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Mundo

22 de Mayo de 2012

Milla, el Rey León

Es considerado el mejor futbolista africano de la historia. Y también es reconocido como el fundador de los festejos originales. Creció jugando al fútbol descalzo en el medio del barro, en Camerún. Ahora recorre el mundo como embajador itinerante.

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Por Waldemar Iglesias para Clarín

Cuando caminó los rincones de Soweto no se sintió ajeno. No era un escenario nuevo en su vida: se parecía a cada escena que acompañó su niñez en las varias ciudades de Camerún en las que vivió. El primer Mundial de Africa ya era una certeza a punto de comentar y Roger Milla sonreía. Se sentía parte de ese evento histórico. No sólo por su condición de Embajador Oficial de Sudáfrica 2010; sobre todo por sentir a su continente en la piel. A su alrededor, muchos chicos del emblemático espacio en las afueras de Johannesburgo jugaban como el Roger de la niñez: descalzos y sin pausa, con una pelota averiada en cada gajo y con una sonrisa que se les salía de la cara. No lloró esa emoción que lo abrazaba. Lo gratificó una sensación: percibió que cada gol y que cada festejo con la camiseta de Camerún ante los ojos del mundo habían tenido sentido.

Roger creía y cree en la magia vinculada al fùtbol. Pero sin misterios ni embrujos extraños. Lo dijo alguna vez: “Gracias al fútbol un país pequeño puede ser grande”. Y él hizo eso con Camerún. Primero, en 1982, transformó a un equipo debutante en una atracción que se retiró del Mundial de España sin derrotas y eliminado por Italia -luego, el campeón- apenas por haber convertido un gol menos. Luego, en 1990, hizo que los Leones fueran decididamente indomables: realizaron la mejor campaña de la historia de un seleccionado africano al llegar a los cuartos de final y rozaron la hazaña de las semifinales en un partido épico frente a Inglaterra, que duró más de 120 minutos.

La Copa del Mundo de Italia fue su plataforma a la condición de leyenda de un continente y de un deporte. Cuando se habla de fùtbol, Africa tiene la cara de Roger Milla. Lo escribió Eduardo Galeano, sobre aquel Mundial: “Milla, un veterano camino a los cuarenta años, era el primer tambor de la orquesta africana”. Camerún fue un asombro desde el partido inaugural hasta su despedida de león herido. Le ganó a la Argentina, en Milan, con un gol de Oman Biyick, en una de las sorpresas más notables de la historia de la máxima competición. El defensor del título, con Maradona entre sus figuras, caía ante un rival que obtenía su primera victoria en una fase final. Luego trepó hasta los cuartos de final, donde cayó contra la Inglaterra de Paul Gascoigne, en un partido que merece ser visto de nuevo. En el recorrido, Milla asombró a todos. Con su juego osado, con su agilidad, con ese estado fìsico dispuesto para desmentir su edad y, sobre todo, con esa visible alegría del que está disfrutando lo que hace. Milla reivindicó, en aquel momento, el carácter lúdico. También por eso, encantó.

Fue, además, el refundador de un aspecto que ahora parece cuestión de todos los días: los festejos originales. Escribió Jean Pierre Bonenfant: “Muchos se acuerdan de Roger Milla por sus pasos de danza de makossa alrededor del banderín de córner. Allí, festejaba un gol, bailando primero en solitario, envolviendo de su cuerpo y caderas flexibles el insensible palo de esquina, en seguida imitado por todos sus compañeros de baile, los jugadores de la selección de Camerún. La danza es parte íntegra de la gestual africana, en la calle o en el estadio. Dicha gestual es una prolongación de la fiesta del juego de fútbol que había llevado a ese gol”. Ese baile -el makossa- recorrió el mundo y trascendió las fronteras de aquel Mundial bajo cielo italiano. Hasta entonces, para ver y aprender esos movimientos había que caminar las calles más pobladas de la antigua colonia francesa en la que Milla había nacido. En Duala o en Yaoundé germinó esa danza que, en el ùltimo Mundial, fue parte de una de las campañas publicitarias más onerosas, desarrollada por la multinacional Coca Cola.

Nació en Camerún, en 1952, tiempos coloniales. Aunque su lugar en el mundo estaba en Yaounde, tuvo que aprender a ser nómade dentro de su propio país: su padre era empleado ferroviario y lo trasladaban de una ciudad a otra frecuentemente. En cada lugar, el Roger de la niñez se entretenía del mismo modo: jugando al fútbol descalzo, contra rivales más grandes. Se destacaba, a pesar de los tamaños ajenos. Su primer apodo contaba la diferencia que hacía en esos campos con piedras y barro: le decían Pelé. A los 18 años, cuando ya sumaba varios partidos en Primera, ganó su primer título. Llegó rápido y se mantuvo en el campo de juego más que casi todos los cracks de cualquier tiempo. Entre las figuras de la elite sólo lo supera el inglés Stanley Matthews, quien se retiró a los 50, tras 33 años como futbolista.

En 2004, la FIFA nombró a Milla en su lista FIFA 100, un seleccionado de los 125 mejores jugadores vivos. En 2006, la Confederación Africana de Fútbol (CAF) lo eligió como el mejor futbolista africano de todos los tiempos. Le ganó a Samuel Eto’o, uno de los discìpulos, el otro gran crack nacido en territorio camerunés. Para llegar a esas condecoraciones ofreció su fútbol por distintos rincones del mundo: Albert Roger Mooh Miller (su nombre completo) se destacó en Camerún con Eclair, Leopard y Tonerre; en Francia se paseó por Valenciennes, Monaco, Bastia, Sant Ettiene y Montpellier; en 1990 -su gran año- curiosamente jugaba para un equipo semiprofesional de la Isla Reunión, Saint Pierroise; luego volvió a Camerún y finalmente se fue a la Liga de Indonesia. Su palmarés también lo retrata: ganó dos Copas Africanas de Naciones (1984 y 1988), dos Balones de Oro continentales (1976 y 1990), dos Copas de Francia (1980 y 1981), otro par de Copas Africanas de Ganadores de Copa (1975 y 1976) y una Liga de Camerún (1972). Y dato revela su constancia y su continuidad: en el Mundial de 1994, con su gol a Rusia se convirtió en el futbolista de más edad en convertir un gol en un Mundial. Tenía 42 años. Dos temporadas después se retiró jugando para el remoto Persisam Sutra Samarinda, en el sudeste de Asia.

Ahora, Milla recorre el Mundo en su condición de embajador itinerante de Camerún, de ONUSIDA (el Programa de las Naciones Programa de las Naciones Unidas contra el SIDA, al que se sumó en 2001) y de UNICEF. Sabe que su sonrisa ancha y despareja es también una bandera de su país y de su continente. No fue casualidad que fuera elegido para promocionar oficialmente el primer Mundial organizado por Africa, Sudáfrica 2010. Tiene también una fundación (Coeur d’Afrique; Corazón de Africa), que nació con el siguiente espíritu: “acudir en ayuda de los pigmeos del este de Camerún y de los huérfanos y niños de las calles de Yaoundé. También aspiramos a reinsertar a las viejas glorias del deporte camerunés. Es triste saber que muchos de ellos son hoy vagabundos”. La búsqueda -contó el mismo Milla- se amplió luego en nombre de evitar en su país “la discriminación en materia de sanidad, deporte y educación”. En eso anda.

Alguna vez, en días en los que al seleccionado de Camerún no le iba bien, le preguntaron si no quería ser entrenador. Su respuesta no admitía dudas: “Jamás lo pensé. Tengo otras ideas en la cabeza”. Sin embargo, todos -los que compartieron el campo de juego y los que lo vieron sus destrezas- lo reconocen: Milla dejó su huella en el fútbol de Camerún y en el de Africa. Aunque no jugó ni dirigió, mucho tuvo que ver su legado en aquella medalla de oro para el fútbol de su país, que consiguieron los Leones Indomables en Sydney 2000, en la memorable final frente a la España de Carles Puyol y de Xavi. La misma que cuatro años antes, Nigeria le había ganado a la Argentina, en el encuentro decisivo de Atlanta 1996. Lo sabían Nwanku Kanu y Patrick Mboma cuando les colgaron la presea más valiosa en los Juegos Olímpicos: a partir de Milla, Africa había empezado a creer. Y a festejar.

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