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Opinión

21 de Marzo de 2010

“La ceremonia del adiós”

Diamela Eltit
Diamela Eltit
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POR DIAMELA ELTIT

A la manera de una reiterada profecía, o en medio de la sensación de habitar el inicio de un sueño terrible y destructivo, o en la exactitud que portan las fechas y los números, se pone fin a uno de los gobiernos más singulares de la historia política de Chile.

Resulta difícil, cuando no imposible, establecer un análisis en torno al gobierno de Michelle Bachelet en medio de estos días confusos, sísmicos, regidos por la manipulación y la espectacularización mediática de terribles dramas humanos. Y resulta también difícil, cuando no imposible, elaborar el gesto y la imagen de Michelle Bachelet traspasando su mando a la derecha política. Y, desde luego, resulta igualmente difícil observar cómo en los días finales de su mandato se está realizando una interesada escritura política que aspira a la implacable destrucción de una imagen presidencial que subió y subió (como una burbuja financiera) hasta alcanzar una popularidad que no dejaba de ser completamente sospechosa.

Frágil.

Una popularidad producida y censada mediáticamente que, frente al menor “temblor” o a la última contingencia, podía precipitarse hacia un abismo.

Frágil.

Resultan difíciles estos días agrietados o damnificados por una naturaleza que ha mostrado ferozmente su poder y su latencia. Y desde luego parece extremo y delicado cuestionar o interrogar la incesante producción de un sentimentalismo colectivo que se resuelve en patria y más patria y en llamados a un orden militar (y guerrero) en medio de un cataclismo humano que no resiste en su interior ninguna normativa rígida.

La histeria sicosocial del pillaje y la histeria también sicosocial de una asistencia moralizante y disciplinar que sólo intenta diluir o deshacer las aristas políticas son dos caras de la misma moneda. El “transversalismo” de los acuerdos o, ahora mismo, el transversalismo para la reconstrucción de la patria, buscado y ensoñado por Sebastián Piñera (como cualquier transversalismo) no existe. Es nada más ni nada menos que una metodología de captura y de dominación económica y política de la derecha. El sentimentalismo “light”, ausente de componentes críticos, es también una metodología de apropiación derechista de los imaginarios públicos.

El poder simbólico para construir o destruir imágenes lo posee la derecha chilena (que controla precisamente parte importante de las imágenes públicas) y eso es lo que el equipo de la presidenta Bachelet pareció olvidar en el curso de estos últimos años. Su equipo pensó (se trata la mía de una hipótesis incierta) que en la medida que la popularidad de la Presidenta creciera como espuma (especulativa) su imagen sería inamovible y representaría un inigualable futuro político para sus afines. Y por eso el último año de su gobierno quizás fue el más débil desde el punto de vista político, porque (es la mía una incierta hipótesis) se entregó a las encuestas y dejó de lado aquello que precisamente marcó su diferencia con la era concertacionista: la participación ciudadana activa, la incorporación política de los jóvenes, la paridad de género (más allá de las pensiones y otros beneficios muy positivos), que constituían un importante caudal democrático. Ese proyecto propositivo y necesario quedó atrás Y, como signo, quizás lo más incomprensible fue la ausencia de repudio de la Presidenta frente al asesinato del comunero mapuche Matías Catrileo por parte de un policía del Estado chileno. ¿Por qué? ¿Acaso bajaría la espuma de su encuesta?

Michelle Bachelet no explicitó, con el énfasis que el tema se merecía, que Chile no estaba “tan bien” como externamente semejaba y que ese bienestar no podía ser entendido sólo como una plataforma de negocios que beneficiaban desmedidamente a los sectores más pudientes y apenas ayudaban a frenar la línea de pobreza. No lo hizo. En cambio Michelle Bachelet apostó a conjugar el actual modelo neoliberal con un conjunto de políticas de asistencia social hacia los sectores que el mismo modelo lesionaba. En ese sentido, su mandato fue el más “social” de los 20 años concertacionistas, pero el terremoto (signo geográfico, político y simbólico) mostró la dimensión de la debilidad política que porta un presente manejado fundamentalmente por los poderes múltiples de una derecha que siempre tuvo o mantuvo el control sobre la Concertación.

Ya Ricardo Lagos había experimentado una “demolición” por parte de empresarios y dueños de los medios de comunicación (que, según dicen, lo aplaudieron de pie). Y es en ese sentido que el último año del gobierno de Michelle Bachlet resulta, en parte, completamente incomprensible porque se trataba del año exacto en que le iba a entregar de manera fatal y decidida el poder a Sebastián Piñera.

Pero es necesario señalar que Michelle Bachelet contó con valiosos atributos personales para enfrentar su mandato: su carisma. Su inteligencia y su fortaleza emocional. Estos atributos van a ser (es una hipótesis) los que más adelante conseguirán restituir lo que genuinamente le pertenece: haber sido la portadora del proyecto más audaz e interesante de la Concertación, como es la apuesta por la ciudadanía y sus voces, la democratización de los cuerpos y las funciones sociales.

Porque más allá o más acá de la doble tragedia -el terrible terremoto, el traspaso del poder a un empresariado representado por gerentes ávidos que se dejarán caer sobre el aparato público-, Bachelet es la gobernante que ha demostrado las mayores capacidades de los últimos 20 años. Sólo que la venció la democracia imperfecta en la que habitamos y optó, traicionando a su propia inteligencia, por un banal carrusel de la fama que hoy está en riesgo y la historia (que no necesariamente es justa) debe restaurar.

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