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Opinión

25 de Julio de 2009

Fernando Atria, abogado constitucionalista: “La Constitución le da poder de veto a la derecha”

De acuerdo, este no es un tema fácil. Pero déjeme decirle que lo que pasa y no pasa con la Constitución es muy relevante para su vida. Uno se olvida, porque la Constitución es como la cancha donde se enfrentan los equipos y a uno le interesa el partido. Pero hay cosas que no andan […]

Juan Andrés Guzmán
Juan Andrés Guzmán
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De acuerdo, este no es un tema fácil. Pero déjeme decirle que lo que pasa y no pasa con la Constitución es muy relevante para su vida. Uno se olvida, porque la Constitución es como la cancha donde se enfrentan los equipos y a uno le interesa el partido. Pero hay cosas que no andan bien: por más goles que meta un equipo, el marcador no cambia. Y de pronto pasa que las jugadas se repiten calcadas: ¿no tiene usted la sensación de que el tema de la píldora del día después ya lo discutimos? ¿Se da cuenta de que en ningún país civilizado una discusión publica vuelva a pasar como si nada hubiera ocurrido? Si pone atención a esta entrevista y empieza a interesarse en el debate que se abrirá sobre la reforma constitucional, es posible que descubra los motivos porqué siente que los politicos no sirven para nada y por qué muy pocos temas relevantes encuentran una solución en el Congreso. Aquí Fernando Atria, abogado constitucionalista de la Chile y la Adolfo Ibáñez explica, lo más didácticamente posible por qué lo que vivimos hoy tiene poco que ver con la democracia.

¿Es necesaria una nueva Constitución, como lo ha propuesto Frei?
-Sobre la necesidad de hacer cambios me parece que no hay dudas. El punto es qué se cambia. Desde 1990 ha habido más de una veintena de reformas, que son más que las que se le hicieron a la Constitución del 25, que siempre se cita como la más democrática; y hasta deben ser más que las enmiendas que tiene la Constitución norteamericana de 1787. ¿Qué hacer para que esta reforma no corra la suerte de las otras veintitantas? Piense que la última reforma fue en 2005 con Lagos. Incluso se anunció como una “nueva Constitución” y muchos expertos dieron por cerrado el tema. Pero lo interesante es que el problema persiste y creo que en parte eso se debe a un diagnóstico incorrecto. Si ese diagnóstico sigue sin ser corregido, vamos a incurrir en el mismo error de Lagos.

A lo mejor el problema está en su origen antidemocrático.
Creo que no. Si uno mira las Constituciones del mundo, salvo la española que se hizo después de la muerte de Franco, todas tienen pecados de origen: la norteamericana fue hecha por un grupo de hombres blancos, ricos y dueños de esclavos; la alemana, que es el paradigma hoy, fue hecha con el país ocupado. Y lo mismo pasa con la Constitución de 1925 chilena, cuyo origen no es democrático. La pregunta es ¿por qué la del 25 sí pudo transformarse en una Constitución democrática y eso no ha pasado con la de 1980? Yo creo que la de 1925 permitía, como la alemana o la americana, un proceso a través del cual, por decirlo en términos constitucionales, el pueblo se podía apropiar de ella, aún cuando en su origen le era ajena.

¿Qué impide que eso ocurra con la actual Constitución?
-En mi opinión hay tres instituciones que se visten con ropaje democrático, pero cuyo efecto es transformar los procesos de voluntad política en procesos alienados donde no se forma la voluntad de todos, sino voluntades facciosas. Estas instituciones son: Tribunal constitucional, los quórums de reforma legal y el sistema binominal.

Partamos por el binominal. Se ha dicho que beneficia a la derecha. ¿Ése es el problema?
-Originalmente ése era el argumento de la Concertación. Pero luego los expertos electorales dijeron que había zonas donde la Concertación también se beneficiaba y al menos, en esos términos, el sistema se blanqueó. Yo pienso, sin embargo, que el problema del binominal hay que verlo a la luz de los quórums de reforma legal. La función del binominal es volver irrelevante el resultado de las elecciones para los efectos de hacer reformas. Porque para hacer reformas relevantes se requieren 4/7 de los votos de diputados y senadores en ejercicio. Y salvo que ocurriera un cataclismo político, es imposible obtener 4/7 en una elección.

¿Ese es el mecanismo de relojería que dejó instalado Jaime Guzmán?
-Claro. Porque hace necesario contar con la aprobación de la minoría, de los derrotados, para poder hacer reformas. Y hay que dejar claro algo: eso no ocurre en ninguna parte del mundo. Ningún país que uno considere democrático exige más que una mayoría simple para la aprobación de una ley. Sólo en Chile la clásica fórmula de “la mitad más uno” no sirve. Y entonces tenemos casos como el de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, la LOCE, que fue una ley aprobada en la noche del 10 de marzo de 1989, es decir el último día de la dictadura. Para la Concertación, que ha sido mayoría estos años, se trata de una ley incómoda. Es decir, la LOCE ha estado en vigencia por 18 años, rigiendo la educación de todos los chilenos, sin que la mayoría esté de acuerdo. ¿Qué voluntad la ha sostenido? Pues, la voluntad de la minoría que se ha vuelto central gracias al quórum. Entonces lo que ocurre en Chile es que las leyes no valen porque las queramos, sino porque han sido impuestas.
Por otra parte, si el Parlamento hubiera quedado a cargo de definir qué leyes son orgánicas constitucionales, es decir, requieren ésos quórums, este problema se podría haber resuelto con el tiempo. Pero es el Tribunal Constitucional el que está a cargo de eso. Entonces: sistema binominal, quórums de aprobación de la ley y Tribunal Constitucional, forman un conjunto de instituciones profundamente antidemocráticas.

¿Por qué son profundamente antidemocráticas?
-Porque constituyen un sistema donde no se puede afirmar que la ley es –para usar términos constitucionales- la declaración de la voluntad del pueblo.
Pero no parece tan descabellado que para temas centrales se requieran quórums elevados.
Eso es lo que dicen hoy incluso los constitucionalistas de la Concertación: que la exigencia de 4/7 para la aprobación de leyes orgánicas es importante porque son cuestiones sobre las cuales tiene que haber un amplio consenso. Y la verdad es que eso es bien absurdo: la única forma de garantizar el máximo consenso es la mayoría simple. Con el sistema que tenemos en Chile, que, reitero, no existe en ninguna parte del mundo, las leyes las sostiene una minoría que puede vetar su reforma. En mi opinión estamos atrapados en un tema demasiado básico que es exigir que las leyes se aprueben por mayoría.

¿Por qué no hemos podido salir de este entrampe hasta hoy?
-Le voy a poner un ejemplo: después de la Segunda Guerra, los alemanes introdujeron en su Constitución cláusulas inmodificables, que recibieron el nombre de “pétreas”. ¿Por qué se ataron de esa manera? Bueno, tenían razones, habían hecho bastantes barbaridades y uno puede entender que esas cláusulas fueron el resultado de la falta de confianza política en sí mismos. Pienso que en Chile ocurrió algo similar: desde los ‘90 hasta ahora hemos pasado por un período de desconfianza en nuestra capacidad de asumir nuestro propio destino. Y se aceptó quitarles poder a las mayorías, porque parecieron peligrosas. Esa desconfianza en nosotros mismos se parece mucho a haber vuelto a la pre adolescencia. Por otra parte, está provocando un gran desprestigio hacia las instituciones políticas, porque la gente tiene la sensación de que nada relevante ocurre en el Congreso. Y tiene razón porque para que pase algo relevante se necesita 4/7 y eso es imposible.

¿No será esta desconfianza en las mayorías lo que nos ha permitido vivir estos 18 años con crecimiento y sin los grandes conflictos sociales que tiene el vecindario?
-Ésa es una discusión que la historia ya superó: en ninguna parte se debate la lógica democrática. Yo no veo por qué Chile es el único que no puede tener un sistema democrático. Por otra parte, ese razonamiento, con el que estarán de acuerdo algunos economistas, es miope, porque implica no ver la cuenta que ha ido pasando el vivir bajo esta interdicción política.

¿Qué cuenta?
-El radical escepticismo de la política, cinismo radicalizado ¡nadie cree nada! Y una cosa muy grave: el colapso de los partidos políticos como idea. Ya nadie sabe para qué sirven los partidos políticos.

¿Para poner a los amigos en los cargos?
-Claro, la gente los ve como bolsas de trabajo. Y ese desprestigio se extiende al parlamento, lo que a mí me parece muy grave.

¿Por qué?
-Porque la democracia crea instituciones –como el parlamento- que buscan domesticar a los poderes “fácticos”, como diría Allamand: a esos poderes “naturales” de toda sociedad, como los militares o los empresarios. La democracia los sujeta a través de procedimientos que garantizan que, en la medida en que es posible, los intereses de todos son considerados. Pero hoy hay un escepticismo generalizado respecto de que el sistema político pueda hacer eso. Y entonces la legitimidad se produce personalmente, como en el caso de la Presidenta. A la gente le gusta porque se conecta con ellos. Dicen: “me gusta porque me mira a los ojos y yo le creo”. Las personas establecen una conexión directa con sus líderes sin mediación de las instituciones. Y bueno, la experiencia del siglo XX enseña que esa idea de la conexión directa genera populismo y las situaciones espantosas que son tan comunes en Latinoamérica.

No será que el desprestigio de los políticos se debe a que no se interesan por los problemas de la gente.
-Los expertos en comunicaciones dicen eso: que la clase política “no conecta” con los intereses de la gente. Pero la verdad es que los parlamentarios están obsesionados por conectar. Es en lo único que piensan: miran las encuestas, van a todos los programas de televisión, porque eso los hace aparecer más humanos… y siguen sin conectar. ¿Por qué? Porque no pueden decidir nada relevante. Fíjese usted que yo como ciudadano ni siquiera puedo cobrarle responsabilidad a mis representantes, porque ellos me podrían decir “lo siento, no tenemos 4/7”. Entonces yo voté porque quería tal cosa, yo gané, pero no se hizo lo que yo quería y ellos me prometieron. Y tampoco puedo reclamar, porque mis representantes no tienen la culpa. Así, mi pretensión como ciudadano ya no puede ser contribuir a decidir votando. Lo único que puedo pretender es que: “estos señores se dejen de pelear y se pongan de acuerdo”. “¡Ya basta de peleas!”, decía Lavín. Porque la única manera de que se decida algo es que se pongan de acuerdo. Pero si tenemos que llegar a eso, simplemente se acabó la voluntad de la mayoría. Así no funciona un sistema democrático. Hoy las personas no sienten que cuando se decide algo, ellas lo están decidiendo. Y eso produce una grave deslegitimación de las instituciones.

Claro, porque ponerse de acuerdo termina pareciéndose mucho a repartirse la torta.
-Sí. Y la gente ve todos los actos de las instituciones como repartijas. O cuoteos. O como “la mantención de los equilibrios políticos”, como me parece que dijo el ministro Vidal para explicar algunas designaciones en el caso Chiledeportes. Aquí hay algo central: si los partidos no son entendidos como grupos que buscan el poder porque tienen una visión que va en el interés de todos, entonces son bolsas de trabajo. Y si son bolsas de trabajo, la gente las va a encontrar despreciables, porque van a aparecer como máquinas controladas por un grupito, por una elite. Si no hay ideas que sustenten las instituciones, éstas se convierten en cáscaras vacías.

Entonces hay que aceptar que este engranaje compuesto por el binominal, los quórums y el TC, no hace otra cosa que defender los intereses de la derecha…
-Lo que hace es impedir que se hagan reformas importantes sin el concurso de la derecha. O sea, le da poder de veto a la derecha. Y la derecha usa ese veto para las cuestiones que más le interesan; y eso se ha visto en el debate de educación -cuando se habló del lucro y de la selección de estudiantes- y en el de la píldora del día después.

¿Este mecanismo tiene al país dependiendo de lo que piense y decida la derecha?
-Sí. De hecho no entiendo por qué quiere ser gobierno, si no van conseguir mucho más de lo que ya tienen y se van a llevar los costos de gobernar.

Los ingenieros de la primera etapa de la Concertación, como Tironi o Correa, decían que era muy bueno para el país que en las elecciones ya no se jugara nada importante. O sea, les parecía bueno, sano, que las mayorías no alteraran los acuerdos básicos del país…
-Claro, pero entonces ¿para qué hay elecciones, si no se juega nada importante? Hoy se da una justificación gerencial para las elecciones: sirven para elegir a los mejores gerentes. Pero ¿es una elección democrática, en la que vota desde el profesor universitario al analfabeto, la mejor manera de elegir gerente? Obviamente no. Si lo que quieres es un gerente, contrata a un “head hunter”. Si las instituciones se vacían de sentido, llega un momento en que alguien dice, “bueno, ¿y para qué todo esto? ¿Para qué tener 120 gerentes, que ni siquiera requieren un título profesional?” Oiga, si con el puro binominal uno podría preguntarse ¿para qué hacemos elecciones? Un buen experto nos dirá que de los 60 distritos en competencia, hay 5 ó 6 donde no sabemos qué va a pasar, porque o la derecha dobla, etc. Pero en los otros 55 uno puede predecir quiénes van a ser electos. ¿Vale la pena gastar tanta plata en campañas si ya sabemos qué va a pasar? Y no falta el economista que dice, “bueno, con lo que se gasta en hacer este ritual sin sentido se podrían construir no sé cuántos hospitales”. Y va a llegar un punto en que la gente va a preferir el hospital al ritual sin sentido. De hecho, fíjese en lo que pasó cuando salieron los estudiantes secundarios a las calles: se formó una comisión asesora presidencial. ¿Por qué ese tema no se discutió en el parlamento? ¿por qué es necesaria una comisión? Y también hubo una comisión de la equidad y de previsión ¿Por qué? Porque el parlamento no sirve para tomar decisiones.

A lo mejor estamos inventando una forma de vivir sin política, así como alguna vez inventamos la Vía Chilena al Socialismo…
-Creo que no estamos inventando nada, sino que vivimos en una sociedad políticamente alienada, donde las decisiones que se toman, las toman otros. Desde los ‘90 hasta ahora ésta es una sociedad asustada de autogobernarse, infantil, que acepta un estado de interdicción porque tiene miedo a decidir. No se puede pretender que eso no nos pase la cuenta en algún momento. Mire, las instituciones que permiten el autogobierno se justifican a través de ideas como que la ley es la voluntad del pueblo. Pero hoy, ideas centrales como ésa ya no las entendemos: es como si viviéramos bajo ideas muertas. Y cuando las instituciones descansan en ideas muertas, a la primera sacudida se vienen al suelo.

¿Cuál es el origen de este miedo a decidir?
Pienso que, por distintas razones, la idea de estar a cargo de nuestro propio destino fue evolucionando progresivamente y que con la Constitución de 1925, el pueblo reclamó el derecho para decidir las cuestiones fundamentales: por ejemplo, la importancia de la propiedad privada con la reforma agraria. Ahí se vino todo al suelo. Y eso produjo el trauma. Yo creo que es una sociedad traumada.

Podría pensarse entonces que la gente aprendió…
-Yo no diría que es una decisión de la gente… Yo creo que ese trauma es la herencia del Mapu. El Mapu eran estos jovencitos, gente bien, jóvenes acomodados que jugaban a la revolución, según la autodescripción que hace Gazmuri en uno de sus libros. Ahí está muy claro: “éramos unos jóvenes jugando a revolucionarios y le prendimos fuego a todo”. Entonces, ahora tenemos una especie de post infantilismo revolucionario. Nos hemos dado cuenta de que no se podía hacer nada y que en realidad era mejor no tratar.

Más allá del binominal y los quórums, hay una serie de definiciones en la Constitución como la protección de la vida del que está por nacer… ¿Cree que habría que cambiarlas también?

-Bueno, ahí tengo una larga discusión con muchos de mis colegas. Yo creo que lo que diga la Constitución en términos de sus contenidos es relativamente irrelevante. Para poner un caso extremo: en Estados Unidos, la Corte Suprema a comienzos del siglo XX decidió que eran contrarias a la Constitución todas las leyes que protegían a los trabajadores. Y 50 años después, otra Corte Suprema, con la misma Constitución, decidió que la segregación de blancos y negros era inconstitucional y fijó los derechos de los inculpados en el proceso penal, etc. Lo que quiero decir es que el lenguaje constitucional da mucho espacio. Nuestra Constitución dice que la ley protegerá el derecho a la vida del que está por nacer; es decir, le encarga esa tarea al legislador; pero el legislador tiene que preocuparse también de muchos otros mandatos, como la igual dignidad de hombres y mujeres, que está en el artículo 1. Entonces el juicio de qué es lo que exigen estos mandatos concurrentes de protección en un caso como el de una violación, (la dignidad de la madre o la vida del que está por nacer) es uno que no está en la Constitución, sino corresponde al legislador. Es en esas leyes donde se tiene que expresar la voluntad de la mayoría. Por eso pienso que más importante que las palabras que se usan en la Constitución, es tener claro quién es el que decide lo que esas palabras significan. Yo creo que ésa es la razón por la cual la Constitución de 1925 pudo ser asumida como una democrática tan rápidamente: el que decidía lo que significaban las palabras era el legislador. No había un Tribunal Constitucional que desde afuera dijera “No, eso no”.

¿Qué espera entonces de la propuesta de Frei de una nueva Constitución?
-Mi pregunta respecto de lo de Frei es cuán en serio va a tomarse su propuesta o si es un saludo a la bandera.

Bueno, a fin de cuentas la Concertación está acostumbrada a administrar esto.
-Es cierto. Y, sin embargo, alguien se habrá dado cuenta de que la Concertación se está deshaciendo y que necesita relato. Y yo diría que un tema como éste es susceptible de darle nuevamente sentido a la Concertación.

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