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Nacional

22 de Marzo de 2010

Desde la decepción

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POR JORGE NAVARRETE P.*

El pasado terremoto desnudó muchas de nuestras falencias. Aunque la discusión se ha centrado en la ausencia de procedimientos de emergencia y en las responsabilidades iniciales que pudieron haber cabido a las autoridades del gobierno saliente, existe una sensación generalizada de que este país no era el que imaginábamos o, al menos, que difiere de la imagen que con tanto afán hemos querido instalar dentro y fuera de Chile.

A estas alturas, es casi una obviedad insistir en la enorme desigualdad social que arrastra nuestro país, lo que ha sido agravado por los incentivos perversos de un modelo de desarrollo que ha exacerbado la cultura del éxito económico, el individualismo y la acumulación de bienes materiales como principal vía de ascenso social. En efecto, el respeto, la solidaridad o la conciencia de que somos parte de una comunidad son cuestiones más bien accesorias, anecdóticas me atrevería a decir, que a lo sumo son rescatadas con motivo de cruzadas mediáticas, pero que poco calan en la formación del talante ciudadano.

Es cierto que nos hemos escandalizado por el comportamiento de muchos de nuestros compatriotas durante estos días. Son injustificables los saqueos, el aprovechamiento y el afán acaparador de algunos. Sin embargo, ¿deberíamos estar extrañados por la pérdida de la decencia cívica cuando durante décadas hemos contribuido a transmitir la cultura del “sálvense quien pueda”? Más allá de los esfuerzos de estos años, sigue instalada la idea que las personas deben rascarse sólo con sus propias uñas.

En efecto, otro de los tantos muros que esta semana se nos derrumbó tiene que ver con la real capacidad de auxilio por parte del Estado. La grandilocuente frase que pronunciara un otrora Presidente, “las instituciones funcionan”, pareció una macabra broma para quienes más sufrieron los efectos de esta tragedia. La precariedad del aparato público no sólo se hizo ver en su incapacidad para responder en forma ágil y oportuna, sino también en la sucesión de descoordinaciones, errores y vacilaciones de las máximas autoridades. Sin desconocer ninguno de los importantes avances con motivo de un Estado crecientemente más relevante en el devenir de las personas, reconozcamos que estamos muy lejos de lo que nosotros mismos habíamos diagnosticado.

Uno de esos tantos espejismos se refiere a la fortaleza institucional de nuestras FF. AA., en especial lo que atañe a la subordinación de éstas al poder civil. No quiero parecer exagerado, pero lo que hemos visto durante estas semanas raya en la insubordinación: comandantes en jefe de las ramas polemizando con la Presidenta, opinando abiertamente de cuestiones políticas por la prensa o generando más confusión al ya complejo escenario. Es probable que la cercanía del cambio de gobierno hiciera inviable lo que a todas luces hubiera correspondido a una democracia que se precie de tal: haber ejercido la facultad constitucional para remover de su cargo a cualquiera de los altos oficiales que insinuara la más mínima diferencia pública con la Presidenta. La fortaleza institucional se prueba en los momentos difíciles. Por más cócteles, palmetazos en el hombro o genuflexiones de la autoridad civil hacia las Fuerzas Armadas, algunas de las ramas han mostrado un nivel de autonomía –agravado por la ineficacia operativa- que creíamos ya superado por el paso de los años.

Y así varias de las transformaciones que con tanto éxito celebrábamos, son menos profundas y bastante más cosméticas de lo que pensábamos. Se han roto carreteras, caído puente y existen un centenar de edificios inhabitables. Indignan varias de las explicaciones que durante estos días hemos escuchado de algunos conspicuos representantes del sector público y privado. Lo más triste es que no serán muchos los que asuman su responsabilidad y probablemente pocos los afectados que serán completamente resarcidos por el daño causado.

Como si fuera poco, seguimos viviendo en un país donde campea el clasismo, la ignorancia y el miedo al prójimo. Fue sintomático lo ocurrido en los barrios más pudientes de la capital. A la paranoia de la escasez o el indignante afán acaparador de las familias más acomodadas, se rescataron conceptos como “la poblada” para referirse al supuesto peligro que representan los vecinos de las escasas poblaciones que persisten en el barrio alto. Pudimos ver como afloraban las armas en manos de los ciudadanos y, peor todavía, como socialmente se legitimó su indiscriminado uso.

Reconociendo todos los significativos logros en materia social, política y económica; no deja de ser una triste ironía que después de dos décadas de gobiernos democráticos de la Concertación, hayan sido los militares, y no los ciudadanos, los protagonistas de la jornada.

Es cierto que la prioridad está en reconstruir. ¿Pero qué? Es lo que hoy deberíamos preguntarnos.
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* Abogado

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