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Opinión

21 de Noviembre de 2014

Rabia

Tengo rabia porque ayer conversé con una señora de 70 años en un vagón del Metro Los Héroes y me dijo que creía que no valía la pena llegar a viejo. No se quejaba por la jubilación de mierda que le tocó después de 30 años de trabajo. No me dijo nada de eso. Me […]

A.S.C
A.S.C
Por

Metro de Santiago

Tengo rabia porque ayer conversé con una señora de 70 años en un vagón del Metro Los Héroes y me dijo que creía que no valía la pena llegar a viejo. No se quejaba por la jubilación de mierda que le tocó después de 30 años de trabajo. No me dijo nada de eso. Me habló de su nieto. Había nacido cuando su hija menor tenía 15, en una población de San Bernardo. Era un niño lindo, cachetón, rosadito y cariñoso, me comentó. Cuando su nieto tenía cinco años, su papá fumaba pasta base en la pieza. Había pasado por etapas y llevaba tantos años metido en la droga que poco a poco había perdido la visión, teorizaba la señora. Su nieto se crió jugando con pipas de distintos tamaños y colores. A veces ella miraba cuando se las llevaba a la boca y más de alguna vez fue testigo de cómo su nieto se quemó los dedos cuando su papá dejaba el fierro caliente de tanto darle con un soplete. Me dijo que en esos tiempos pensaba que algún día su nieto estaría igual. Y que no sabía cómo detener el destino.

Lloraba en las noches, sentía angustia, tenía pesadillas. Un día soñó que su nieto vendía la comida del refrigerador y un balón de gas. El único de la casa. A esa altura ya había olvidado la estación donde debía bajarme. No tengo idea por qué me contó su vida y tampoco sé por qué la escuché. Me dio rabia cuando comentó que golpeó puertas -no sé cuáles- y nunca recibió ayuda. Me dijo: “¿Y qué cree usted…? Dicho y hecho. A mi nieto lo dejé de ver hace unos años. A veces lo encuentro en la calle y no me reconoce”. No entró en detalles. No me dijo qué había pasado desde los cinco años cuando lo veía jugar con las pipas de su papá hasta ahora, que tenían 15. La misma edad de su hija cuando quedó embarazada.

Me contó que el día domingo, cuando levantaba la mesa y los hombres de la casa bebían cerveza en la esquina, ella lloraba lavando los platos. Cuando le preguntaban qué le pasaba, culpaba al detergente. “Esta porquería es tan mala que me hace llorar”, contestaba. Entre platos y grasa, se acordaba de todo. De cuando había criados a sus hijas y decía que haría sus mejores esfuerzos para que no fueran como ella. Recordaba a su nieto jugando fútbol y riendo con su primera pelota en navidad. No me acuerdo en qué estación me bajé. Pero pensé que su historia era un triste lugar común. Como este texto. No supe qué decirle. En realidad no pude decirle nada.

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#Calles#metro#Santiago

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