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Opinión

28 de Noviembre de 2014

Columna: La vida por un traslado

El lunes 3 de noviembre Raúl Vergara no aguantó más y se ahorcó. Llevaba treinta días en huelga de hambre para conseguir que lo trasladaran de la cárcel de Rancagua al recinto penitenciario de Angol. Su solicitud había sido acogida y la resolución que autorizaba el traslado estaba en el escritorio del director del penal […]

Javiera Herrera Zalaquett
Javiera Herrera Zalaquett
Por

gendarmería

El lunes 3 de noviembre Raúl Vergara no aguantó más y se ahorcó. Llevaba treinta días en huelga de hambre para conseguir que lo trasladaran de la cárcel de Rancagua al recinto penitenciario de Angol. Su solicitud había sido acogida y la resolución que autorizaba el traslado estaba en el escritorio del director del penal cuando se mató. Pero Raúl no lo sabía y, frente a la posibilidad de seguir indefinidamente recluido en Rancagua, decidió quitarse la vida.

A principios de 2014 Dino Meneses había cumplido cuatro de los cinco años a los que había sido condenado en el Complejo Penitenciario de Alto Hospicio. Durante ese tiempo, además de asistir al liceo del penal y estudiar, Dino se enamoró. Decidió casarse y agendó día y hora para hacerlo ante un oficial civil de Alto Hospicio. Pero una semana antes de la fecha en que debía celebrarse la boda, fue trasladado al Centro de Detención Preventiva de Puente Alto.

Como todos saben, uno de los objetivos de las penas privativas de libertad es la rehabilitación y reinserción social de las personas que han infringido la ley. Lo que no saben todos es que existen formas de medir cuán rehabilitado y apto para reinsertarse está un preso: una de ellas es tener un nivel de integración y apoyo familiar adecuados, es decir, recibir visitas. Por lo mismo, el Reglamento 518 sobre Establecimientos Penitenciarios señala que «en resguardo del derecho a visitas, los condenados deberán permanecer recluidos preferentemente cerca de su lugar habitual de residencia» (art. 53).

Pero el lugar habitual de residencia de Raúl Vergara no era Rancagua ni el de Dino Meneses, Santiago. Antes de caer presos, el primero vivía en Los Ángeles y el segundo en Alto Hospicio. ¿Quién podría haber ido a visitarlos tan lejos? Afortunadamente para Dino, la ONG Leasur llevaba un tiempo trabajando con los internos del Centro de Detención Preventiva de Puente Alto y, gracias a la gestión de uno de sus abogados, pudo regresar al complejo de Alto Hospicio, casarse y continuar recibiendo el apoyo familiar que el Estado le recomienda.

El traslado arbitrario o la denegación de cumplir condena en un lugar apropiado son solo algunas de las numerosas «penas sobre penas» que se ven obligados a cumplir quienes ya están cumpliendo la única pena a la que la ley los ha condenado: estar en la cárcel. Huelga decir que trasladar a un recluso a un sector o recinto penal donde viven personas con las que tiene asuntos pendientes redunda, muchas veces, en que lo maten. Entre 2007 y 2013 se produjeron casi trescientos homicidios en las cárceles del país, muchos de los cuales podrían haberse evitado si la prisión no fuera un lugar donde el derecho simplemente no existe.

Y es que hoy no existe ninguna ley de ejecución penitenciaria que regule lo que pasa al interior de las cárceles y enfrente las arbitrariedades en que incurre la administración. En las calles de la Penitenciaría, por ejemplo, veinticinco internos tienen que compartir las seis camas que contiene una celda de 2,5 x 2,5 metros. Así que los que no caben se acuestan en el pasillo sin colchón, total, en lugar de dormir tienen que vigilar que nadie venga a matar a los privilegiados que ocupan la habitación.

Los encargados de hacer que la ley se cumpla son precisamente los que terminan violándola, y las únicas entidades públicas que se dedican a la impopular labor de enmendarlo son la Defensoría Penal Pública y la Corporación de Asistencia Judicial. Pero en Chile hay cerca de 46 mil presos, cifra que ni con la mejor voluntad del mundo los profesionales que trabajan en ellas podrían llegar a cubrir. Por eso nadie supo que Raúl Vergara llevaba treinta días sin comer para que lo dejaran cumplir su condena donde alguien pudiera visitarlo, y a los veinticinco años se murió de soledad.

Un robo con fuerza en lugar habitado le había costado cinco años de encierro. Ingresó a la cárcel de Rancagua en 2013 y hubiera salido en libertad en 2018. Se trataba de su primer delito.

*Directora de Comunicaciones de ONG Leasur.

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