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Cultura

18 de Noviembre de 2015

Columna: Michel Onfray o cuando el diablo metió la cola

Uno de los visitantes más destacados al Festival Puerto de Ideas que tuvo lugar en Valparaíso fue el filósofo francés Michel Onfray, autor de un conocido y polémico libro –“Tratado de ateología”– que subtituló de esta también provocadora manera: “Física de la metafísica”. El libro tiene ya sus buenos 10 años y ostenta una actualidad […]

Agustín Squella
Agustín Squella
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Michel-Onfray (1)

Uno de los visitantes más destacados al Festival Puerto de Ideas que tuvo lugar en Valparaíso fue el filósofo francés Michel Onfray, autor de un conocido y polémico libro –“Tratado de ateología”– que subtituló de esta también provocadora manera: “Física de la metafísica”. El libro tiene ya sus buenos 10 años y ostenta una actualidad innegable en medio del ateísmo más público, incluso militante, y hasta por momentos agresivo, que se practica hoy en los países occidentales.

El ateísmo se confiesa ahora con mucha mayor libertad que hace solo un par de décadas y cada día se enmascara menos en un falso agnosticismo. Sí, el agnosticismo es un planteamiento perfectamente legítimo ante la pregunta de si Dios existe o no, y su respuesta es tan plausible como esta: se trata de una cuestión que no es posible saber. Lo que un agnóstico dice es “No sé ni se trata tampoco de algo que se pueda saber”. Un agnóstico optimista podría agregar lo siguiente: “pero algún día se sabrá”. Por su lado, uno pesimista afirmaría que nunca podremos llegar a saber semejante cosa.

El problema del agnosticismo, sin embargo, comienza cuando se lo utiliza como tapadera de un ateísmo que no nos atrevemos a confesar. Si en una comida dices que eres agnóstico, lo más probable es que ninguno de los comensales te molestará. Lo peor que podría pasar es que te preguntaran qué es eso. Pero si afirmas que eres ateo seguro que se irán en contra tuya, así no más sea de esta forma pacífica pero insoportablemente paternalista que utilizan a veces los creyentes: “No te engañes; tú en el fondo sí crees”. Es por eso que algunos ateos prefieren declararse agnósticos, principalmente si se trata de políticos. De ese modo no se meten en las patas de los creyentes y pueden conservar los votos de éstos.

El ateísmo de Onfray se enciende cuando la creencia privada en Dios –también perfectamente legítima– pretende tomarse el espacio público y organizar el mundo no para sí, sino para el prójimo. Se enciende cuando los creyentes emboscan a su prójimo desde la infancia y se aprovechan del candor infantil, o de la perplejidad que causa vivir y del horror que produce saber que vamos a morir. Se enciende, en fin, cuando se promete dar sentido al dolor humano valiéndose de una ficción que se profesa al precio de perder la lucidez y enajenar la autonomía moral que tiene cada individuo.

Ateología no es un neologismo que Onfray haya inventado. Lo utilizó Georges Bataille, quien en una carta de 1950 confesó a un amigo que proyectaba reunir todos sus libros en tres volúmenes que se llamarían “Suma ateológica”. El proyecto no vio la luz, pero nos legó un término que lo que proclama no es la muerte de Dios, sino la necesidad de salir al encuentro de la palabrería de las religiones monoteístas.

Lo bueno de un libro como el de Michel Onfray es que sale al encuentro de la palabra ateo como epíteto, como un insulto categórico que se lanza sobre alguien a quien se considera perdido, culpable, tal vez inmoral, y en cualquier caso sospechoso. Creer en Dios –se dice hoy por algunos teólogos– no es irracional, sino, todo lo contrario, cosa de la razón. Así, sin más. De manera que los ateos serían seres irracionales. ¿Y qué pasa entonces con alguien tan racional e inteligente como Onfray? La respuesta en este caso podría ser la que escuché de boca de un filósofo católico cuando le pregunté lo mismo acerca de Bertrand Russell, un ateo de cuya inteligencia nadie ha dudado jamás. La respuesta de ese filósofo fue tan desconcertante como esta: “No descartes la intervención del demonio”.

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