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Opinión

21 de Agosto de 2014

Columna: Vivir la diversidad es la única manera de vivir el mundo real

Una de las cosas que más me sorprendió cuando llegué a Santiago (vivo acá desde el 2011) fue notar como al cambiarse de línea en el metro no sólo cambiaba el tipo de vagones, sino también el “tipo” de pasajeros que cada línea transportaba. El año 2011 tuve que ir a muchos colegios a participar […]

Manuel Sepulveda
Manuel Sepulveda
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Una de las cosas que más me sorprendió cuando llegué a Santiago (vivo acá desde el 2011) fue notar como al cambiarse de línea en el metro no sólo cambiaba el tipo de vagones, sino también el “tipo” de pasajeros que cada línea transportaba.

El año 2011 tuve que ir a muchos colegios a participar en foros donde se comentaban las demandas del movimiento estudiantil y los principales problemas de nuestro sistema educativo. De vuelta a la casa, cuando pasaba de la línea 1 a la 5 en la estación Baquedano, analizaba el cambio en la vestimenta, el modo de hablar, e incluso en el fenotipo de las personas que estaban a mi alrededor. Me chocaba ver como a pesar de compartir un mismo espacio, era fácil distinguirnos y caracterizarnos según el tren que necesitábamos abordar.

Somos un país desigual. Como dijo Violeta, “Chile limita al centro de la injusticia”, y eso podemos verlo todos los días, al comparar los 15 millones mensuales que recibe un gerente de la cadena de supermercados con los 215 mil pesos que se paga a la cajera o al reponedor; al comparar los metros cuadrados de un residencia en La Dehesa con los de una vivienda social entregada por el Estado; al saber que mientras las Isapres facturan millonarias ganancias muchos chilenos son atendidos en un pasillo, esperan meses para tener hora en el quirófano, y organizan bingos o rifas solidarias para pagar los medicamentos que necesitan para vivir; y al comparar las instalaciones de un colegio particular pagado con la infraestructura de un establecimiento subvencionado en cualquier comuna vulnerable del país.

Sin embargo, esta injusticia no es lo peor. Lo más trágico es que reproducimos y profundizamos estas desigualdades al permitir que la desconfianza penetre en cada uno de nuestros espacios de convivencia. Ignoramos quienes viven en el departamento vecino porque sólo nos importa el nivel de ruido que ellos emiten; desconfiamos de los compañeros de trabajo porque “no vaya a ser cosa que nos aserruchen el piso”; no participamos en el sindicato, en la junta de vecinos o en el comité de propietarios porque son un “cacho” que sólo quita tiempo; y enviamos a nuestros niños a colegios donde convivan con otros parecidos, asumiendo que en los diferentes se esconden las “malas juntas”.

Esta desconfianza es un cáncer que se está llevando al carajo cualquier oportunidad de desarrollo generada por esos casi 20 mil dólares per cápita que el país ha alcanzado, y por ello es necesario entender la urgencia de reformar las estructuras que lo sustentan.

Aquí es donde la educación juega un rol preponderante.

La escuela es una oportunidad única de encuentro, de convivencia y de aprendizaje, un aprendizaje que va más allá de la lectura o la matemática, y que se refiere al conocimiento y la valoración del otro, de la diferencia, de aquello que no conozco y que enriquece mi desarrollo. La escuela es una oportunidad única porque es un espacio de convivencia para los más pequeños, para aquellos que todavía no incorporan el clasismo, arribismo y la desconfianza que lamentablemente caracteriza a nuestra cultura.

*Sociólogo, Investigador de Política Educativa de Educación 2020.

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