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LA CALLE

19 de Diciembre de 2012

Candela: una niña en la red narco

El hallazgo del cuerpo de Candela Sol Rodríguez reveló la metáfora: una nena atrapada entre intereses de adultos y negocios oscuros. Hoy, declaró en la causa un testigo de identidad reservada que revela una trama narco detrás de la muerte. La justicia ya no podrá sino seguir la pista que policías y funcionarios judiciales intentaban ocultar. Por “Cordero de Dios”, el libro de Candelaria Schamun que se presenta hoy en la FUNTEM, desfilan corruptos, mujeres seducidas, fiscales cómplices y abogados carroñeros. Casi todos mintieron y ocultaron algo para construir una madeja tramposa que está demasiado cerca del poder narco.

Por

Candelaria Schamun – Fotos: Victoria Gesualdi / Revista Anfibia

Durante los siguientes quince días, al cerrar los ojos Carola vería la cara de su hija y el cuerpo desnudo en el piso del descampado. Tardó en reconocer a su nena: el pelo era una madeja enredada. En la comisura izquierda del labio, había una mancha. La boca estaba hinchada. Los párpados cerrados y un ojo morado. En el dedo anular permanecía el anillo con un diamante de fantasía y las uñas pintadas de rojo.

El intendente de Hurlingham fue el encargado de llevar el cuerpo de Candela hasta la casa velatoria. Lo trasladaron con su chofer en una camioneta del municipio.

Carola Labrador fue la única que vio el cadáver. No permitió que ningún otro familiar la viese muerta, ni siquiera el papá, por eso ordenó que sellaran el cajón.

Cuando Juancho se enteró de que habían asesinado a su hija le hizo un ramillete de pimpollos de rosas de papel y un corazón forrado en cuerina marrón.

El 1° de septiembre de 2011 lo dejaron salir del penal para ir al velorio. Lo hizo custodiado por la Policía bonaerense y el Grupo Halcón. Antes pasó por Coraceros 2552, después de un año y medio volvía al barrio. Leyó los carteles que le habían escrito a su hija, vio las fotos de su nena pegadas sobre la chapa del garage. La bandera verde que rezaba “Con los hijos no. Devuelvan a Candela” había cambiado su aspecto: sobre la palabra “devuelvan” habían escrito con aerosol plateado “Justicia”. La tela aún colgaba de la ventana. Juancho entró a su casa y se abrazó con Carola, con Franco y Emanuel. Los cuatro fueron hasta la pieza de Candela. Se sentaron sobre las sábanas de Barbie y el acolchado de princesas. Su cama estaba deshecha desde el 22 de agosto, tal como ella la había dejado.

Antes de irse se bañó y se cambió de ropa. Tomó un café que le preparó su madre y luego armaron un operativo para distraer a los periodistas que lo esperaban en la vereda. Todos querían la foto del padre de Candela. Su hermano se hizo pasar por él. Al hermano lo esposaron y lo encapucharon y salió primero, los periodistas se le tiraron encima, cuando estaban distraídos Juancho aprovechó para salir.

También estaban los amigos de Candela del grupo de Boy Scouts, los compañeros del colegio y los vecinos. Terminaban la vigilia que habían comenzado la noche anterior. Sobre las baldosas habían quedado las marcas de las velas derretidas.

Dicen que el padre de Candela aprovechó ese momento para pedir su libertad pero no le otorgaron ese beneficio. Los familiares lo niegan, aseguran que es otro invento para ensuciar su nombre.

El dueño de la casa de sepelios, conmovido por el caso, decidió donar el servicio que hubiese costado unos seis mil pesos. El hombre que la maquilló cubrió las marcas que el asesino le había dejado en el rostro, luego de asfixiarla durante siete minutos oprimiendo su boca y su nariz. Colocaron el cuerpo sobre una mortaja blanca, dentro de un cajón brilloso de nogal.

Cuando a las cinco y media de la mañana, Juancho bajó custodiado por los agentes de elite del Grupo Halcón, tenía las manos esposadas y la cabeza cubierta por una capucha negra. Al llegar a la sala velatoria le liberaron las manos y le sacaron la capucha. Juancho se paró frente al cajón cerrado de su hija, le dejó las flores de papel, el corazón forrado en cuerina y un oso de peluche marrón.

Alrededor había cuatro coronas de flores naturales que llenaban el ambiente de un olor denso. Una tenía la leyenda “Mamá, papá y tus hermanos”, otra la había enviado el intendente Emilio Acuña.

Durante las primeras tres horas, por orden de Carola, sólo pudieron ingresar los familiares más cercanos.

Juancho no quería irse del velorio, se resistió un rato hasta que aceptó lo inevitable. Se despidió de su hija, abrazó a Carola y a las ocho de la mañana lo volvieron a esposar. Se subió a un auto con la cabeza encapuchada y lo llevaron hasta los Tribunales de Morón para ampliar su declaración.Carola permaneció sentada a la derecha del ataúd.

A las diez de la mañana, llegaron trece compañeros de Candela de los Boy Scouts, del cuello de los chicos colgaba el pañuelo verde del uniforme, algunos lo dejaron sobre el cajón a modo de ofrenda.

Durante ese día en el colegio de Candela no hubo clases. Marilú, la directora, decidió abrir las puertas de la escuela para que los compañeros se reuniesen ahí a recordarla. Los chicos fueron acompañados por sus papás. Se juntaron en el gimnasio de piso de granito, donde está el escenario, ahí donde Candela imitaba a Tita Merello.

Pasado el mediodía, antes de que terminara el velorio, Diego García Rufino acompañó a los amigos más íntimos de Candela para que fueran a despedirse. Veinte cuadras separaban la casa velatoria del cementerio de Hurlingham. A las dos de la tarde salió la caravana. Por la cantidad de gente demoraron casi una hora en llegar.

Cordero de Dios

El barrio parecía de fiesta. Los vecinos abandonaron sus tareas y se acomodaron cerca del cordón para ver pasar el coche negro que llevaba el cajón de nogal con Candela. Los móviles de televisión transmitían en vivo lo que estaba pasando en ese barrio del Conurbano bonaerense. Donde la foto de Candela aparecía pegada en cada vidriera.

El dueño de la carnicería vestido con su delantal blanco y una boina marrón se descubrió la cabeza cuando el coche fúnebre pasó delante de su negocio. Señoras en batones floreados levantaban las manos para saludar a Carola. Una murmuró: “Es un Cordero de Dios”. Algunas lograban tocar el vidrio del auto principal y luego volvían tímidas a la vereda. Una nena de la misma edad que Candela lloraba viendo el paso del cortejo.

Los chicos hacían rugir sus motos. El ruido de las bocinas de los autos era ensordecedor y se entremezclaba con el grito de justicia. Colectivos escolares y otros de línea abarrotados de gente que no quería perderse el entierro de la que fuera la nena más buscada de la Argentina. Mil personas seguían la caravana fúnebre que avanzaba lenta por la calle Ontiveros. Atrás del coche principal, había otro que llevaba las cuatro coronas de claveles blancos y rojos.

En un Citroën C4 de la cochería Lizardo, vestida con un saco color manteca y un jean, Carola Labrador apoyaba la cabeza en el hombro de su hermana Sabrina. A su izquierda, su mejor amiga Cecilia sostenía un ramo de pimpollos de rosas rojas. Al lado de ella estaba Betiana Labrador con la mirada perdida.

Los eucaliptus en el cementerio Parque Municipal de Hurlingham son una plaga. En las ocho hectáreas no hay nichos ni bóvedas, los muertos están bajo tierra. Durante la mañana del 1° de septiembre los empleados del cementerio cavaron la fosa donde enterrarían a Candela. La hicieron cerca de la entrada. También cortaron el pasto, levantaron las tiras de corteza de los árboles y sacaron las flores podridas de otras tumbas. La orden había sido precisa: esa zona
debía lucir impecable para las cámaras de televisión. Cristian, el encargado de ese sector, se enteró ese día que iba a ser el custodio del cuerpo de Candela.

A las dos y cuarenta de la tarde, los autos estacionaron a quince metros de la futura tumba. Un rayo de sol pegaba de lleno en la cara de Cristian, que fruncía la nariz mientras veía desde lejos cómo mil personas pisaban el resto de las tumbas que él también cuida. De la amargura se alejó. Carola bajó del auto, la escoltaron Sabrina, Cecilia y Betiana. A Carola le habían dicho que le iban a hacer una misa de responso en la capilla del cementerio. Sin pensar y sin dejarse guiar por nadie, las cuatro mujeres se lanzaron a correr sin rumbo hasta perderse en el cementerio buscando la capilla y la tumba de Candela. Esa fosa que los sepultureros habían cavado cerca de la puerta para evitar el desorden. Como en una película de enredos, atrás de ellas corrían siguiéndolas sus familiares más íntimos. En medio de la carrera, arrastrando los pies, depositando todo el peso de su cuerpo en los brazos de Sabrina y Cecilia, con el torso más adelante que sus piernas, la madre de Candela repetía:

–Hijos de puta, esto no queda así.

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