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Cultura

21 de Octubre de 2012

Y tu querida presencia

Maradona dijo que Messi lo tiene todo menos presencia. Sin embargo, en los últimos partidos de las eliminatorias, la selección ganó gracias a sus goles. ¿Ya es el nuevo rey? La mayoría cree que sí. Para algunos argentinos todavía le falta. La desconocida vida del niño de piernas de alambre que se encerraba a llorar en su cuarto. Un adelanto del libro "Messi, El chico que siempre llegaba tarde y hoy es el primero", de Leonardo Faccio.

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Por: Leonardo Faccio – Fotos: Claudio Roncoli

Messi siempre está atento a los mensajes telefónicos.

Una tarde de octubre de 2010, en su casa de Barcelona, suena su BlackBerry. Es un mensaje de texto.

—Sos un desastre —le dicen desde Buenos Aires—. Te voy a matar.

Es Juan Sebastián Verón.

Durante cuarenta días, en el mundial de Sudáfrica, Messi fue compañero de cuarto del centrocampista de la selección argentina. En el centro de alto rendimiento deportivo de Pretoria durmieron en camas paralelas y compartieron la expectativa de un mundial que para ellos acabó en cuartos de final. Verón había jugado en dos mundiales y su cuerpo alto, de hombros anchos y cabeza rapada se había hecho conocido en Europa tras su paso por el Chelsea, el Manchester United y el Inter de Milán. Messi jugaba su primer campeonato del mundo en calidad de jugador titular. Maradona estaba seguro que la presencia cercana de un líder como Verón podía motivarlo. Quería evitar que la presión competitiva convirtiera a Messi en el niño tímido y sin reflejos que había sido en los partidos de las eliminatorias. Hoy Verón conoce la fórmula para que Messi reaccione fuera de la cancha como lo hace dentro de ella.

El día que me recibió en Buenos Aires, en el comedor del Club Estudiantes de la Plata, se había propuesto demostrarlo.

—Acá hay alguien que pregunta por vos —le escribe Verón en SMS—. ¿A quién me mandaste?
Messi responde desde Barcelona.

—Yo no te mandé a nadie.

—No, boludo —replica Verón—. Es joda.

Messi siempre se interesa en saber quién pregunta por su vida, y Verón pone la luminosa pantalla de su BlackBerry al alcance de mi vista: la Pulga está conectado en el chat de su teléfono móvil. Su imagen aparece estática en la pantalla de su ex compañero de cuarto. Es la típica foto minúscula que los usuarios de la web 2.0 eligen para mostrarse mientras chatean. En ella Messi sonríe, mirando a la cámara y abrazado a su mascota, Facha, el bóxer. Ambos están recostados en un sillón, semihundidos en la comodidad de un almohadón. Verón me los muestra como quien enseña la prueba de que Messi suele estar conectado. Entonces le gusta decirle cualquier cosa para provocarlo. Pero hoy, en medio de las bromas, también le está  pidiendo permiso para hablar de su vida.

—¿Y siempre te responde? —le pregunto.

—Sí. Siempre necesita jugar y ganar —me dice Verón—. Siempre busca un estímulo.

Me lo explicó con un ejemplo.

—El otro día le mandé un mensaje cargándolo —me dice—: «Hace dos semanas que no me escribís, mal amigo». Y él enseguida contestó: «No, disculpame, es que no te quiero molestar».
Verón abre los ojos.

¿Molestar? —se encoge de hombros—. Él no tiene por qué responderme.

Los chistes por Internet son confusos, y Messi no se lleva muy bien con las palabras.

—Yo le conozco el cambio de humor, las caras, y cuándo está fastidioso —añade— En el momento que pide silencio, hay que respetarlo.

—¿Y cómo hiciste para lograr su confianza?

—Tratándolo como un hermano —dice Verón.

Y se corrige:

—O como un hijo.

Messi se crió rodeado de adultos que no eran sus padres, pero que lo trataban como a un hijo. El chico que en la escuela primaria hablaba a través de una compañera de seis años y que hoy se comunica con la velocidad de un BlackBerry recibía clases de informática dos veces por semana y se comportaba como esos usuarios de Messenger que siempre aparecen con el cartel de ausente.

—Estaba pero era como si no estuviera —recuerda el profesor de informática.

Pero Messi no era el mismo en la clase de computadoras que en un campo cubierto de balones.

—Lo paradójico es que yo iba a reuniones con los técnicos de fútbol y me hablaban maravillas de él —me dice Bonastre—. Entonces te preguntas: ¿Cómo puede ser que entre al campo con tanto desparpajo y que en la vida real no lo tenga?

En la vida real, después de entrenar y asistir con desgano a las clases de apoyo escolar, Lionel Messi pasaba las noches en un departamento cercano al Camp Nou, en la avenida Gran Vía Carlos III. El club alquila esos pisos a las familias de los niños extranjeros que vienen a jugar en las divisiones inferiores, y Jorge Messi, su padre, se había encargado de elegir el departamento más conveniente para toda su familia. Los primeros quince días en la ciudad los habían pasado en habitaciones del hotel Rallye, con una privilegiada vista al campo del Barça. Pero querían un lugar cómodo para instalarse.

Celia Cuccittini, la madre de Messi, inspeccionó el nuevo piso en silencio.

—Quiero una casa —dijo ella, habituada a las calles tranquilas y residencias de una sola planta del barrio Las Heras.

No le gustaba vivir en un edificio de apartamentos.

Meses después, los Messi-Cuccittini empezaron a abandonar ese edificio. La madre no logró adaptarse a su nuevo barrio. Su segundo hermano, Matías, estaba de novio con una chica de Argentina y decidió regresar a su país. Su hermana María Sol no se llevaba bien con el idioma catalán ni con sus nuevos compañeros del colegio. Todos volvieron a Rosario. En Barcelona sólo se quedó su hermano mayor, Rodrigo, quien prefirió vivir con su pareja en otra parte de la ciudad. Antes de empezar a ser el goleador de las divisiones inferiores del Barça, Lionel

Messi se había quedado solo con su papá en un departamento familiar cuyas habitaciones quedaron desiertas.

Messi contó su historia una década después. «Lo pasamos mal —dijo —. Hubo momentos en los que estábamos solos con mi papá y yo me encerraba a llorar para que no me viera». La familia no pudo adaptarse a la ciudad donde el menor de sus hijos varones iba a transformarse en el mejor futbolista del mundo y, mientras el profesor Bonastre le enseñaba a comunicarse a distancia por Internet, Messi no podía jugar en ninguna competencia nacional por ser extranjero. El club donde había crecido, Newell’s Old Boys, se negaba a darle el pase internacional para que fuera inscrito en la Federación Española de Fútbol. Sólo podía jugar partidos amistosos con la división infantil B en la liga Catalana.

Sin embargo el FC Barcelona lo retuvo. Messi encajaba en una filosofía del deporte que el Barça había empezado a practicar veinte años antes en sus divisiones inferiores. Los directores deportivos ya no buscaban el estereotipo de futbolista alto y musculoso. Sobre lo físico privilegiaban la técnica, la inteligencia y la habilidad. Cuando Pep Guardiola era un niño que vivía en La Masía, casi fracasa por su físico endeble. Su ex entrenador Lluís Pujol lo recuerda así: «Tenía unas piernas que parecían alambres. No le vi nada relevante desde el punto de vista futbolístico: ni tiro, ni regate ni llegada ni siquiera coraje o despliegue». Recuerda haberle comentado a Oriol Tort, quien por entonces era responsable de las inferiores del Barça:

—No sé qué tiene ese niño —le dijo, escéptico, Pujol—. Yo sólo le veo la cabeza.

—Justamente —asintió Tort—. El secreto del niño está en su cabeza.

Invertir en jugadores con más cabeza que cuerpo se fue afianzando en el FC Barcelona hasta convertirse en una marca de la casa. Cuando Messi llegó a probarse al Barça, lo rescató el entonces director deportivo del club.

—Cuando quise fichar a Messi —me dijo Carles Rexach—, algunos me decían que parecía un jugador de futbolín. Yo les respondí que, si los jugadores de futbolín eran así, quería todo un equipo con jugadores de futbolín.
La Pulga era parte de un plan que se había ido fraguando con el tiempo.

Hoy La Masía funciona como cuando la frecuentaba Messi. En las paredes de piedra y cemento cuelgan fotos de viejas glorias. En el aire se mezcla el olor a comida que viene de la cocina con el de la cera de los pisos y los bancos de madera que están en la y recepción. Aquí firmó su primer contrato Johan Cruyff, y se alimentaron siete de los futbolistas de la selección española que ganaron el mundial de Sudáfrica. Las habitaciones con camas literas están justo al lado de la biblioteca. Allí hay espacio para doce adolescentes, y los demás, cerca de cincuenta, duermen en un edificio al lado del Camp Nou. Son las mismas habitaciones en las que durmieron los futbolistas Xavi Hernández y Andrés Iniesta, quienes junto a Messi fueron nominados al Balón de Oro 2010.

Ninguno superaba el metro setenta y uno de estatura. Messi no alcanzaba los ciento cincuenta centímetros cuando llegó al club. Pero todos lo querían tener en su equipo. Cuando jugaba en Cadetes B y viajó con sus compañeros a Suiza, durante la cena de despedida del torneo en el que derrotaron al equipo anfitrión, el Thayngen, subió al escenario un futbolista profesional para hacer jueguitos con una pelota. Los compañeros de Messi, disconformes con la performance, obligaron a la Pulga a subir al escenario. El niño prodigio exhibía con el balón un desparpajo que no mostraba fuera del campo de juego.

—Seguramente no aprendió a hacer logaritmos —me dice Bonastre en La Masía—. Pero aprendió a llegar puntual a las prácticas, a tener entrenadores y aguantar que le digan lo que no te gusta.

Bonastre habla con la convicción de quien se siente satisfecho con su trabajo.

—Si tienes autocontrol con un profesor, lo tendrás con el entrenador —dice el maestro de informática —. Si tienes autocontrol en clase, lo tendrás en el campo.

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