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LA CALLE

2 de Noviembre de 2011

El hotel de París

Se calculan cerca de 400 mil inmigrantes ilegales en Francia. Claramente el tema es un problema, y los tiene asustados. Muy asustados. Si usted va a París y tiene el pelo negro, les puede despertar esos terrores. Esta es la historia de cómo en la ciudad que, dicen, es la más bella y cosmopolita del mundo, se practica con toda soltura la detención por sospecha. Y de paso, escuche cuatro características de la policía francesa. Atentos con ellas, que no aparecen en las guías turísticas.

Por

Es lunes 25 de octubre. Llego al aeropuerto Charles de Gaulle en el vuelo 401 de Air France. Vengo por una semana a hacer parte de un documental, y por eso traigo una cámara profesional, equipos de audio, un computador y un pasaje de vuelta para ocho días después. Algo de dinero y un plan de investigación con visitas precisas y bastante apretadas.

Me dirijo, como todos, al Mesón de Policía Internacional. Un policía joven, sin la más mínima disposición o destreza a hablar otro idioma que no sea francés, me mira con cara de sospecha. “Argent” (dinero consigo entender), me dice e indica el mesón golpeando con su mano sobre él, con un cierto dejo de desdén. Pongo los euros que traigo conmigo.

– Carte de crédit, me dice.
– ¿?
– Credit Card, me aclara.
Le paso una tarjeta de Débito que llevo y que examina con arrugando sus cejas.
– Attestation d’accueil
– No entiendo. Mire, yo vengo a hacer un documental y…
A moment-, me interrumpe.

Llama a una señorita (guapa, como buena parte del cuerpo policial galo). Hablan y me miran. El policía sale de su cubículo y me indica que lo siga.

Tras una puerta lateral se esconde una dimensión absolutamente opuesta al glamour del Aeropuerto Charles de Gaulle. Un papel mural sucio y desgastado, olor a encierro y la puerta entreabierta, sujetada por un repleto
tarro de basura. A la derecha, un mesón similar a las comisarías chilenas:
Varios policías sentados atrás, con muchos monitores de vigilancia, y, al frente, un banco donde se sientan varios extranjeros. Entre ellos yo. Los policías hablan entre ellos, se ríen y cruzan bromas. Ni nos miran.

EL CALABOZO

Tras una media hora, me conducen a otra sala, bajo una escalera, y con varias maletas adentro. Dos policías me piden todo mi dinero (incluso el chileno) y lo meten en una bolsa. Me revisan mi cuerpo, exhaustivamente y luego mis bolsos. Ven unas DVD con los documentales que hice antes, y les indico los créditos. “Soy el director”, les digo. Luego abren el estuche de la cámara y visiblemente se sorprenden. Dicen algo así como “ulalá”. Son muy franceses ellos.

Uno sale con una copia del DVD y regresa con el primer policía, aquel que me trajo desde Policía Internacional. Discuten y aunque no entiendo nada, es evidente que están enfrentados. Llega la que parece ser su jefa, una policía más guapa que todas (¿por eso será la jefa?) y me pregunta si tengo un documento que acredite que estoy haciendo un documental. “No”, le digo. “Pero una productora me espera en París, ella tiene todo. Yo vengo a hacer un documental y…”.

No me entiende. Algo le dice a todos, y se zanja el tema: El policía que me trajo al lugar se va. Los otros se encogen de hombros y siguen con el procedimiento. Llenan un formulario con el detalle de mis pertenencias, y, ya sin ellas, me devuelven a la sala de espera, y luego me llevan a otra sala, que se parece peligrosamente a un calabozo. El policía cierra con llave tras de mí. Es un salón cuadrado de tres metros por lado, bancas en dos de ellos, un teléfono y tres personas. Un señor oriental, una panameña y un palestino, que no habla ni francés ni inglés: “Arabic”, balbucea.

El señor oriental cuenta que viene de Venezuela, pero que lo quieren mandar a Filipinas porque esa es su nacionalidad. La panameña me cuenta que lleva ya tres días en “el hotel”. Que la quieren devolver a México, de donde llegó, pero que ella tiene el dinero exigido para ingresar, y está reclamando su permanencia con un abogado. Que todos los días la quieren subir a una avión, pero que ella se resiste, y por eso la llevan de vuelta al “hotel”.

-El hotel… ¿Qué es el hotel?, le pregunto.
-Es un lugar donde tienen a todos los que no dejan entrar. Gente de todos los países.
-¿Dónde está?
Muy cerca.

Seguimos esperando. Ella me dice que desde el teléfono se puede llamar a cualquier parte del mundo. Marco a Chile, a mi casa, y le digo a mi pareja lo que me está pasando. A partir de eso se comienzan a activar distintas instancias en Chile: Consejo de la Cultura, ministerio de Relaciones Exteriores, Consulado de Chile en París…

Pero mientras tanto lo de siempre: Esperar.

El lugar es sobre iluminado, con grandes focos desde el techo, protegidos por rejas. Hay rayados en las paredes en todos los idiomas: Arabe, algo que parece ser chino, un chileno (uno que firma como “Beto de Chile”), dominicanos, nicaragüenses, hondureños, y muchas palabras que no entiendo. Los rayados son con lápices, pintura de labios y otras “tintas” en cuyo origen preciso prefiero no deducir.

Llega un nuevo policía a buscarme y me lleva donde una intérprete. “Yo voy a traducir un interrogatorio que le hará el oficial”. Ella no es tan guapa (es que no es policía). Me pregunta qué hago en el lugar, porqué en París, que la carta de invitación, que el seguro médico, que los euros… Cuento mi historia de nuevo.

-¿Tiene algo más que declarar?
– Sí, le respondo. Tengo familia, trabajo, amigos y vida en Chile. No tengo intención ni motivo para quedarme en Francia más allá de lo que indica mi pasaje de regreso. Entiendo que cometí algunas faltas administrativas, pero es evidente que no soy un inmigrante ilegal” (“Es que hay que ser muy idiota para creer eso”, pienso).

Me escuchan, pero todo eso no queda en la declaración final. Me llevan de nuevo a la especie de calabozo. Sólo permanece el señor palestino. Con él están ahora un sudafricano y una chica peruana. El sudafricano me dice que lo deportaron a Hong Kong, de donde venía, pero de allá también lo expulsaron hacia Francia de nuevo. Lleva como tres días viajando, ha perdido mucho tiempo y dinero. Al señor palestino le cuesta respirar y hace el gesto de que necesita un inhalador. Golpea la puerta pidiendo un policía.

No llega nadie. Lo ayudamos y permanecemos así unos 20 minutos, haciendo señas a las tres cámaras de seguridad de lugar. El señor palestino se desploma sobre un banco. Llega un policía enojado. “Tiene un ataque de asma” le gritamos. Lo mira a través del vidrio de la puerta, e insólitamente se va. Llevo cerca de tres horas en Francia, y ya sé dos cosas de la policía gala: las mujeres son guapas y el sentido común es escaso.

Regresa con otro policía y se llevan al señor palestino, que camina con dificultad. Cierran la puerta. Esperar de nuevo. Llamo a Chile, y me cuentan que los trámites avanzan y me dan un celular del consulado de Chile en Francia. Hacen todo lo posible. Les agradezco infinitamente.

Al rato, a un policía me informa que no he sido autorizado para entrar a Francia. Pero que como mi caso es “especial”, me dan un día “de franco” para ver si resuelvo todo. Mientras me van a llevar al “hotel” y para eso me devuelven mis bolsos.

SABANAS

Con la chica peruana nos trasladan a una van, donde hay dos policías varones y una mujer (ya sabemos como es ella), que acompaña a una niña africana con trenzas de colores. Una niña de unos 8 años.

La camioneta se desplaza por la orilla de la losa del aeropuerto un largo rato. Pasa terminales y se cruza con carros de equipaje, hasta que llega a una enorme reja que se abre cuando ellos hablan por radio. Una segunda reja antecede a nuestra llegada. Hay una sala de espera, frente a un nuevo mesón de policías. Hay varios. Algunos toman café y comentan algo que al parecer les resulta a todos muy gracioso.

Uno de ellos se nos acerca, toma mi bolso y saca mi cámara, la batería y fuente de poder del computador y mi celular. Algunos remedios que cargo, incluso un gel ocular que debo aplicarme cada tres horas. Intento decirle, pero me detiene: “Ah ah!”. Levanta su mano. “Un doctor, un doctor”, me indica en español.

Otro policía me da sábanas, una toalla y una bolsa con un cepillo de dientes, un pequeño jabón y sobres de champú y de pasta de dientes. Cruzamos largos pasillos y llegamos a un comedor donde hay cerca de 40 personas. Hombres y mujeres, niños y viejos, todos negros, árabes y latinos.

El policía me dice a mí y la chica peruana que nos sentemos en una mesa. Una señora trae una bandeja con comida de avión (un recipiente con nuggets de pollo, uno con brócoli muy cocido, medio pan baguette y una natilla de postre). Converso con la chica peruana. Se llama Karen, viene de Lima, pensaba ir a Italia con una amiga a ver a su papá.
-Mi amiga llegó hace tres días, como yo, y la dejaron entrar. A mí no. No entiendo por qué…
“Yo tampoco” le digo.
-Me van a devolver a Perú mañana , me dice.

Le recomiendo que lo intente de nuevo. Lo va a conseguir. Su historia me confirma otra certeza de la policía francesa: Inteligentes no son. Hay 400 mil inmigrantes ilegales en Francia. Se les cuelan por todas partes y pierden su tiempo y recursos deteniendo a gente como yo. Si ella trae una reserva de hotel, lentes oscuros y una cámara fotográfica, seguro que los convence.

LA VISITA

Terminamos la comida y no llevan al segundo piso. Ahí están las habitaciones. Me asignan la 25: Como todas, tiene unos 10 metros cuadrados, dos camas, un lavamanos, y buena luz para leer. Una ventana que da al aeropuerto completamente sellada.

El personal de la Cruz Roja tiene una oficina en el lugar. Es gente amable. Ellos me dan una tarjeta telefónica con 7,5 euros. Hay muchos (pero muchos) teléfonos públicos. Pregunto cómo puedo recuperar mi maleta. Me dicen que van a mandar un fax al aeropuerto. Pero que espere. Pregunto por el médico y me dicen que abajo, en el consultorio.

Voy para allá. Tras la consabida espera, me atiende una doctora. Otro doctor me pregunta mi nombre y va por la bolsa con mis cosas. Veo mi gel ocular y les indico que lo necesito. Me preguntan porqué. Les cuento que tuve una enfermedad y que necesito lubricar mi ojo. La necesidad es bastante evidente en mi rostro, así que, tras llenar un largo formulario que debo firmar, me lo devuelven.

Regreso a mi habitación. En los pasillos están los negros, árabes y latinos que estaban en el comedor. Me llaman por altoparlantes porque tengo visitas. Mi amiga productora y una amiga francesa van a verme. Me encuentro con ellas en una sala especial. Me traen galletas, un sándwich y una bebida. “Soy el más rubio de este lugar”, les cuento. Están desconcertadas con lo que me pasa. Yo también, pero todos confiamos en que sus esfuerzos y los de Chile conseguirán sacarme de ahí. Llega un policía. No han pasado más de 20 minutos. La visita se acabó.

Regreso a mi habitación y me acuesto, Leo y me duermo. Nada que hacer. Mi primera noche en París la paso en el “hotel”.

“¿BIEN?”
Despierto al otro día. Me he perdido el desayuno. Voy a bañarme, en duchas que se cierran con llave y tienen agua caliente. No están mal. Pregunto por mi maleta de nuevo, pero ya conozco la respuesta: “Que espere”. La chica peruana ya no está. Tampoco la panameña.

Recorro el lugar. Hay una familia de rubios que tienen aspecto de alguna parte de Europa Oriental. Tienen dos niños muy pequeños, que juegan en una sala de juegos. Salgo a un patio, que tiene pasto y bancas. Respiro por primera vez el aire de París, aunque rodeado de rejas de tres metros, que arriba tienen alambre de púas.
De día, definitivamente esto no parece un hotel…

Llaman a almorzar. Me indican que me siente al final de una larga mesa. Al lado hay un albanés joven. Está enojado. “Llevo tres días aquí, no sé que hacer” me dice en inglés. El menú incluye ensalada de rabanitos. Una señora negra delante de mí los prueba y me hace un gesto de asco. Se ríe. El albanés los prueba y dice algo en su idioma que nos causa gracia a los tres. Yo me como uno. Es que a mí me gustan…

Salgo del comedor y me llaman por altoparlantes de nuevo, pero esta vez con mis cosas. Llego a la guardia y una policía gentil (y guapa, claro) me dice en inglés “You are free”. Los trámites de la productora, mi amiga en Francia, mi pareja y las distintas instancias del Estado chileno han dado resultado (aprovecho de agradecer a todos lo que hicieron); Se ha demostrado: No voy a quedarme en París, no soy un peligro para la sociedad francesa. Es que yo vengo a hacer un documental y… Pero debo esperar.

Aprovecho y saco mi cuaderno para escribir estas líneas. Sé que tendré tiempo. Me llevan al ingreso, donde los policías ríen entre ellos ante algo que tiene el café. Uno de ellos me pregunta “¿Journalist?”. Muevo mi cabeza afirmativamente.
– ¿Bian?, me pregunta.
Me encojo de hombros. Tiene un bigote. Se parece demasiado al Inspector Clouseau. “No dhas sí, di oui…” Saco conclusiones.

Me devuelven mis bolsos y me suben a la van, Llego a la misma sala donde comenzó todo. El papel mural ya no me parece tan feo. Está sentado el señor palestino del asma. Lo saludo y me esboza una sonrisa. Al frente hay muchos policías viendo un video gracioso en el I Phone de uno de ellos. Se ríen. Sumo una nueva constatación de la policía gala. Les gusta reírse entre sí. Y tienen razones: El que menos gana entre ellos recibe 1300 euros al mes (más de un millón de pesos), además de un sistema de salud gratis y horarios de trabajo bastante menores que a los que nosotros estamos acostumbrados. No necesitan ser ni inteligentes ni tener sentido común para llegar allí… Y más encima trabajan con chicas guapas. La verdad es que yo también me reiría.

Me timbran el pasaporte. Salgo por fin de Policía Internacional. 28 horas después de pisar París. Voy por mi maleta a Air France y me entero que la mandaron a Roma… Me dice la funcionaria: “Es que pensaron que era de un pasajero del vuelo de combinación”. Vaya con la inteligencia gala. ¿No que estos son los que inventaron la vacuna contra la viruela?. También inventaron a los mimos. Miro a lo policías conversando en la puerta y me explico muchas cosas.
La funcionaria me da una bolsa con jabón, pasta de dientes y champú (¡Yupi! Ahora tengo dos). Mi maleta se va a demorar varios días en aparecer. En Air France nadie tiene idea nunca. Ni en sus call centers, ni en sus oficinas ni en su página web…

Salgo de la zona de embarque por fin. Luego de que me trataron como un cabeza negra. Pero es que, después de todo, soy un cabeza negra. Como buena parte de la humanidad. Es bueno saber que los chilenos estamos más cerca de eso que de la alta gracia europea. Eso es mejor no olvidarlo. Nunca. Un consejo: Lleve todos sus papeles. Yo no lo hice y lo pagué.

No confíe en las razones. No las entienden. Tampoco confíe en la eficiencia e Air France.
Me espera mi amiga productora. Nos saludamos con alivio. Salimos a tomar el bus pero no sabemos muy bien hacia donde queda el paradero
– Espera. Le voy a preguntar a un policía, me dice.
Reacciono: “¡Noooo!!!!… Ni se te ocurra”.

Jorge es periodista y documentalista, fue director del documental Actores Secundarios

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