Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Nacional

17 de Abril de 2014

Una Temporada en el Infierno

El incendio más devastador en la historia de Valparaíso que le costó la vida a 15 personas, dejó más de 2900 viviendas inhabitables y alrededor de 12 mil damnificados, tuvo como mayores escenarios de destrucción a los cerros Las Cañas y La Cruz. Sus habitantes cuentan lo que vivieron y cómo piensan levantarse de los escombros.

Claudio Pizarro
Claudio Pizarro
Por


Dio media vuelta y no volvió a mirar atrás. No quiso. O tal vez no se atrevió. Arriba, colgando en una quebrada del cerro Las Cañas, su casa comenzó a arder y el infierno de fuego a entibiarle la espalda. ¿Para qué mirar atrás?”, se pregunta hoy Alejandro Vallejos, en el mismo terreno baldío donde se instaló hace 25 años junto a su familia. Allí vio crecer a sus cinco hijos, le fabricó una rampla de acceso a una hija inválida y vio como el inmueble crecía a medida de los requerimientos. Construyó seis dormitorios – uno para cada hijo, más el matrimonial- y un gran living con vista al mar. La vivienda era su orgullo. Un auténtico resumen de su vida.

-Terminamos viviendo 10 personas, incluyendo algunos nietos. Le había hecho un segundo piso a mi hijo. Pero ahora hay que volver a empezar. Miro a mi alrededor y todavía no lo creo. Esta es una catástrofe, peor que un terremoto- cuenta Vallejos mirando el paisaje arrasado por el fuego.

Dos incendios anteriores, en Rodelillo en febrero del año pasado y en el cerro La Cruz en el 2008, habían bordeado el sector sin lograr penetrar en las viviendas. Pero esta vez la gente de Las Cañas no corrió la misma suerte. Tres vecinos de Vallejos, dos ancianos y un sobrino, murieron sin lograr salir de su casa.

-Si yo hubiera sabido que mis vecinos estaban ahí me hubiera metido a salvarlos. Como sea los tiro para abajo. Pensé que andaban en la iglesia porque en el día no los vi. Tenían la luz apagada. Cuando llegamos a limpiar al otro día recién supimos que estaban muertos- recuerda Pedro Ovalle, otro vecino de Las Cañas.

Ovalle salvó de milagro, arrancando por el techo, cuando el fuego comenzaba a invadir su casa. Intentó sacar ropa de un dormitorio pero no alcanzó. “De repente entraron las llamas, comenzaron a hacerse remolinos, tuve que agacharme y huir. No alcancé a sacar nada”, cuenta.

El fuego se había extendido desde el cerro La Cruz hacia el fundo El Pajonal, en el límite urbano de la ciudad. Los eucaliptos, ubicados en las quebradas, pronto comenzaron a arder y las cenizas prendidas a caer sobre el pasto seco. La propagación del siniestro fue inminente.

-Eran verdaderas lenguas de fuego que atravesaban los cerros. Pasaban de una cuadra a otra por el aire. Las casas comenzaron a incendiarse por la sensación térmica, la energía del calor comenzó a encender los colchones, por eso la gente no alcanzó a sacar sus cosas- agrega Jovino Arredondo, mientras remueve los escombros en la casa de su madre.
Los vecinos se quedaron hasta el final intentando combatir el fuego. Ya no había luz eléctrica y comenzaba a oscurecer. Daniel Arredondo, otro vecino de Las Cañas, sacaba a esa hora junto a su cuñado los palos quemados que caían sobre el techo. “Era como una lluvia de meteoritos”, recuerda.

-Comenzamos a regar con la manguera porque el viento nos tiraba palos prendidos, así como misiles chiquititos, como una llovizna que caía desde todos lados. Impresionante- recuerda.

El fuego, que cruzaba la calle, impedía que pudieran salir del hogar.

El ambiente se tornaba irrespirable y decidieron arrancar. Se parapetaron detrás de una muralla de concreto y vieron como las llamas pasaban sobre sus cabezas. “Mi cuñado gritaba no me quiero morir, no me quiero morir”, recuerda Arredondo. El fuego dio un breve respiro y decidieron arrancar.

-Tuvimos que esquivar las llamas, parecíamos kamikazes. Cuando íbamos llegando a la esquina explotaron unos tubos de gas que nos tiraron hacia el muro. Mi cuñado quedó en el suelo y me devolví a buscarlo. Seguimos corriendo hasta que llegamos a una escalera. Estaba lleno de fuego y humo. No podíamos ver. Subimos por instinto- recuerda.

Finalmente lograron llegar a una cancha. Les faltaba aire y no sabían para dónde arrancar. Decidieron cruzar hacia el cerro El Litre y bajar en dirección al mar. En una pequeña pausa, sentados en una ladera, vieron como ardían varios cerros del puerto. “En ese momento no sabes si seguir mirando o no. Es terrible ver como se quema el cerro donde te criaste desde niño”, relata Arredondo.

Allí, en medio del caos, tuvieron que socorrer una persona minusválida con un ataque broncopulmonar. Luego la llevaron en andas al hospital Van Buren y partieron a encontrarse con sus familiares en el cerro Barón. Allá todos se preguntaban lo mismo: ¿habrá resistido la casa?

Daniel Arredondo, al otro día, partió con toda su prole al cerro Las Cañas, intentando responder la pregunta que los mantuvo en vela la noche anterior.

-Veníamos todos conversando que teníamos que estar preparados para lo que fuera. Que éramos una familia y teníamos que tirar para arriba. Que no sacábamos nada con lamentarnos- recuerda Arredondo.

En eso estaban cuando vieron aparecer, en medio de un infierno de cenizas y escombros, la casa familiar intacta. “Fue como un shock escénico. Quedamos mudos”, comenta Arredondo. El contraste fue tan intenso que ni siquiera hubo tiempo para alegrase. “Es algo muy raro. Fuerte. A veces uno llega a pensar que hubiera preferido no estar en esta situación”, agrega.

La casa, ubicada en Los Olivos 450, hoy funciona como albergue para los vecinos. El domingo los Arredondo dieron refugio a la familia de una niña con problemas bronquiales que estaba durmiendo en una carpa. “Si esto quedó en pie, tiene que ser por algo, no creo que haya sido en vano”, remata Daniel. Arredondo.

Red de reconstrucción

Luis Ortiz estaba cocinando el sábado cuando se enteró que había un incendio grande en Valparaíso. Desde el segundo piso de su hogar, cada cierto tiempo, echaba un vistazo para observar la inmensa columna de humo que se elevaba desde la extensa zona boscosa que rodea los cerros de Valparaíso. Siempre que había incendios, Ortiz manejaba una lógica implacable: tomaba como referencia un poste de luz ubicado al frente de su casa y veía a qué lado de él se dirigía el humo. Si lo hacía el costado derecho el incendio se alejaba, si lo hacía en dirección contraria había que preocuparse. A la tercera vez que subió a ver qué pasaba se percató que el humo había cambiado de dirección y se dirigía a su hogar. “Le dije a mi señora que juntara todos los documentos porque había cambiado el viento”, recuerda Ortiz.

Su mujer, Cecilia, se bloqueó completamente. “Tomaba las cosas y no sabía qué guardar”, agrega Ortiz. El hombre, intentando aplacar la angustia de la mujer, decidió llevarla a ella y sus dos hijos a un lugar seguro. Antes, agarró los dos plasmas que les regaló a sus hijos para navidad, y bajó con ellos rumbo al plan. Cuando regresó al cerro el incendió estaba a punto de alcanzar su vivienda. “Estaba tan desesperado que comencé a mojar el techo de mi vecino para no quemarnos nosotros. Pero fue insostenible. Cuando el incendio llegó a la casa del frente, no había vuelta, y decidí irme”, recuerda Ortiz.

Su única preocupación ahora es “cómo levantarse”. Dice que aún está pensando si quedarse o marcharse a otro lugar. Que en el cerro no se siente seguro y que existen probabilidades de que esto vuelva a ocurrir.

-Una señora, mamá de un compañero de mi hijo, vivió el incendio de La Cruz el año 2008 y después decidió irse. Si nos hubiésemos quedado, me dijo, nos quemamos de nuevo. La pura y santa verdad- cuenta Ortiz.

Tan verdadero es el asunto que algunas familias que padecieron el incendio el 14 de enero del año 2008, donde se quemaron más de 100 viviendas, hoy también sufren la perdida de sus inmuebles. Es el caso de Luis Muñoz que llegó a vivir al Cerro La Cruz en el año 1973, en una toma de terreno a fines del gobierno de Allende. Valparaíso, de hecho, ha forjado su historia en torno a este tipo de asentamientos irregulares. Todavía hoy, según el último catastro realizado por el MINVU en el año 2011, la región cuenta con 160 campamentos de un total de 706 que existirían en el país. Sólo Valparaíso y Viña del Mar concentran el 15% del total nacional.

Luis Muñoz, si bien regularizó su propiedad hoy, al igual que algunos de sus vecinos, nuevamente fue damnificado. La vez anterior su casa se la reconstruyeron en poco menos de un año. Hoy, debido a las más de 2500 casas destruidas, piensa que la situación se va a demorar más. “Es lógico porque hay gente afectada. Igual no me gustaría moverme de aquí. Estoy acostumbrado. Tengo más o menos 400 familiares en el cerro. Mi mamá tuvo doce hijos y la descendencia es grande. Más de la mitad perdió sus casas”, expresa Muñoz.

La realidad del hombre de 71 años es parte del ADN del puerto. La mayor parte de las viviendas son ocupadas por padres, hijos y nietos. Y como muchos llegaron a ocupar los terrenos de forma irregular, llamaron a familiares para que también se asentaran en el lugar. Por eso no es extraño, como asegura Luis Muñoz, que en un mismo cerro convivan 400 integrantes de un mismo clan familiar. Una situación compleja cuando suceden catástrofes de este tipo.
-Acá no se le quema la casa a una persona de la familia sino a todo el núcleo familiar. La red de reconstrucción, entonces, es más difícil. Es un tema cultural de Valparaíso, cómo se construyen las casas y cómo ocupan sus terrenos- reflexiona Laura Salgado, asistente social de la Fundación Integra.

En la actualidad -probablemente por lo mismo que dice Salgado- Luis Muñoz duerme en el viejo Opala del año 79 que guarda en un destartalado garaje. Al igual que en el incendio del año 2008, fue la única parte de su casa que se libró del siniestro.

Caballo de palo

Lo único que alcanzaron a salvarle a René Ahumada antes de que el incendio consumiera su hogar es algo que quizá le sirva para levantarla nuevamente: un viejo caballo de palo, una chupalla y un poncho. Las herramientas clásicas de un oficio que atesora hace más de 30 años y con el que ha mantenido a sus hijos. Sus máquinas fotográficas e impresoras no las pudieron rescatar. Hoy, cuando la contingencia apremia, ruega porque alguien pueda ayudarlo a retomar su actividad. Petito, su fiel caballo, lo tiene guardado en la subida Ecuador.

-Perdí la mejor cámara que tenía, una Canon. Pero, bueno, aquí estamos. Hay que empezar de nuevo nomás. Puta que va a costar, ya no son las fuerzas de cuando uno era cabro. Ahora tengo 65 años y estoy doblando la curva. Va a costar harto, pero hay que seguir luchando mientras estemos vivos- dice Ahumada.

El fotógrafo, junto a su esposa Nelly, están afuera de las ruinas de su casa junto a una de sus nietas. La niña abraza a su abuelo y le dice con abrumadora inocencia que todo va a salir bien.

La realidad que viven los niños en los cerros afectados es sobrecogedora. En el cerro Las Cañas se quemó el jardín “Ardillitas” de la Junji y el “Guacolda” de la Fundación Integra. Éste último atendía a 81 niños de escasos recursos del sector. Sólo dos familias, según un catastro que hizo el mismo organismo, conservaron sus casas.

-Todos los niños saben que su jardín y sus casas se quemaron. La idea es continuar atendiéndolos en la sede social que está al lado del jardín para que estén en mejores condiciones que en sus casas, que están totalmente deterioradas, y así poder darles alimentación y algunas experiencias pedagógicas para sacarlos de esta crisis de pena que tienen- cuenta Valeria Urrea, directora del establecimiento.

El drama de los niños se ha acrecentado debido a la obstinación de las familias por pertenecer en sus terrenos.

-La gente no se quiere ir a los albergues. Cuando uno les dice que se vayan para allá contestan que tienen que cuidar.

Cuando uno mira alrededor piensa, ¿qué están cuidando? Dicen que es su lugar. Y claro, es su comunidad. Si bajan lo sienten ajeno. La gente sólo viaja a los albergues para que los inscriban y les llenen la ficha de damnificados, después vuelven a subir- cuenta Laura Salgado, asistente social de la Fundación Integra.

El drama, en todo caso, también se extiende a los padres. El domingo llegaron en masa a ver si sus casas habían resistido el siniestro y se dieron cuenta que no había quedado nada en pie. El impacto en las mujeres fue devastador. Muchas se desvanecieron dejando a los niños solos caminando sobre latas entremedio de mascotas calcinadas. El espectáculo era tan desolador que algunos se resignaron a sentarse arriba de una piedra a observar la devastación. “Era impresionante. Es un proceso emocional que tienen que vivir”, agrega Salgado.

El día lunes el ánimo fue distinto. La llegada de voluntarios permitió a las familias enfocarse en las labores de remoción de escombros. La idea era tener el terreno despejado para la pronta instalación de una vivienda de emergencia. La mayoría de los damnificados aspira a que la reconstrucción se realice en los mismos terrenos donde ahora han instalado carpas. Se niegan a dejar sus viviendas y marcharse a otro lugar. Como don Luis Muñoz que a sus 71 años no se resigna a abandonar el cerro La Cruz pese a estar durmiendo en un Opala del año 79. “Estoy acostumbrado. Llevo toda una vida aquí. Después de la toma logré comprar este terreno con mucho esfuerzo”. Luego, comenta un tanto resignado: “lo malo es que se me quemaron los papeles. Segunda vez que se me queman. Voy a tener que ir a la notaría”.

Notas relacionadas