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Opinión

28 de Febrero de 2010

Los cataclismos de la Naturaleza: la ley de causa y efecto (Primera entrega)

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Por Maximiliano Corradi

El hecho de que las instituciones eclesiásticas ocultaran a sus creyentes la ley de causa y efecto, de siembra y cosecha, fue una estratagema muy astuta. Con ello se construyó la base para hablar de los denominados «secretos de Dios» y de los «inescrutables designios de Dios». El objetivo de esta astucia humana, fue difundir una enseñanza que necesite de teólogos que hayan estudiado a Dios, que con una forma hábil de expresarse y con la práctica de rituales, hacen creer a los hombres que se necesita “mediadores” para conseguir que Dios sea misericordioso. La atadura de los hombres a las doctrinas religiosas, también consiguió que durante siglos y siglos la mayoría de los seres humanos efectivamente apoyasen financieramente a tal o cual institución. En nuestros días, sin embargo, se desvanece cada vez más la fe en las instituciones eclesiásticas, pues muchas personas comprenden que el barco del mundo que se está hundiendo ya tampoco lo pueden salvar los dignatarios de la Iglesia.
Después de la catástrofe del tsunami el 26.12.04, que constituyó posiblemente la catástrofe de la naturaleza más grande que ha vivido la humanidad, y ahora, nuevamente, en estos días, luego del tremendo terremoto en Haití, donde se especulan cientos de miles de muertos, se empiezan a escuchar las preguntas: « ¿Dónde está Dios? ¿Cómo pudo permitir esto Dios?»
Algunos sostienen que la “pregunta del por qué”, se la plantea el hombre en la mayoría de los casos sólo cuando la vida empieza a desmoronarse. Pertenece, según sostienen varios, al proceso de madurez humana el “aprender a vivir con preguntas que no tienen respuesta”.
Algunos teólogos sostienen que las catástrofes naturales nos pueden recordar que no vemos los planes que tiene Dios, que su modo de obrar es un secreto, un misterio, a veces un secreto muy doloroso. Si los teólogos, o el hombre erudito, o el materialista, quieren seguir estando en la oscuridad, ésa es su decisión. Toda institución, basada en dogmas, ritos, y costumbres humanas, que tiene a un dignatario humano, llamado sacerdote, o pastor, como mediador entre Dios y los hombres, es sentenciada con la advertencia que se encuentra en el Apocalipsis de Juan. Allí se dice: «Salid de ella, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas». (Apocalipsis, 18,4)
Dios, el Eterno, no tiene necesidad de tener secretos, sino que aquellos que promueven la idea de “los misterios de Dios”, son aquellos que se vanaglorian de haber estudiado a Dios, pero no saben nada de Él, y lo conocen menos que cualquier sencillo hombre del pueblo.
Los «secretos de Dios», de los cuales hablan tanto y con tanto gusto las Iglesias, se podrían calificar de una mentira piadosa, de engaño, de truco, para encubrir la falsificación que los teólogos han hecho de la enseñanza de Jesús. El paso de mayor consecuencias en este sentido se llevó a cabo en el concilio de Constantinopla, en el año 553, donde la enseñanza de la reencarnación desapareció, por acuerdo unánime, de la enseñanza de la Iglesia. Con ello se eliminó también la ley de causa y efecto, de siembra y cosecha, a pesar de que todavía se puede encontrar expresada con todas sus palabras en la Biblia. En la carta a los Gálatas, capítulo 6, 7, se lee: «No os engañéis: de Dios nadie se burla. Pues lo que uno siembre, eso cosechará».
Si los teólogos eclesiásticos no hubieran suprimido el conocimiento de esta legitimidad, muchas personas no habrían estado indefensas ante su destino, lo habrían podido comprender y superar. De este modo muchos habrían podido aprovechar la oportunidad de encontrar el camino para comprender y cambiar su comportamiento, y convertirlo en independencia y seguridad en sí mismos, y en una mejor calidad de vida.

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