Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

17 de Febrero de 2012

Una historia malvinense de reverberaciones borgeanas

“Hubieran sido amigos pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiados famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno Abel.” (Fragmento del poema “Juan López y John Ward”, de Jorge Luis Borges) Hasta hace unas cuantas décadas, esparcidos en algunas remotas estancias patagónicas habitaban unos ancianos […]

Carlos Parker
Carlos Parker
Por

“Hubieran sido amigos pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiados famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno Abel.”

(Fragmento del poema “Juan López y John Ward”, de Jorge Luis Borges)

Hasta hace unas cuantas décadas, esparcidos en algunas remotas estancias patagónicas habitaban unos ancianos y taciturnos personajes, a quienes los lugareños llamaban genéricamente como “los míster”. Una vez conocí a uno de ellos, sobreviviente de muchos inviernos inclementes y de extenuantes faenas ganaderas, debía de tener para entonces unos ochenta años o más. Le recuerdo nítidamente como un hombre de cabellos intensamente blancos, piel curtida por el sol y la ventisca y ojos acuosos, que hablaba español con un fuerte acento británico, y que no parecía en absoluto interesado en entablar una conversación. Sino en mantenerse concentrado en sus pensamientos y recuerdos, con los ojos entrecerrados escrutando el horizonte inconmensurable y monótono de rudos pastizales y ovejas que parecía abarcarlo todo.

El míster de mis recuerdos, como varios otros de su rara especie, llegó a esos remotos y bellos parajes a principios del siglo pasado como ovejero experto, proveniente de Inglaterra o de Nueva Zelanda, y se quedó allí, varado para siempre. El míster y sus congéneres habían seguido la estela aventurera de los Hamilton, los Sanders, los Jameson, los Mac Lean y los Mac George. Los “pioneers” que introdujeron en esas tierras patagónicas, chilenas y argentinas, el ganado ovino de lana larga, conocido como “corriedale” el cual habían transportado trabajosamente desde Las Islas Malvinas hasta la Isla Grande de Tierra del Fuego, y desde allí al continente, a partir de 1880.

Esos ingleses, (escoceses, galeses e irlandeses) junto a suecos, daneses belgas, franceses y especialmente croatas, dotaron a Magallanes y a la Patagonia toda de los rasgos particulares, culturales y hasta fisonómicos, que hacen distintos y especiales a los habitantes de las tierras del extremo sur de Chile.

Esos territorios bravíos y hostiles, donde se cultiva y se aprecia el especial sabor agridulce del “ruibarb”, y en donde los más ancianos descendientes de esos inmigrantes aventureros, como mi propio padre. Carlos Parker Casanova, hoy a poco de cumplir los 95 años, insiste en llamar “jam” a la mermelada.

Por esos mismos años, en 1843 y como un presagio, llegaron los primeros chilotes, los que constituirían poco más tarde y hasta ahora, la otra parte esencial de la ecuación demográfica magallanica.

Fue con motivo del arribo de la Goleta Ancud, comandada por John Williams Wilson y tripulada enteramente por chilotes y chilotas, la que luego de un periplo plagado de sacrificios y vicisitudes, recaló por fin para cumplir con la misión de tomar posesión del Estrecho de Magallanes.

La mayoría de las más antiguas familias magallánicas tiene hasta hoy apellidos mixtos. Casi siempre de origen europeo por parte del padre, y de origen chilote por parte de la madre. En Magallanes abundan los Martinovic-Muñoz; los Morrison-López, los González-Jakcic, los Cvitanic-Guajardo, los Mc Pershon –Subriabre, los Martnell-Otey y otras combinaciones semejantes. Las que ilustran y traducen esta extraña y particular mixtura de humanidad, fruto de las circunstancias históricas y de continuas y sucesivas inmigraciones de distintos orígenes.

Algunos pocos integrantes de la familia Almonacid, naturales de la zona de Calbuco, ciudad culturalmente chilota aunque situada al otro lado del Canal de Chacao, llegaron a Punta Arenas a fines de los años cuarenta. Con ellos llegó mi madre, sus hermanas y algunos primos a buscarse la vida, probablemente a bordo de la mítica motonave Navarino, cuyos huesos oxidados deben yacer hundidos en algún lugar remoto. Algunos de mis parientes se quedaron en Punta Arenas para siempre, otros continuaron su periplo aventurero en busca de mejores horizontes.

Fue el caso de Orlando Almonacid, primo hermano de mi madre, quien un día de 1960 decidió partir a las Islas Malvinas, donde se quedó a vivir para siempre. Recuerdo al tío Nano como una especie de Viejo Pascuero que se aparecía de pronto y sin aviso previo, cargado de regalos alucinantes para los sobrinos. Después desaparecía por largos días, hasta que reaparecía de sus correrías por lugares poco santos, casi justo cuando debía regresar a lo que yo imaginaba como el lugar remoto en que él habitaba, y que el llamaba sonoramente como “Stanley”. A medida que pasaban los años, sus visitas comenzaron a espaciarse, y recuerdo que cada vez que veía su rostro rubicundo y siempre alegre, más era evidente su dificultad para hablar el español. Orlando se había convertido en un “kelper”, en su caso, en una mezcla rara de chilote e inglés. Un habitante de las Islas Malvinas, a las que el llamaba Falklands.

Su hermano Humberto, en cambio, prefirió emigrar a la Argentina. Tal y como en un momento lo hicieron decenas de miles de chilenos y chilenas, buscando granjearse un futuro para sí mismos y para sus hijos. Muchos se establecieron en Río Gallegos, pero los más optaron por Comodoro Rivadavia, en la provincia de Chubut. Ciudad y pueblos aledaños donde hasta hoy habita la más numerosa comunidad de ciudadanos de origen chileno de cuantas pueblan la extensa geografía de las sucesivas y cuantiosas migraciones chilenas a la República Argentina.

Del matrimonio de Humberto Almonacid y Maria Vargas, también chilena, nacieron dos hijos. Mario el mayor, logró postergar por un período “la colimba”, como llaman en la Argentina al Servicio Militar Obligatorio. Pero en 1981ya no pudo hacerlo, y fue llamado a filas en la Infantería de Marina.

Había transcurrido poco más de un año de servicio cuando la dictadura militar argentina decidió invadir las Islas Malvinas, o Falklands, como prefería llamarlas nuestro tío Orlando. Mario, de escasos 22 años, fue mandado al frente de batalla sin más trámite. Poco más de una semana antes de iniciadas oficialmente las hostilidades entre argentinos y británicos, su unidad fue enviada a bordo de una nave de guerra porta helicópteros, la que zarpó desde Puerto Belgrano, con dirección a Puerto Grytviquen, en la Isla San Pedro del pequeño archipiélago de las Georgias del Sur, como parte de la llamada “Operación Georgias”.

Dicen los cronistas de guerra que Mario descendía de un helicóptero Puma cuando fue alcanzado por un certero disparo proveniente de un destacamento de la guarnición británica que custodiaba el lugar. Eran las 7.30 de la mañana del 3 de abril de 1982, y Mario Almonacid Vargas, nacido en Comodoro Rivadavia, República Argentina, e hijo de padre y madre chilenos oriundos de Calbuco, se convertía por obra de la casualidad y el cruce de destinos, en el primer soldado argentino muerto en combate en la Guerra de las Malvinas.

Juan López pudo haber sido el otro nombre de Mario, y el de los otros centenares de jóvenes inocentes como el mismo que le siguieron en la ruta inevitable hacia muerte. O quizás su nombre pudo haber sido Abel, o quizás Caín, como en el famoso poema que Borges le dedicó a este conflicto.

Pudo llamarse John Ward quién le dio el fogonazo mortal, o tal vez Morrison, Mc Lean o quizás Sanders. Incluso su matador hasta pudo apellidarse Parker.

Quizás en los ojos claros del anciano míster ovejero de mi infancia patagónica haya habido algún atisbo remoto del tirador. Algún vínculo borgeano, disparatado, secreto e inimaginable. De esos que la vida misma nos ofrece a cada paso, muchas veces sin que nos demos cuenta.

Nunca conocí a Mario, mi sobrino argentino y soldado. Llegue recién a saber de él y de su particular historia cuando habían transcurrido más de dos décadas de su muerte. Pero recorrí emocionado la calle que lleva su nombre y visité la escuela que le honra, en la ciudad que le vio nacer.

Mario murió en la Guerra de las Malvinas. Esa guerra que su tío Orlando llama Guerra de las Falklands, mientras sueña y medita en inglés sobre estas cosas extraordinarias en Port Stanley. Ese puerto que Mario nunca llegó a llamar Puerto Argentino.

Notas relacionadas