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Opinión

18 de Enero de 2013

De Carahue a Temuco

Bella a pesar suyo, Carahue mira el río Imperial que parsimoniosamente pasa por entre sus muelles, miradores y viejas locomotoras abandonadas. El excéntrico alcalde Ricardo Herrera Floody, que solía pasear por esas calles infestadas de bares y botillerías con una corbata de humita en colores, importó de Bélgica las casetas telefónicas y reparó miradores pensando […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Bella a pesar suyo, Carahue mira el río Imperial que parsimoniosamente pasa por entre sus muelles, miradores y viejas locomotoras abandonadas. El excéntrico alcalde Ricardo Herrera Floody, que solía pasear por esas calles infestadas de bares y botillerías con una corbata de humita en colores, importó de Bélgica las casetas telefónicas y reparó miradores pensando en un turismo que nunca llegó.

Pueblo fantasma (que es lo que significa en mapudungun Carahue) es el pueblo con la mayor cantidad de bares por habitante del continente. Los que no son viejos aquí, se vuelven ancianos muy luego; los que no son mapuches, trabajan en la forestal que ahí, al otro lado del pueblo, tienen sus bosques de un negro impenetrable. Miles y millones de dólares de los que no hay huellas en Carahue, preservada en la calma en que la dejó el terremoto del 60, ese que hizo innavegable el río por el que recalaron inmigrantes de distintos países, empresarios y mapuches con atados de cebollas, toneladas de trigo de las que no queda nada.

Carahue parece resignada a desaparecer. O más bien a flotar sobre los siglos sin juzgarlo, sesenta años de gloria y otros cien años de silencio. Entremedio, un avión que riega los pinos negros y un helicóptero de Carabineros que vigila el acceso de sus hombres a una de las comunidades vecinas. A Carahue nada de eso la inmuta.

Antes de llamarse así, el pueblo se llamó Imperial. Le puso así Pedro de Valdivia, el conquistador de todas esas tierras, porque le pareció ver donde se cruzaban los troncos con que los mapuches formaban sus rucas, una águila bicéfala, símbolo del imperio al que servía. Reflejo mental de esa conquista que quiso creer que en el fondo de su corazón los conquistados querían, esperaban, luchaban por ser españoles. Cruel error que pagaron con sus vidas los soldados que se quedaron defendiendo el fuerte cuando los mapuches volvieron a tomar los dos bordes del río, y las colinas que se pierden en el Lago Budi, pedazo de mar en plena tierra donde ya no se sabe qué es isla y qué continente. Tierra aún virgen de españoles, donde pastan solas las vacas y las comunidades mapuche celebran a sus dioses.

Apenas cincuenta años de historia española bastaron para llenarse de mitología. Por aquí, en la Imperial donde se jugaba el destino del imperio, Alonso de Ercilla casi muere, condenado a muerte por pelearse con un compañero de armas. Una jovencita del lugar consiguió el perdón del gobernador usando para ello todas sus artes. En honor a ella, “La Araucana” se llama La Araucana en femenino. Esa piedad no hizo escuela. Estaba recién terminado de publicarse el poema cuando la ciudad fue abandonada por sus habitantes, espantados por los malones y sitios. En los siguientes cien años, algunos audaces volvieron a poblarla sin éxito. Cuando el ejercito chileno penetró entre la zarzamora y los coligües, tuvo cuidado de no tentar la suerte. Fundó Nueva Imperial en otro sitio y llamó la Imperial de ayer con un nombre mapuche, Carahue: “la ciudad que fue”.

La borrachera que en todas partes te espera, los almacenes oscuros donde gatos de cien años terminan de resfriarse, te repiten eso: ésta es la ciudad que fue, la que pudo ser, la que nunca será. Los incendios y los allanamientos, la violencia de la que hablan los diarios en Santiago, es aquí una suerte de resurrección, el recuerdo de una imposibilidad: la Imperial que flota aún en las venas de la republicana, de la chilenísima Carahue. El orgullo de los descendientes de los Quilapan y Lautaro que expulsaron a los españoles y los chilenos de aquí, choca con el orgullo de los colonos y colonizadores que convirtieron por un tiempo a este pueblo en una especie de pequeña Bélgica. Ninguno de esos pasados -la Imperial del poema de Ercilla, la Carahue de las locomotoras que trillaban trigo- existen, el puerto no lleva a ninguna parte, los trenes no parten, los mapuches pelean por un país que no existe, los colonos los reprimen en nombre de un orden y de una ley en la que tampoco creen. Los dos pueblos, los dos intentos, las dos invasiones que este pueblo celebra los hacen preferir la borrachera sobre el puente colgante Eduardo Frei Montalva y sus leones y la bruma atrapada por los pinos que secan la tierra de la que beben el agua.

Contradictoria presencia doble, la pobreza de Carahue mira al otro lado del río los bosques de las forestales que no necesitan ya su río para transportar su madera a Temuco, a sólo cincuenta kilómetros de ahí. Una ciudad, Temuco, que es todo lo que Carahue no es: próspera e invisible, Temuco evita cualquier rasgo de recuerdo o tradición. Cuartel militar, paredón en que se fusilaron los últimos batallones mapuches, Temuco quiere ser siempre nueva, más y más grande, esta ciudad que ha arrasado sin merced cualquier rastro de la infancia de su habitante más famoso: Pablo Neruda, el Alonso de Ercilla de aquí, que es aquí casi como una mala palabra. Temuco se avergüenza de ese exceso de lirismo. Supermercados y farmacias gigantescas, y entremedio a escondidas, un mercado mapuche que vende panty medias y muñecas Monster Inc pirateadas.

Multitud sin cara que deambula del mall al centro médico y los campus de las múltiples universidades en que vienen a estudiar los hijos de los mapuches y colonos de Carahue, Pitrufquén, Loncoche y Cañete. En vez de bares de mala muerte, universidades de mala muerte, muros color lúcuma, melón o papaya. La sombra del casino y hotel Dreams al final de la avenida, las casas de un piso o dos en que los contadores, vendedores de multitienda o visitadores médicos viven su propio sueño suburbano pasando con los hombros agachados delante de la estatua de Lautaro. Temuco, que a diferencia de Carahue desteta la nostalgia y esconde como puede su río, ciudad inabarcable que todas las noches y no pocas mañanas se deja vestir de una niebla inextricable que no permite los vuelos de su aeropuerto.
Los bosques de Carahue que terminan en parte ahí, en las chimeneas y boscas que calientan a Temuco, envenenando sus pulmones para crecer y seguir creciendo. Más fundos, más y más metros cuadrados de una ciudad que no sabe muy bien de dónde viene su prosperidad a crédito, su brumoso plan sin límite a espaldas de Carahue, sin ella y contra ella; Temuco, que sigue respirando la excitación y el miedo de ser la cabeza de una invasión, de una aventura, de un riesgo. Más chilena que cualquier otra ciudad de Chile, abrazada sin embargo a los techos de zinc y las casuchas de madera de Padre Las Casas y los estudiantes mapuches insomnes que aprenden ahí quiénes eran sus abuelos, de dónde viene la incomodidad y la rabia de esta ciudad, donde todo es colonias y colonos y avenida Alemania y Germán Becker y Domingo Durán y Teodoro Ribera, hijo, padre y espíritu santo.

Basta bucear dos o tres generaciones atrás para encontrar en Temuco la huella viva de la guerra. Es cosa de ver la forma ahumada y descentrada de la ciudad para comprender que algo de ella permanece aún vivo. Carahue, a cincuenta kilometros, Ercilla a menos, las reservaciones, los fundos, las forestales, las estaciones de esquí, los volcanes, todo teje una red intrincada y difícil de leer a primera vista. ¿Es realmente pobre la región más pobre del país? ¿Es realmente rica Temuco, una de las ciudades que más ha crecido de todo Latinoamérica? ¿Son estos mapuches los mismos que se comieron el corazón de Pedro Valdivia? ¿Se comieron realmente el corazón de Pedro de Valdivia los mapuches? ¿Existieron Caupolicán, Galvarino o Colo Colo? ¿Existen las calles invisibles en el humo que llevan sus nombres?

Isaiah Berlin aventura entorno al nacionalsocialismo y al nacionalismo alemán, una extraña teoría. Convertida durante la Guerra de los Treinta Años en campo de batalla de las más diversas monarquías europeas, Alemania pasó de la vergüenza al orgullo sin intermedio. Su lengua, de ser la lengua con la que Federico de Prusia hablaba con sus caballos, se convirtió en la portadora del ser mismo. Su raza pasó de querer ser de cualquier manera romana para borrar el hecho de haber acabado con el imperio, a sentirse orgullosa de ese pasado tribal y guerrero que tenía poco que ver con su presente. El hambre y el desprecio del resto de Europa hizo el resto.

En la raíz de todo nacionalismo, catalán, francés, chileno o indígena están siempre estos componentes. En el pasado, la leyenda; en el presente, el desprecio y el olvido. La misma mezcla delirante habita en los huelguistas de hambre de la CAM y en los colonos que acumulan fusiles y bazucas en los graneros de sus casas. Esa mezcla explosiva se vuelve doblemente peligrosa cuando algunos irresponsables la agitan.

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