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2 de Enero de 2009

Libros 2008: Más fome que chupar clavos

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El 2008 fue, en general, un año más en la larga lista de años anónimos, o idénticos; fue el año donde se asistió una vez más a la charada del Premio Nacional, cuyo sistema premia la longevidad y no el talento. El año en que, a cinco años de su muerte, Bolaño se consagró definitivamente en EE.UU., al punto que, de estar vivo, se encontraría en la encrucijada de vivir en Blanes o en Hollywood.

Entre aquellas novelas meritorias está “Synco”, de Jorge Baradit. Quizá su mayor valor estribe en imaginar otra realidad para Chile donde la tecnología está en el centro de todo. Lamentablemente, Baradit se ha rebajado al nivel de Ampuero al quejarse sobre la incomprensión crítica. Habría que recordarle que una vez publicada, su novela ya no es enteramente suya, sino de todos quienes la leen.

“El fumador y otros relatos”, de Marcelo Lillo, supone el resultado de años de experimentación y trabajo por parte de su autor. La primera lectura confirma que no fueron años perdidos. La segunda, en cambio, menos emocional y más racional, sirve para explicar por qué un émulo imperfecto, como lo es cualquier imitación, funciona en Chile: Lillo comprendió exitosamente buena parte de la narrativa norteamericana, trasladando sus códigos a suelo nacional.

Reunidos bajo el poco feliz título de “Escombros”, la reedición de los ensayos y notas de Martín Cerda es una muestra de que hurgando en la literatura chilena, y ni siquiera demasiado profundamente, hay joyas que pueden ser desenterradas. Cerda, quien publicó en forma de libro poco y nada en vida, elabora una forma de autobiografía intelectual en cada uno de sus ensayos.

“La fábrica”,de Guillermo Tejeda,es un libro vital sobre la transición chilena desde el lugar de un artista que no le huye a la industrialización. Roberto Merino, en “Luces de reconocimiento”, recopila buena parte de sus ensayos sobre literatura chilena y el resultado, como su prosa, es de un éxito sin estridencias. Los libros de Bisama, “Cien” y “Música marciana”, son libros fundamentales en la trayectoria de un escritor que, y esto es algo que buena parte de la crítica no ve o no quiere ver, ha hecho de su obra literalmente un ”work in progress”.

“Los Pinochet Boys” es una revisión ineludible del punk chileno; “Papá y mamá” una novela de Leo Marcazzolo en clave Marcazzolo. Dos disparejas novelas ”Carta a Roque Dalton” y “Balmaceda”-de Isidora Aguirre recuerdan que en Chile todavía existe la narrativa política a la antigua. Y Pedro Lemebel, con “Serenata cafiola”, confirma que sigue siendo Pedro Lemebel.

A veinte años de su muerte, el 2008 se supo casi definitivamente que Enrique Lihn es inmortal. “Poesía de paso”, “Batman en Chile” y “Textos sobre arte” -dos reediciones y una compilación-son muestras de que hay Lihn para rato. Jorge Edwards, viejo amigo del poeta, se añade a esta espontánea fiesta de la memoria: “La casa de Dostoievski” es un ejercicio deficiente sobre un poeta extraordinario.

De afuera, del mundo, hay mucho. “En el café de la juventud perdida”, de Patrick Modiano, es un libro de una economía narrativa que advierte la crisis de las muchas palabras. De Haruki Murakami llegaron un volumen de cuentos y “After dark”, una novela tan obviamente murakamiana que decepciona. Paul Auster retoma su extraviado crédito con “Un hombre en la oscuridad”. Joao Gilberto Nöll es un partidario de la violencia simbólica y las náuseas de la condición humana, y “Harmada” lo debería hacer un escritor de cabecera para los aspirantes a Holden Caulfield del trópico. Escasean las publicaciones chilenas de escritores extranjeros, con excepciones notables, como la fantástica iniciativa de Tajamar de reeditar “El gran arte”, de Rubem Fonseca, un libro violento y soberbio.

Auxiliado por el fantasma de Nabokov,“La casa de los encuentros” es posiblemente lo mejor que Martin Amis ha escrito después de “Dinero”. Y “El infinito viajar”, de Claudio Magris, es casi sin lugar a dudas el mejor libro de viajes de todo el año. Demoledoramente elegante, pausado y reflexivo.

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