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Mundo

29 de Septiembre de 2015

Los nietos que vinieron con el mar

En medio del revuelo causado por la avalancha de refugiados que llegan a Europa, The Clinic descubrió en Sicilia una experiencia única: una residencia de ancianos, la Casa Valdese, donde abuelos y abuelas sicilianos decidieron acoger a jóvenes migrantes y llevarlos a convivir con ellos, convirtiéndose en su propia familia. Allí juegan bingo, cantan y bailan “La Macarena” transformando su desgracia común –la soledad y el desamparo– en un parto de alegría y regocijo.

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La foto y el video del cadáver del niño sirio, Aylan Kurdi, detonaron la inmediata compasión mundial, especialmente la europea. Parecía ser el único niño en mil años en ser arrojado por las olas a una playa desierta en un rincón del Mediterráneo.

Sin embargo, en los últimos meses más de mil niños sirios, afganos, gambianos, eritreos o somalíes se han ahogado en las mismas condiciones que Aylan. Se ahogaron junto a sus padres, madres o abuelos –unos 4500 adultos en total– e incluso algunos lo hicieron en la más extrema soledad, sin ningún pariente a su lado. Habían sido enviados por sus familias con la esperanza de que los servicios sociales europeos los recogieran y no los deportaran.
La mayoría de ellos está sin identificar.

Las cifras aumentan exponencialmente en estos días. El año pasado llegaron 150 mil refugiados a Europa. En lo que va de 2015 ya sobrepasan el medio millón. La mayoría cruzó el estrecho de Sicilia desde Libia o los cuatro kilómetros que separan la costa turca de la isla griega de Kos en embarcaciones frágiles e imposibles. Vienen con la prisa de recuperar sus vidas después de haber atravesado a pie el desierto del Sahara o el territorio ocupado por el Estado Islámico, que ha incendiado sus casas y diezmado a sus familias.

La conciencia colectiva del europeo medio recién se está haciendo cargo de la profundidad del problema y ha comenzado a contar los dormitorios vacíos que hay en sus casas y a preguntarles a sus políticos por qué sucede todo esto.

Ante la reacción de muchos de sus votantes, algunos primeros ministros cambiaron su postura frente a los inmigrantes, aquellos intrusos que venían a aprovecharse de los servicios de salud europeos, y hasta han ofrecido alojar refugiados en sus propias viviendas. Se olvidan que hace poco más de un mes prometían, como David Cameron, echarlos a patadas si cruzaban el “canal inglés”. O como Angela Merkel, que abrió las puertas a 800 mil refugiados después de haber negado, hace solo dos meses, la petición de una niña palestina de 11 años de no ser expulsada de Alemania, aunque vivía allí desde los dos y no hablaba otro idioma que el alemán.

LOS ANCIANOS QUE ABRIERON SUS PUERTAS
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La Casa Valdese está en la ciudad de Vittoria, una pequeña urbe de 60 mil habitantes que proporciona servicios agrícolas a la provincia de Ragusa y que no disfruta de una historia turística ni de glamour cinematográfico como sus pares de Taormina, Palermo o Siracusa.

Los ancianos sólo sabían del tema por las noticias de la TV y no habían visto un africano o un asiático personalmente en su vida. La mayoría dormía su siesta de agonía esperando un final.

–¿Sabes lo que es ser escéptica? –pregunta Anita Pastorella, una comerciante de 93 años, viuda, que se vanagloria de haber tenido una tienda de artículos de lujo que vendía hasta lámparas de Bohemia–. Eso soy yo. No me interesa nada. Antes tenía un carácter alegre, bromeaba siempre. Estoy esperando la muerte, con paciencia; he llegado a la estación final.

La señora Corallo, la señora Melano, Beppino, el señor Occhipinti, la argentina Raquel Handú, casi todos en los noventa años, alguno a punto de pasar los cien, ya no esperaban mucho más de la vida hasta que llegaron los “ragazzi”: Kekuta, Anthony, Muhammad, Zerom, entre muchos otros, primero con sus sonrisas forzadas, ancladas entre el terror y el asombro, que poco a poco fueron cambiando por otras de agradecimiento y solidaridad.

Francesco Giuseppe Occhipinti, un químico jubilado, confiesa que desde la llegada de los muchachos todo ha cambiado en la residencia. “Su presencia ha entregado un cierto ‘color’. No por el color de su piel sino por su energía y amor a la vida”, puntualiza. Occhipinti les hace clases de historia y actualidad italiana, lo que lo aleja de sus penas personales que declara inconfesables.

Las tragedias de los refugiados son también infinitas.
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Anthony Ifezme, de 27 años, cristiano de Nigeria, ha huido de la gente de su propio pueblo en el norte de su país. Se enamoró de una musulmana. Se iban a casar y ella esperaba un hijo suyo. Pero no fue posible: su propio cuñado, militante del grupo fundamentalista Boko Haram, puso una bomba en la iglesia de Anthony, matándola a ella con el niño que esperaba. Ifezme huyó de Nigeria antes de que lo mataran a él y a toda su familia.

Zerom Kifle, ciudadano de la poco conocida nación africana de Eritrea, huyó porque el servicio militar de la dictadura que la rige se ha convertido en… vitalicio. Los jóvenes, solo a cambio de mala comida y alojamiento, tienen que servir al cuarto mejor equipado ejército de África que consume el 50% del PIB en sus devaneos militaristas. Son la Corea del Norte africana financiada por mineras canadienses, China y los Estados vendedores de armas de Europa. Un cóctel imbatible.

Cuando los medios occidentales hablan de los inmigrantes no cuentan en detalles las historias de los países de donde provienen, casi todos desgajados por procesos violentos que han respaldado, y a veces iniciado, Europa, especialmente Reino Unido y Francia, y EE.UU., como la guerra de Irak, Siria y la mantención de las dictaduras depredadoras de África.

Adivinar con los ancianos quién tiene la mejor estrategia en el bingo, bailar y cantar juntos, acompañarse en paseos por la playa, guitarrear con Salvatore –que recuperó el canto y la guitarra con los nuevos visitantes–, cocinar, asistir regularmente a las clases de italiano, armar partidos de fútbol con la policía local, o participar en la carrera organizada por los clubes deportivos de Vittoria son las tareas a las que se abocan los muchachos mientras las autoridades les tramitan sus documentos.

Para Francesca Donzelli, profesora jubilada, su llegada ha sido un “cambio dulce”, como si se hubieran conocido de toda la vida. Les hace clases de italiano y los prepara para aprobar la secundaria italiana y así puedan ir a la universidad. Todos sus alumnos la llaman “mamma”.

Muhammad Assif, pakistaní de 26 años, es uno de ellos. Navegó durante 36 horas desde Libia en un bote inflable con doscientas personas a bordo, sin agua ni comida, con un brazo quebrado después de haber sido golpeado casi hasta la muerte por paramilitares del régimen paquistaní. Ahora hay dos ancianas que se preocupan especialmente de él, la señora Melano y la señora Donzelli.

–Me abrazan, me comprenden –confiesa Muhammad–. Aquí me siento seguro.

Para la educadora de la Casa Valdese, Antonella Randazzo, los jóvenes buscan a los ancianos como un punto de referencia, como un apoyo y un consuelo. “Se abrazan, se acurrucan, se dan besos. Se necesitan. El anciano necesita sentirse útil y el joven necesita una familia”, dice.

Mientras tanto, las voluntarias del Servicio Social Italiano son las únicas personas de su edad con las que ellos se relacionan. Según Laura Giacomarro, de 26 años, profesora de italiano, a ellos –mayoritariamente musulmanes– les resulta extraño estar cerca de una mujer que les hace clases. Una mujer con el pelo suelto, con los hombros y el cuello a la vista. Están habituados a que siempre lleven velo. “Deben aprender a relacionarse con mujeres de igual a igual”, explica. Leandra Arena, joven y bella voluntaria de 24 años, al ser preguntada si los jóvenes no se enamoran de una chica como ella, dice que es difícil, ya que las costumbres son muy diferentes a pesar de la cercanía que logran. “Hay que partir explicándoles que en Italia, al menos oficialmente, un hombre no puede tener tres o cuatro mujeres simultáneamente”, comenta sonriente.

Para Michele Melgazzi, director de Casa Valdese, ha sido solo el azar el que juntó a ancianos e inmigrantes en esta experiencia. Participaron de un programa del Ministerio del Interior italiano que ofrecía 40 dólares diarios como subvención por persona a quien recibiera inmigrantes. Una vez consultados los ancianos y sus familias, decidieron hacerlo. Primero con sólo trece. Ahora con más de treinta. Con esto la Casa no gana dinero, apenas paga los gastos, pero le han dado un nuevo tipo de vida a los ancianos y han sido solidarios con los viajeros.

Entretanto en Europa, la polémica crece. Miles de personas se manifestaron en las últimas semanas en Londres, Madrid y otras capitales pidiendo que se acoja a los refugiados. Varios países como Alemania, a pesar de los primeros dichos de Merkel, comenzaron a volver a las posiciones previas a la foto del niño Aylan Kurdi, enviando a sus ejércitos a controlar sus fronteras mientras Austria, Hungría y Croacia las cerraban y Eslovaquia y Polonia amenazaban con seguir su ejemplo en cualquier momento.

Entre los argumentos para hacerlo, además de la carga para sus presupuestos y sus conciencias, está el temor de algunos gobiernos de que entre los refugiados se hubieran colado nada menos que cuatro mil militantes del Estado Islámico, lo que es una posibilidad cierta de acuerdo a los servicios de inteligencia españoles y británicos.
Francesca Donzelli, la maestra, piensa que no hay que dejarse avasallar por el temor. “Hay que construir puentes y no muros”, dice con rabia.

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