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Cultura

21 de Septiembre de 2008

El diario de Agustín: dominio registrado

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En 1979, cuando llegué a estudiar en una pequeña universidad perdida en los bosques de Ohio, jamás pensaba que me iba a encontrar con otro chileno. Pero en Kenyon –fue una de las primeras cosas que me contaron— sí había otro compatriota. Pregunté cómo se llamaba.

-Felipe Edwards— ¿lo conoces?

Como yo había recién salido de Chile medio traumatizado a lumazos y patadas, el asunto no me dejó indiferente. Contesté que no lo conocía, pero que algo sabía de la familia Edwards. Charles Piano, el profesor que me llevaba en su auto desde la estación de buses de Columbus, me dijo con su acento mexicanizado: “Se dice que su padre es dueño de medio Chile”. Seguramente me sonreí mientras pasaba la vista por el verde casi cegador de los campos de Ohio.

Por Roberto Castillo Sandoval

Kenyon es una universidad pequeña, la arquetípica “ciudad en la colina” donde todo el mundo se topa en algún momento, así que no tardé en conocer a Felipe en persona. Era un muchacho flaco, algo tímido, muy amable, vestido al más puro estilo preppy: camisa Oxford medio arrugada, pantalones kakhi, mocasines. Al intercambiar un par de palabras con él, me di cuenta de que el castellano era su idioma doméstico, el de la intimidad familiar, y que se sentía raro hablándolo en público en la universidad. Se había ido a vivir a Estados Unidos luego de la elección de Allende y había hecho toda su educación en la costa este. No era distinguible entre su grupo de amigos de la fraternidad, DKE, Delta Kappa Epsilon (los Dekes), la misma exclusiva agrupación a la que pertenecen los hombres de la dinastía Bush.

Felipe se especializaba en historia, si mal no recuerdo. Poco después de haberlo conocido, me empezó a llegar con puntualidad anglosajona un ejemplar de El Mercurio Internacional, un resumen semanal de las noticias de Chile. En esa época, cuando comunicarse con Chile era caro y difícil, la cuota de noticias era un regalo muy apreciado. Felipe nunca me mencionó la subscripción gratis, que me duró hasta que me gradué de esa universidad. Yo tampoco se la agradecí, por un orgullo tonto. (Si lees estas líneas, te doy las gracias, Felipe).

Una vez hubo en la universidad una conferencia sobre derechos humanos, a la que venía como panelista un pastor chileno del Consejo Mundial de Iglesias, Joel Gajardo. Después de una de las charlas, Felipe se acercó a conversar con Joel. Yo me colé de curioso. Fue una conversación memorable, en la que Felipe confesó no saber nada de lo que había pasado en Chile después del golpe. Habló –no sé si fue sinceridad o inocencia calculada—de los militares que circulaban por la casa de su padre y de cómo jamás se imaginó que esa misma gente fuera capaz de cometer atrocidades como las que se habían denunciado. Parecían tan buena gente. Joel empezó a hacer un trabajo de relojería con su manejo de datos específicos.

Ya adentrados en la conversación, el pastor se las arregló para mencionarle a Felipe el caso de los 119 desaparecidos, que años más tarde se conocería como la “Operación Colombo”. Con un tacto que yo jamás hubiera sido capaz de sostener, Gajardo le dio a Edwards “just the facts”: los hechos sin adorno de una de las historias más tenebrosas de la dictadura.

El gobierno de Pinochet, presionado desde el exterior, entregó a la opinión pública internacional una lista de 100 hombres y 19 mujeres que estaban libres, viviendo en el exterior, y que jamás habrían sido detenidos por los organismos de represión. La mayoría de ellos eran jóvenes, de menos de 30 años. Los familiares y la Iglesia (el Comité Pro-Paz) aseguraban, por su parte, que habían sido detenidos por civiles armados o por uniformados, y nadie había sabido de ellos desde que se los llevaron: estaban desaparecidos. La palabra empezaba a formar parte del léxico chileno.

Se acercaba la hora de una visita a Chile de una comisión especial de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. El gobierno de Pinochet armó entonces un montaje digno de una operación de espionaje cinematográfica, para apuntalar su versión de los hechos.

El primer paso del plan fue preparar el camino mediático a través de una serie de artículos en la prensa chilena. Según estos reportajes, la extrema izquierda (un llamado “Ejército Liberador de los Andes”) chilena se estaría preparando en el extranjero, principalmente en Argentina, para invadir el país y encender la mecha revolucionaria. Los artículos de prensa citan fuentes confidenciales pero “confiables” y dan números: 2000 miristas se entrenaban en Salta; 50 extremistas fueron detenidos al cruzar la frontera en Talca; otros destacamentos guerrilleros habrían penetrado con éxito a territorio chileno.

El segundo paso consistió en inventar un par de revistas y diarios falsos, publicados en Brasil, Argentina y México, donde se confirma la presencia de los extremistas chilenos en diversos lugares de América Latina y en Francia. Se identificaba entre ellos a varios de los que en Chile se denunciaban como desaparecidos. El golpe sensacionalista fue que los guerrilleros chilenos se estarían matando entre ellos, por venganzas y rivalidades políticas. El titular de portada La Segunda del 24 de julio de 1975 culmina la maniobra de manera brutal: “Exterminados como ratones”. En la misma portada se reafirma el mensaje: “ ‘Moribundo jerarca UP juega hasta baby-fútbol’”. En el interior del diario, donde se reitera la metáfora de la portada (“Exterminan como ratas a miristas”), La Segunda entrega los nombres de los muertos en enfrentamientos con la policía argentina, todos en la lista de los 119 que había presentado la dictadura como prueba de su inocencia.

Si La Segunda usa el tono sensacionalista, El Mercurio remata la operación con un toque de sobriedad editorial:

“los políticos y periodistas extranjeros que tantas veces se preguntaron por la suerte de estos miembros del MIR y culparon al gobierno de la desaparición de muchos de ellos, tienen ahora la explicación que rehusaron aceptar”.

El editorial del 27 de julio de 1975 merece un estudio aparte.

Ahí El Mercurio pontifica acerca de la violencia:

“los violentos acaban por caer víctimas del terror ciego e implacable que provocan y, puestos en ese camino, ya nadie ni nada puede detenerlos”.

Felipe Edwards del Río escuchó las líneas generales de esta historia con mucha atención y con cortesía. Prometió informarse más al respecto, y le agradeció a Joel la oportunidad de conversar sobre Chile. Parecía genuinamente conmovido por lo que acababa de escuchar.

No supe más de él hasta el día de la graduación que compartimos. En el prado junto a Ascension Hall, a la sombra de unos robles, me presentó a su padre y a su madre. El famoso Dunny no me dio mucha bola. Tenía cara de dolor estomacal y miraba el reloj con impaciencia en la breve conversación. La madre me preguntó si yo era mexicano.

-Aquí estamos entre chilenos— le dije.
-Ah, es que usted tiene cara de mexicano— dijo ella.

Al rato los vi alejarse en su limusina. Felipe iba a entrar a trabajar para El Mercurio como reportero. Le perdí la pista durante muchos años. Cuando detuvieron a Pinochet en Londres, El Mercurio lo mandó a cubrir el caso. Después un conocido me contó que lo había visto en Chicago. Me imagino que después habrá tomado su lugar de mando en la empresa familiar.

Me acordé de todo esto al enterarme que los abogados de la familia Edwards han intentado obstaculizar la publicidad de un documental llamado El diario de Agustín por medio de cuestionar el registro del dominio internet eldiariodeagustin.cl, arguyendo que “los valores y principios difundidos a través de sus publicaciones se verán afectados” si el dominio queda en manos de los documentalistas (que lo habían registrado primero).

Antes de esto, los abogados de la familia habían frenado el registro de numerosos dominios de internet para el documental, hasta que El diario de Agustín fue aprobado por la juez árbitro Janett Fuentealba de NIC Chile. A pesar de haber perdido la batalla del registro de internet, los esfuerzos de la familia Edwards para boicotear el documental dirigido por Ignacio Agüero no han cejado. Los distribuidores de la película no han podido hasta ahora encontrar una sala para estrenarla o exhibirla, hecho que adjudican a las presiones ejercidas por la empresa El Mercurio.

La película es el producto del trabajo de investigación de varios estudiantes de periodismo, y aparte del caso de los 119 ya mencionado, detalla la relación de los diarios de la empresa El Mercurio con las falsas informaciones difundidas acerca de dos otros casos representativos.

Uno es la muerte de la militante comunista Marta Ugarte, cuyo cadáver fue encontrado la playa La Ballena, entre Los Molles y Los Vilos (IV Región) el 12 de septiembre de 1976. Alrededor de su cuello todavía tenía amarrado el alambre con que fue estrangulada antes de ser arrojada al mar desde un helicóptero del ejército de Chile. La periodista Beatriz Undurraga, de El Mercurio, se encargó de inventar, con asesoría directa de la DINA, un nuevo cuento que fue difundido por todos los diarios de Agustín Edwards en Chile: el asesinato de Marta Ugarte se trataría un crimen pasional. (No era la primera vez que la prensa afín a la dictadura usaba este recurso, aunque en la primera etapa del caso de los 119 lo habían hecho al revés: el asesinato por celos de un oficial del ejército en Talca fue atribuido a un enfrentamiento con subversivos).

El tercer caso que se examina en el documental se refiere a la responsabilidad que le cabría Agustín Edwards Eastman, el Dunny, en la confusa secuencia de denuncias que resultó en la detención y tortura de dos jóvenes inocentes que fueron arrestados por la DINA. El arresto se produjo en la madrugada del 9 de abril de 1987, el mismo día en que el El Mercurio aparecía en los quioscos con el titular: “Identificados los violentistas del PC en el parque”. La noticia se refería a los incidentes que se desataron durante la misa oficiada por Carol Woytila en el Parque O’Higgins y que la dictadura intentó achacar a violentistas de izquierda. Los desacuerdos entre la CNI, el ministro Secretario General de Gobierno Francisco Cuadra, y Agustín Edwards acerca de la procedencia de unas fotografías tomadas en el parque sazonaron un caso judicial que todavía no se resuelve del todo. El Dunny decía que se las había entregado la CNI, mientras que el gobierno decía que las fotos habían venido de El Mercurio.

No extraña que El Mercurio quiera impedir la difusión de este documental, dado que establece cómo la empresa de Agustín Edwards ha utilizado su poder mediático para fines políticos en estos y otros casos, a la vez que proclama seriedad y objetividad. Si yo fuera Ignacio Agüero o uno de los investigadores que trabajaron en la película, tomaría esta resistencia como señal inequívoca de que lograron sacar a la luz algo que asusta (o tal vez avergüenza, si uno es optimista) a los dueños del Diario de Agustín.

Se me olvidaba mencionar un dato, y aquí termino este posteo. (Escribo con una media sonrisa de incredulidad estas palabras). Cuando Felipe Edwards, mi antiguo compañero de universidad, participó en una conferencia en Chicago en el 2003, dijo que:

“un periodista en Chile puede enfrentar desafíos cotidianos de censura gubernamental […] o aun la amenaza de ser encarcelado o asesinado por su trabajo”.

Lindas palabras, sin duda. Al parecer algún efecto tuvo esa lejana conversación en Ohio, pero seguro que lo estoy soñando.

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