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Opinión

23 de Junio de 2013

Travesía a la Antártida

  Uno imagina con igual viveza libros que probablemente no va a escribir y viajes que no llegará a hacer nunca. Leyendo libros y viendo documentales yo me imagino un viaje en uno de los buques científicos que van a la Antártida y también un libro en el que relataría ese viaje; o mejor todavía una novela, […]

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Uno imagina con igual viveza libros que probablemente no va a escribir y viajes que no llegará a hacer nunca. Leyendo libros y viendo documentales yo me imagino un viaje en uno de los buques científicos que van a la Antártida y también un libro en el que relataría ese viaje; o mejor todavía una novela, la novela de alguien a quien las lecturas infantiles le despertaron una vocación científica y no literaria, alguien que leyó Las aventuras de Arthur Gordon Pynn de Poe y la continuación algo espúrea de Julio Verne, La esfinge de los hielos, y que aprendió a trazar en el azul de los atlas las travesías australes de navegantes reales y navegantes inventados, el capitán Cook y el Lord Glenarvan que buscaba el rastro del capitán Grant, y la localización exacta de la Isla Misteriosa en el Pacífico Sur.

La palabra Antártida es el nombre más resplandeciente de la geografía. Un viaje a la Antártida sigue teniendo algo de viaje mitológico, no sólo por la distancia y la inaccesibilidad y los peligros de un mar sembrado de grandes icebergs, sino por el sonido mismo de la palabra. La Antártida suena casi como La Ilíada o la Eneida, como La Argonáutica, y en esas vocales y consonantes parece que ya están contenidas las aristas del hielo y las inmensidades blancas del único continente todavía no desfigurado sin remedio por la invasión humana.

Sedentario y medroso, yo imagino cómo será viajar en un buque científico y observar la proximidad de la Antártida

En febrero de 1774, cuando se dio cuenta de que ya no podía seguir avanzando más hacia el sur, porque las velas de su navío estaban rígidas de hielo, los marineros muertos de frío, el mar lleno de grandes témpanos amenazadores, el capitán Cook se consolaba escribiendo en su diario que había llegado no sólo más lejos que ningún otro hombre antes que él, sino todo lo lejos a lo que un hombre podía llegar. La Antártida es sin duda el único lugar del mundo en el que alguien puede experimentar todavía la sensación de límite y de abismo que tuvieron los miembros de la tripulación del capitán Cook al divisar entre la bruma las murallas verticales del hielo austral. Sedentario y medroso, yo imagino cómo será viajar durante semanas en un buque científico y observar cada día los signos de la proximidad de la Antártida, el vuelo de los formidables pájaros marinos, la aparición del primer iceberg.

Por eso me fui directo, en una librería donde buscaba otra cosa, hacia una portada austera en la que no había nada más que un título inapelable, Un viaje a la Antártida. Lo ha publicado Tusquets, en la colección de temas científicos que dirige Jorge Wagensberg, y su autor es alguien que se parece mucho a ese personaje que yo imagino para una novela antártica: Sergio Rossi, un biólogo de Barcelona al que le despertaron de niño las fantasías de descubrimientos no las novelas de Verne sino los documentales del comandante Cousteau. La realidad contiene en sí misma el fulgor de los símbolos. Entre los concursos y los anuncios y las tonterías habituales de una televisión que ya es en color, las aventuras semanales de la nave Calypso en su travesía perpetua por los océanos tienen la belleza de las navegaciones mitológicas y de las aventuras en busca de tesoros. En La Odisea, Calypso es la ninfa que acoge al náufrago Ulises en su isla y se enamora tan ciegamente de él que le ofrece la inmortalidad si elige quedarse para siempre con ella. Yo ya era un adulto en la época en que Sergio Rossi veía en televisión los programas del comandante Cousteau, pero puedo imaginar su entusiasmo de niño, alimentado no sólo por las imágenes del mundo submarino, por la belleza real del buque con las velas al viento y las tareas enérgicas de los marineros y los investigadores, sino por algo mucho más antiguo, el gran arquetipo narrativo del viaje por mar, el de Ulises y el de los Argonautas, el del marino Simbad, el de laHispaniola de Stevenson y el Pequod de Melville.

Algunos sueños se cumplen y resultan ser mucho mejores que las promesas de la imaginación. Sergio Rossi se especializó en biología marina y el año 2000 hizo su primer viaje de investigación a la Antártida, en un buque laboratorio alemán que tiene nombre de novela de aventuras, el Polarstern. Su libro es una crónica de tres expediciones sucesivas a lo largo de doce años, y también una enciclopedia comprimida de todo lo que más importa saber sobre aquel continente, remoto y casi inhabitable, y al mismo tiempo decisivo para el equilibrio climático del planeta entero. Las corrientes de aguas muy frías que fluyen desde la Antártida hacia el norte compensan el calor excesivo del ecuador y los trópicos. En las aguas antárticas, en esa zona fronteriza en la que los hielos se funden y vuelven a formarse cada año, la vida marina tiene una riqueza y una diversidad incomparables. En las narraciones épicas y en las novelas de aventuras los navegantes suelen medirse con criaturas inmensas —monstruos fantásticos, ballenas, pulpos gigantes—. Sergio Rossi cuenta el prodigio de los organismos microscópicos que están en la base de toda la fecundidad de la vida en el mar, las algas unicelulares, los diminutos crustáceos que se alimentan de ellas, el krill, el plancton espeso del que depende todo el tamaño de las grandes ballenas, los pececillos que devoran el krill y son a su vez devorados por las focas, por los pingüinos, por los cormoranes y los albatros. Lo más ínfimo importa tanto en el gran equilibrio de la vida marina como lo más desmesurado. La desaparición de un solo elemento trastorna el edificio entero. Las heces monumentales de las ballenas desatan la fertilidad de grandes zonas submarinas.

 

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