación de distintos actores culturales y la sociedad civil permitiendo que la producción cultural se vuelva dinámica, diversa y sustentable.

Así las alianzas público-privadas en las que la sociedad civil adquiere responsabilidad y compromiso en su propio desarrollo cultural, tienden a ser más participativas, profundas y duraderas en el tiempo evitando la transitoriedad de banderas de diverso signo y reduciendo el peligro de la captura política.

La discusión mundial acerca de la implementación de políticas de cultura tiene poco más de cuarenta años y las formas de intervención estatal – separando los programas que cada país desarrolla según sus necesidades especificas- se pueden dividir de manera genérica en dos: directas o indirectas.

Son directas aquellas transferencias de capital o a través de la disposición de recursos por vía de fondos concursables a los sectores; son indirectas aquellas realizadas por medio de exenciones tributarias específicas a ciertas áreas. La gradación e intensidad dentro de estas dos modalidades atiende con frecuencia a la adopción de un modelo híbrido- Chile es uno de esos casos- que responde a la idiosincrasia y realidad local, lo que hace difícil establecer modelos virtuosos y comparables.

Asimismo, en el mundo de países pertenecientes a la OCDE – al que Chile ha hecho su ingreso- hay nuevos factores que entran en consideración. El masivo aumento en el volumen de transmisión de datos y el levantamiento de las barreras comerciales producido por las nuevas tecnologías han empoderando al usuario transformándolo, ya no solo en un espectador, si no en un actor dialogante; el acortamiento de las jornadas de trabajo en la medida que aumenta la productividad, el mayor tiempo de esparcimiento y las mediciones estadísticas de factores cualitativos como la felicidad, en desmedro de aquellas que miden rendimientos exclusivamente económicos, indican que el sector cultural asociado al mejoramiento de la calidad de vida ha adquirido una inusitada relevancia para las personas.

Por otra parte, producto del encarecimiento de mano de obra y de la escasez de recursos naturales, hoy economías del mundo desarrollado como Finlandia, Corea o Dinamarca que evolucionan hacia las llamadas “economías creativas” que por medio de legislaciones y políticas públicas transversales, permiten que sectores culturales e industrias creativas hagan un creciente aporte económico.

De este modo, la conservadora concepción que restringe a la cultura sólo al arte y al patrimonio muta hacia una de espectro más amplio basada en el talento de grupos o individuos dando vida a ideas asociadas al campo de la innovación. Así, los desarrollos de aplicaciones tecnológicas, la creación y licencias de software, desarrollo de video juegos, el diseño industrial aplicado a la vida doméstica, la moda, los desarrollos urbanísticos centrados en el patrimonio o la vida cultural en las ciudades, las creaciones arquitectónicas aplicadas en el mejoramiento de la vida en comunidades vulnerables, la implementación de programas de innovación en educación artística como parte del estímulo a la lectura y mejoramiento de las habilidades cognitivas o emprendimientos de gastronomía originaria ligada al turismo cultural, solo por dar algunos ejemplos, son parte de un crisol nuevo y esperanzador que se abre respecto de las posibilidades de sustentabilidad del sector cultural y del desarrollo del país.

El rumbo es claro: la experiencia comparada indica que si queremos dejar de ser un país pobre nuestra cultura debe estar en el centro de nuestro desarrollo. La pobreza es también una condición cultural que determina nuestras relaciones sociales, familiares, nuestras opciones de vida, hábitos de consumo y, finalmente, nuestra opción de ser más libres y elegir nuestro propio destino.

Un país más culto, suele ser más desarrollado, un país más desarrollado suele también ser más libre.

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