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Cultura

19 de Enero de 2013

Tres recuerdos con Fernando Vallejo

Por Héctor Abad Faciolince para El Malpensante Ha dicho Fernando Vallejo –lo viene repitiendo desde hace tiempos– que él está muerto. Hace poco, para poder reconciliarme con él dentro de mí, resolví creerle: en adelante lo voy a tratar con esa distancia y ternura con que se trata a un muerto. Cuando los amigos (que […]

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Por Héctor Abad Faciolince para El Malpensante

Ha dicho Fernando Vallejo –lo viene repitiendo desde hace tiempos– que él está muerto. Hace poco, para poder reconciliarme con él dentro de mí, resolví creerle: en adelante lo voy a tratar con esa distancia y ternura con que se trata a un muerto. Cuando los amigos (que dejaron de serlo) se mueren, uno empieza a recordarlos sin la molestia y el rencor de las disputas, pasando por alto las palabras destempladas e injustas, los desaires y los desencuentros. Se olvidan el malestar y las rencillas, se olvida el orgullo; queda la memoria de algunos días limpios, de algunas noches puras. Para recordarlo ahora que ya no está con nosotros quiero contar tres anécdotas curiosas que me ocurrieron con él cuando pasamos juntos pequeños trozos de vida. Resumidas serían estas tres: el gramático comete un error de ortografía; matamos un perro callejero en el carro que nos lleva a San Miguel de Allende; y hacemos una prueba para verificar si puede reconocer el estilo de Manuel Mujica Láinez, para él perfecto, entre diez escritores distintos.

Primer recuerdo

El error de ortografía. Vallejo ve sobre la mesa una novela de Juan José Hoyos (El cielo que perdimos). La abre y se da cuenta de que el libro tiene una dedicatoria de Luis Alberto Álvarez, un querido amigo mío, y sobre todo de mi ex mujer, Bárbara. “Cura hijueputa”, exclama Vallejo, furioso. El libro, en efecto, nos lo había regalado hacía años Luis Alberto. Por esos mismos días el gordo Álvarez, crítico de cine y maravillosa persona, había muerto durante una operación para achicar su enorme corazón. Decía así la dedicatoria del cura Álvarez: “Para Bárbara y Héctor, para que lo que aquí se lee pueda llegar a ser pasado. Luis Alberto”. Fernando, hombre de odios imperecederos, resuelve escribir debajo, con su habitual inquina, otra dedicatoria: “Para Héctor sin Bárbara, pero con Ana, sobre la tumba de este padre que habló muy mal de mi película. Gozozamente, Fernando”.

Al leer la nueva dedicatoria yo le comento con una sonrisa: “Esta va a ser una de las dedicatorias más valiosas de mi biblioteca; firmada por el querido Luis Alberto, y refrendada por el gramático Fernando Vallejo, en su caso con un error de ortografía”. Fernando me mira escéptico: “¿Error? ¿Dónde?”. Le muestro la segunda zeta del “gozozamente”. Me pide que se lo deje corregir, y yo, sádico, me niego. “Ni riesgos”, le digo. Fernando cae de rodillas, une las manos en actitud de plegaria. Ante semejante muestra de humildad, cedo. La dedicatoria queda con la cola de la zeta tachada por su propia mano. Conservo el libro, la prueba.

Segundo recuerdo

Un amigo de Fernando Vallejo conduce rápido por una carretera mexicana. Hace un par de horas salimos del D. F. y vamos hacia el norte, poco después de Querétaro. Nos dirigimos a la casa que el encantador compañero de Fernando, David Antón, tiene en San Miguel de Allende. La casa, magnífica, queda detrás de la iglesia, y poco tiempo después se la venderán a unos millonarios gringos. Pero lo terrible, más que la venta, es lo que ocurre en la carretera. Como de la nada un perro grande sale por el lado derecho y se nos atraviesa. El conductor frena al tope, pero no alcanza a evitar el animal. Se oye un golpe seco; el perro no alcanza siquiera a chillar. Queda inerte, detrás del carro, más muerto que una piedra. Nos bajamos. Fernando Vallejo se sienta a su lado y lo acaricia con una ternura de madre ante su hijo muerto. David Antón me susurra al oído: “Se nos acabó el paseo; ahora Fernando nos va a pedir que volvamos a México. No se va a reponer, así como así, de esto”. Nos montamos al carro con un ánimo fúnebre. Vallejo no modula. El chofer arranca y sigue hacia el norte, aunque todos estamos esperando que en cualquier momento Fernando ordene que demos marcha atrás. Cierra los ojos. Llegamos a San Miguel de Allende. Vuelve a animarse. Nunca más volveremos a hablar del asunto. Tengo testigos, pero no tomé fotos: no tengo pruebas.

Tercer recuerdo

Estamos medio borrachos en el comedor de mi casita amarilla por el barrio Laureles, dos cuadras arriba de la casa de los Vallejo. Bárbara hizo pasta de entrada y luego carne con verduras. Vallejo, en ese tiempo, ya odiaba el toreo, pero no había dejado de comer carne. Hemos tomado mucho ron y vino. Discutimos de literatura. A Fernando ningún escritor del Boom latinoamericano le parece bueno. Todos son unos farsantes, pésimos escritores y peores personas. Desconocen el estilo, la prosodia, la sintaxis; cometen horrendos errores de léxico, de concordancia, de gramática. Yo no estoy de acuerdo. Vallejo salva del infierno a uno solo de los escritores latinoamericanos, Manuel Mujica Láinez. Afirma con cierta arrogancia que sería capaz de reconocer su prosa entre cien escritores distintos.

Entonces yo le propongo que hagamos una prueba a ciegas. Yo bajaré de mi biblioteca diez libros: nueve de escritores del Boom y uno de Mujica Láinez. Vamos a escoger diez párrafos al azar de los diez libros y Vallejo me dirá cuál es el de Mujica Láinez. Acepta el reto. Bajo a Vargas Llosa, Rulfo, García Márquez, Cortázar, Borges, Fuentes, Donoso, Carpentier, Lezama y Mujica Láinez. Leo dándole la espalda, sin dejarlo ver los títulos. Pongo a Mujica Láinez en sexto lugar. De cada uno leo más o menos treinta segundos. A Fernando todos le parecen pésimos. Ninguno puede ser Mujica Láinez. El menos malo es el último (Lezama Lima), pero tampoco lo convence mucho. Le muestro el párrafo de su favorito, ya leído:

Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.

Vallejo rechaza algún acusativo, una preposición innecesaria. A mí no me convence la sintaxis de la última frase. Fernando mira el título del libro: Misteriosa Buenos Aires. Entonces dice: “Claro, es el único libro malo de Mujica Láinez; ahí es irreconocible”. Nos reímos. Vallejo, como los gatos, siempre cae parado; jamás admitiría que ha perdido una discusión. Al fondo se oyen los impromptus de Schubert y nos ponemos a hablar de música. No tengo testigos y tampoco tengo pruebas.

Tengo otros recuerdos con el difunto Fernando Vallejo, pero esos los dejo para cuando yo esté muerto.

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