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LA CARNE

2 de Diciembre de 2014

Reportaje: Madres vírgenes

Daniela quedó embarazada, luego de nueve años casada, sin nunca haber sido penetrada. Valeria también. Tenían fobia al dolor y pensaban que se desangrarían en el acto. Querían perder la virginidad pero no podían: sus vaginas las traicionaban y se comportaban como una gran muralla que no dejaba espacio para meter ni siquiera un cotonito. Probaron de todo. Desde lubricantes hasta embriagarse. Pero nada. Luego de buscar ayuda, llegaron a un diagnóstico tajante: sufrían de vaginismo. Esta es la historia de dos mujeres dispuestas a todo por gritar un merecido Viva Chile.

Por
Madres-Virgenes[1]

Cuando le vinieron náuseas, arcadas y ganas de vomitar, Daniela pensó que estaba enferma de la guata. Y no le dio mayor importancia. A los días, los síntomas se acentuaron y se le sumaron las ganas de comérselo todo. Nunca se le cruzó por la mente la palabra embarazo. Para ella eso era imposible. A los 31 años, Daniela seguía siendo virgen. Por más que lo intentaron todo con su esposo, nunca había sido penetrada. Después de ocho años de pololeo y uno de matrimonio, Daniela y José Luis llevaban una vida sexual “por encimita”.

A las semanas de sentirse mal y casi como jugando, Daniela compró un test de embarazo. “Cuando veo que hay una raya que marcaba positivo, me vino un ataque de risa de puros nervios. Después me puse a llorar”. Su esposo la miró incrédulo, releyó el test de embarazo y terminó muerto de la risa. “Es que era imposible, un hecho inexplicable, casi como un milagro del espíritu santo”, cuenta Daniela.

Con el test en la mano, partieron donde un ginecólogo que les terminó confirmando el notición: Daniela tenía dos meses de embarazo. Al médico le contó que nunca había sido penetrada y llena de dudas le preguntó cómo había ocurrido el milagro. “Los milagros no existen”, le dijo el doctor. Y comenzó la explicación científica. Con la excitación, el hombre libera un líquido pre eyaculatorio que contiene espermios y eso puede provocar un embarazo. “Durante la eyaculación y el orgasmo se secreta en el semen unos 100 millones de espermatozoides por ml y solo uno es el campeón que logra fecundar a un óvulo. Es muy difícil, pero sucede”, detalló el doctor. Lo más probable era que su esposo había eyaculado muy cerca de su vagina y, como los espermios tienen movilidad, se deslizaron en los fluidos vaginales hasta encontrar un óvulo y lograron fecundarlo. Ese era el milagro de Daniela y José Luis.
En esa misma visita, el médico trató de revisarla, pero fue imposible: Daniela se bloqueó y no dejó que ni siquiera mirara su vagina. Sintió casi como si la estuvieran violando. El doctor le terminó diciendo que su embarazo sería un desastre si seguía así. Ella salió llorando de la consulta, pero saber que iba a ser madre y pensar que cada vez que fuera a control tendría que pasar por una traumática experiencia, la hizo que buscara ayuda para resolver su problema.

Averiguando llegó a la consulta de Odette Freundlich, kinesióloga especialista en rehabilitación pelviperineal y sexualidad del centro Miintimidad, quien luego de una serie de preguntas sobre su vida sexual, le entregó un diagnóstico tajante: Daniela sufría de vaginismo. “Una disfunción sexual que consiste en una contracción involuntaria del tercio externo de la vagina, junto con los muslos, glúteos y el abdomen, que impiden la penetración. Pese a que no hay cifras oficiales, se estima que afecta al 17% del total de chilenas que consultan a un especialista”, explica Freundlich, quien en los últimos cinco años ha visto 1.100 casos de mujeres con vaginismo y de ese total, 23 mujeres han quedado embarazadas sin penetración. O sea, siendo madres vírgenes. Muchas se demoran años en consultar. “He tenido casos de parejas con 27 años de casados y que aún siguen siendo vírgenes. Ella virgen, él también. De hecho, hace poco traté a un matrimonio que llevaba 23 años juntos, con tres hijos adultos que nacieron de un juego sexual sin penetración”, cuenta la especialista.

Luego de conocer a Odette, Daniela sintió que estaba con la profesional adecuada y se entregó. “En otras palabras, no me quedó otra que abrirme de piernas”, dice entre risas.

EL SEXO COCHINO

Según cifras del INJUV, en promedio, las jóvenes chilenas pierden su virginidad a los 17 años, y en el caso de los hombres es a los 16. Para Odette Freundlich, en los primeros encuentros sexuales, es normal sentir ansiedad y temor. De hecho, en muchos casos la penetración no siempre se da de inmediato ni de manera placentera, pero esto es algo totalmente distinto a lo que le sucede a las mujeres con vaginismo. Según Freundlich, generalmente le tienen fobia a la penetración, al erotismo y al pene. “Son mujeres que les horroriza el dolor. Piensan que se van a desangrar, que se va a romper todo, que se va a rajar el himen y van a ver charcos de sangre. No necesariamente tiene que ver con abuso sexual”. También suele darse en casos de mujeres que han tenido una educación muy restrictiva respecto a la sexualidad. “Les han inculcado que el sexo sirve solo para procrear y todo lo demás es visto como sucio, prohibido y malo. Son de la idea que tienen que llegar vírgenes al matrimonio. Todo eso se va metiendo en la cabeza. ¿Y qué sucede? Como respuesta, se aprieta la musculatura. Ellas quieren tener penetración, pero no pueden. Es imposible. La vagina es una piedra cerrada”, explica Freundlich.

Este el caso de Daniela. Ella viene de una familia conservadora y de misa diaria. Estudió en un colegio católico del barrio alto y desde chica se le inculcó que el sexo era malo y cochino. “Para mí todo era pecaminoso. Nunca me toqué ni me miré mis partes íntimas. Ni siquiera sabía dónde estaban los orificios. A ese nivel de ignorancia. Olvídate de tener sexo oral. Para mí eso era pornografía. Era demasiado pudorosa”, cuenta.

Daniela aún recuerda una experiencia que tuvo a los 18 años. “Era tan cartucha, que cuando mi primer pololo me dio un beso en el cuello me sentí podrida. Pensaba que era la pecadora máxima, casi como una prostituta, y me angustié mucho”. Esa fue LA experiencia sexual que tuvo Daniela antes de conocer a José Luis.

Cuando salió de la universidad y encontró trabajo, Daniela seguía siendo virgen y se sentía un bicho raro. Todas sus amigas habían perdido la virginidad y ella se estaba poniendo vieja. “Me empecé a cuestionar. No quería morir sin ser penetrada”. En esos años conoció a José Luis y se pusieron a pololear en serio. Además de estar enamorados, él también era virgen, lo que para Daniela fue un alivio. Los dos querían guardarse hasta el matrimonio, pero no pudieron. “La carne es débil y aunque queríamos guardarnos para el momento cúlmine, la luna de miel, igual nos bajó la calentura. Y quisimos perder la virginidad antes de casarnos. Pero fue imposible. Yo no podía nunca, nunca, nunca. Era como que no encontrábamos el lugar por dónde. Cuando la cosa iba subiendo de tono, me cerraba por completo. No había caso. Me ponía nerviosa. En lo único que pensaba era en que me dolería mucho, y me paralizaba entera. Mi vagina actuaba como una gran muralla de concreto que impedía que fuera taladrada. El pene sólo llegaba hasta la entrada de esta gran fortaleza impenetrable que era mi vagina. Una sensación muy penca, horrible, frustrante. No me sentía realizada como mujer”, grafica Daniela. Todo se resumía en roces y toqueteos por “encimita”. “Muy como de niña de colegio de monjas, que todo lo hacen por fuerita. La calentura era fuerte, pero la moral me la terminó ganando. Entre sentirme culposa, mejor que no. Tampoco quería quedar embarazada”, cuenta Daniela.

El año pasado, luego de ocho años de pololeo, Daniela y José Luis se casaron como Dios manda. Iglesia, vestido blanco e invitados. Todo lindo. La noche de bodas fue un fiasco: No pasó nada de nada. Finalmente esto comenzó a provocar un quiebre en la pareja. “José Luis tenía menos rollos que yo con el sexo. No tenía esa tranca. Él pensaba que casándonos se acabarían nuestros problemas en la cama, pero no. Eso lo empezó a enojar. Se sentía poco viril. Me decía que no quería tener un matrimonio donde no pasara nada. Se frustró mucho. De a poco nuestros juegos sexuales no nos fueron calentando más. Se nos fue acabando el deseo. No llevábamos ni un año de casados y el sexo era una tortura”.

Con su matrimonio desgastándose la pilló su embarazo. “Fue como una luz. Como que Dios nos mandó este regalo para que siguiéramos unidos”, reflexiona Daniela.

TERROR A SER PENETRADA

El caso de Valeria es distinto al de Daniela. Ella tiene 31 años, está casada con un militar y es encargada de servicio al cliente en una empresa de riego. No viene de una familia conservadora ni le tiene fobia al sexo. Es más, el sexo le encanta. “Yo era caliente, pero al momento de los quiubos, tiraba pa colina. Podíamos estar en lo mejor, pero cuando tenía que entrar el pene, me cerraba como una ostra”, cuenta. Ella cree que su problema deriva de su ignorancia sobre la sexualidad. “Nunca he sido abusada. Mis amigas me echaron miedo. Me decían que la primera vez era terrible y me hice la idea de poco menos que moriría desangrada. Una cosa muy tonta. En mi ignorancia, pensaba que cuando el pene me atravesara iría rompiendo capas, capas y más capas que terminarían no sé donde”.

Era tal su fobia a la penetración, que Valeria no podía ni meterse un dedo o un cotonito sin que saltara de dolor. “Era un cinturón de castidad mental que tenía. Como cuando empuñas la mano para pegar un combo y los nudillos quedan tensos. Imposible que les metan algo. Así me sentía yo. Como sellada. De hecho, siempre decía, ‘la única forma para que me rompan es que me metan un taladro’. Ni siquiera me podían meter la puntita. Yo me abría de piernas, mi esposo ponía la puntita y nada. No había por dónde. Yo cambiaba de posición y él con el pene erecto se terminaba aburriendo. Es terrible pasar por esto”, se lamenta Valeria.

Valeria quedó embarazada cuando llevaba tres años de casada y recién había cumplido 25 años. También era virgen. Se dio cuenta de su estado recién a los cuatro meses cuando le vinieron náuseas, se empezó a sentir mal y se le quitaron las ganas de trabajar. Se hizo unos exámenes pensando que podría tener diabetes como su padre. Y nada: estaba esperando guagua. Salió llorando a mares de la consulta. Cuando su esposo la vio, pensó que le habían diagnosticado cáncer terminal y se puso a llorar. La situación fue tragicómica. “No entendíamos nada, pero nos alegramos mucho”, cuenta Valeria.

Su embarazo fue traumático. Nunca la pudo revisar un ginecólogo. Le tenía terror al espéculo. “Me cerraba completa. No podía dilatarme”. Hasta que llegó el día del parto. No tuvo más opción que una cesárea. “Me sentí penca como mujer. No pude dilatarme para dar a luz mi hijo”.

Luego del parto, la situación empeoró. Valeria estaba demasiado pendiente de la guagua y así evitaba tener sexo con su pareja. Su marido tenía más experiencia sexual que ella y terminó siéndole infiel. “Él fue criado en el campo y es de la idea que tiene que satisfacer a la mujer, si no no es macho. Para él, el hombre tiene que eyacular y la mujer tiene que estar ahí. Yo creo que por eso me puso el gorro”, dice. Valeria lo perdonó y las cosas mejoraron. Su hijo iba creciendo, pero ella no se sentía realizada como mujer. Lo único que pensaba era en perder su virginidad. Era lo que le faltaba. “Pese a todo, teníamos una vida sexual placentera y orgásmica. Con los juegos yo llegaba al clímax. O con el sexo oral. Teníamos mucho roce que es cuando los labios rozan el pene sin entrar. Es como un pincelazo entre las piernas. En el roce yo tenía mi orgasmo y toda la tontera. Y a mi esposo lo hacía acabar de esa forma con el borde de mis glúteos, de mis labios, con las pechuguitas, con la mano. Habían formas, pero faltaba lo más importante: ser penetrada”.

Con la presión comenzó la ansiedad y engordó, pero lo peor fueron las crisis de pánico. “Yo, incluso, rezaba para que entrara”, confiesa. Era tal su desesperación que pensó en hacer una manda para que el pene de su marido la desvirgara. Lo intentó todo. “Probé desde cremas lubricantes hasta dimecaína. Y nada. Incluso, en la desesperación, pensé en ir a un ginecólogo para que me pusiera anestesia local, cosa que se me durmiera la vagina, después citar a mi marido y decirle ‘ya, métemelo’. Con tal que me hiciera la horma, estaba dispuesta a todo”. Ni el trago hacía el efecto que ella quería. “Me tomaba una piscola o un pisco sour, cosa de decir estoy mareada, me abro de piernas y listo. Pero no pasaba nada. Cuando me lo iba a meter, se me pasaba la curadera altiro. Una vez, eso sí, me emborraché. En un momento que iba todo pa allá, me puse jugosa. Yo lo miraba curá y le decía no, y él me decía sí. Él me decía ‘yo te quiero’ y yo ‘no, no me querís, solo querís puro meterla’. Al final me quedé dormida”.

EL TUBO DE ESCAPE

Daniela nunca le contó a su familia por lo que estaba pasando. Y menos que se había embarazado sin jamás haber sido penetrada. Ella era una rareza: una madre virgen. “Si le decía a mi familia iban a pensar que estaba loca o que tenía delirios místicos”, relata. Cuando comenzó la terapia con Odette Freundlich, a mediados de este año, vivía con su esposo en la casa de sus padres. Y le tuvo que inventar mil excusas a su mamá para que no descubriera su terapia. “Era como si estuviera yendo a Alcohólicos Anónimos”, dice riendo. La única que sabe, además de su esposo, es una de sus mejores amigas. Ella también es virgen y lleva años sin consumar su matrimonio. “Es que da mucha vergüenza. Es demasiado íntimo para andar contándolo y además se presta para burlas de todo tipo”. La situación de Valeria en cambio, era muy distinta: su familia y amigos sabían. Es más, tenía prometida hasta fiesta si la terapia daba frutos.

Para ambas, el tratamiento que siguieron con Odette Freundlich y que dura aproximadamente diez sesiones, fue arduo y a veces incómodo. La primera parte de la terapia se inicia con una revisión sobre una camilla, donde están desnudas de la cintura hacia abajo, pero cubiertas de una manta de papel blanco. La kinesióloga les va mostrando un dibujo de una vagina donde aparece la vulva, el clítoris y el himen. Es una clase de anatomía práctica. “Son mujeres que nunca se han masturbado ni explorado. Algunas no saben dónde está ubicada la vagina. La otra vez una paciente me preguntó ¿será que la vagina es el mismo tubo que conecta con la boca? O me han dicho ¿y si me equivoco y el pene penetra por la uretra? Mucha ignorancia. Son mujeres que nunca se han introducido un dedo en su vagina y sienten pánico de colocarse un tampax. Tienen asco de mirar su vagina y lo mismo con los fluidos. Algunas nunca han ido al ginecólogo. Entonces, lo que hago es prepararlas físicamente para que sea posible la penetración sin dolor y con satisfacción”, explica Freundlich. La terapia generalmente es exitosa. De los mil casos que ella ha tratado, todas terminan perdiendo la virginidad.

Uno de los pocos estudios que hay en la materia y que fue realizado por el Centro de Encuestas de La Tercera en el 2011 reveló que en Chile existe un escaso conocimiento de la anatomía femenina. Esto se traduce en que el 54% de las mujeres encuestadas no sabía dónde estaba el clítoris, el 31% creía que estaba en la vagina, el 17% lo ubicaba en la pared interior uterina y el 6% no tenía idea.

Luego, cuando las pacientes tienen algo de conocimiento de su anatomía, la especialista les pide que hagan ejercicios tendientes a relajar los músculos de la vagina. “Se trata de soltar y apretar”, cuenta Valeria. Hay otros momentos donde se hace un trabajo de acercamiento en el área genital. “Eso es incómodo. No doloroso, pero es raro que te estén toqueteando todo el rato”, agrega Daniela. A Valeria le fue bien en la primera terapia. “La Odette me metió un dedo y no sentí nada. Hay otras minas que ni siquiera pueden separar las piernas. Incómodo, pero había que hacerlo”.

Durante dos meses y medio ambas se comprometieron a no tener contacto sexual con sus parejas. Y tuvieron que hacer tareas en casa, como practicar con dilatadores cilíndricos, de diferentes tamaños -que van desde el porte de un dedo índice hasta un pene real- que tienen que ir siendo introducidos en la vagina. Para Daniela, con un embarazo avanzado, esta parte de la terapia era extraña. “Imagínate, tener que llegar a la casa de mi mamá, encerrarme en el baño, con mi media guata y los dilatadores, que parecían velas, era incómodo. Todo el rato estaba nerviosa pensando que podría entrar cualquiera y verme con una cosa metida ahí”. Pese a todo, Daniela, al poco tiempo, se fue relajando y avanzando. Nunca para que el ejercicio con los dilatadores se transformara en algo placentero, pero no era desagradable ni terrible. Al principio, claro, no se podía meter ni un dedo. “Para una persona puede parecer una estupidez, pero para mí era una cosa tremenda meterme un dedo”. Pero se puso las pilas y a medida que pasaban los días, los dilatadores se les iban haciendo chicos. “Igual me daba miedo terminar perdiendo mi virginidad con un plástico, pero la doctora me tranquilizó y me dijo que eso no era posible”, cuenta. Hasta que le tocó la prueba de fuego: el dilatador más grande. “Era casi como un tubo de escape. Una cosa, te juro, ¡tremenda! Casi me morí cuando lo vi. Una cosa monumental. Pero lo logré. Era como inhumano, aunque mi esposo está mejor dotado, ja, ja, ja”. Luego de pasar todos los obstáculos, viene la prueba final: tener sexo con penetración.

Ese día para Daniela fue chistoso. “¡Imagínate, perder la virginidad estando embarazada! Es raro. Sólo me preocupé de que la cuestión entrara. Sentir placer, venía después. Cuento corto: la cosa entró y yo no lo sentí. Estaba tan segura que no había entrado, porque no sentí dolor ni sangré, que le pregunté a mi esposo si de verdad había entrado. Él me dijo ‘sí, si entró’. ‘¿Seguro que entró?’, le decía yo. No lo podía creer. Fue ahí cuando dije ‘pa esto lesié todos estos años’. No lloré, pero fue como sacarme un peso de encima, porque pensaba que era una mujer anormal”, afirma. Para su esposo también fue un tema. “Como José Luis también era virgen, la primera vez para él fue emocionante. Estaba súper contento. Además que no cualquiera pierde la virginidad con una mujer virgen embarazada, ja, ja, ja”.

Daniela y su esposo ahora andan con una sonrisa de oreja a oreja. No tienen sexo todos los días. Pero su vida sexual está mejorando. “He empezado a sentir otras cosas. Me ha costado sacarme esa etapa culposa de mi vida. Intento abrirme de mente, pero me cuesta. Pero ya no es como antes, claramente. Trato de entender que estoy casada, que es mi marido, y lo que pasa entre nosotros es parte de nuestra vida”, reflexiona.

Valeria no alcanzó a llegar hasta el dilatador “tubo de escape” o “Fabricio”, como ella le llama, y antes de terminar la terapia, estaba lista para debutar con su marido. Pese a que era el día que había esperado por años, no guarda muchos recuerdos de su primera vez. “No me acuerdo cómo fue, pero probamos y entró. Me acuerdo que años antes había dicho que si me lo metía haría una fiesta e invitaría a todo el mundo para celebrarlo, pero no hice nada. Al final, perder la virginidad, no fue una cosa de otro mundo. Es más, la penetración no la encuentro la última chupá del mate. Entiendo que pa los hombres es re importante. Pero la penetración está sobrevalorada. Las mujeres disfrutamos con lo que sea. Una vez me calenté cuando mi esposo comenzó a hablarme de sus cosas y de temas país. Él siempre ha sido tímido y callado, pero cuando se puso bueno pa hablar se me volvió interesante. Y me dieron ganas”.

¿Pero ahora la cosa te ha cambiado?
-Sí. Nos hemos puesto a experimentar en otras posiciones, como a lo perrito. Es como vivir mi sexualidad nuevamente. Recién a los nueve años de casada estoy disfrutando. Y eso se agradece.

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