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Opinión

17 de Diciembre de 2015

El campamento de las nanas dominicanas

Es una toma alegre, quizá la más alegre de Chile. Viven allí hace seis meses, a un costado del río Colina. La gran mayoría son mujeres que trabajan de empleadas domésticas en Chicureo. Están juntando plata en una libreta de ahorro para la vivienda y pretenden echar raíces en el país.

Claudio Pizarro
Claudio Pizarro
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En el costado poniente del Río Colina, que hasta hace poco lucía completamente seco, hoy corre un curso de agua que se observa desde lo alto de una de sus riberas. Allí, en lo que antes fue un vertedero clandestino, se asoma un conjunto de viviendas que se empeñan en no desbarrancarse. Es el campamento de los dominicanos, instalado en el lugar hace alrededor de seis meses. La angosta calle de tierra donde viven serpentea a lo largo de una cuadra como si se tratase de un antiguo hito fronterizo. Se escucha el ritmo candente de la bachata y el cotorreo alegre de varias mujeres sentadas en una larga banca improvisada bajo la sombra de una arboleda.

-Los dominicanos somos alegres, nos gusta vivir bien, tomar cervecita y escuchar nuestra música- cuenta una morena de ojos negros a modo de bienvenida.

La mayoría llegó al país en busca de mejores oportunidades, abandonando familia e hijos. Un viaje de más de 5.800 kilómetros (de distancia) a un país que apenas conocían. “Yo pensaba que era una isla”, cuenta Jacqueline, una hermosa mulata que llegó (al país) hasta Chile siguiendo a una tía.

Todas las dominicanas instaladas en el campamento han debido desembolsar alrededor de un millón de pesos en pasajes antes de pisar siquiera territorio nacional, previo pago a una agencia chilena de nanas por internet con sede en la isla caribeña. Un negocio que no ha dejado a todas satisfechas. Dicen que se presta para todo tipo de engaños y ofrecimientos que luego no se cumplen. “Meneos”, le llaman las dominicanas que, en el mejor de los casos, terminan trabajando de empleadas domésticas en Chicureo o en otros barrios acomodados de la capital. Las experiencias han tenido de dulce y agraz.

Es el caso de Damaris, que trabajó puertas adentro durante un año con apenas un día mensual de descanso. “Salía un domingo y tenía que regresar ese mismo día en la noche, sino lo hacía me ganaba un pleito con la patrona”, recuerda. Una mala experiencia, dice, que terminó por enfermarla. Algo similar a lo vivido por Jenny en un departamento en Las Condes. “Trabajé todo un año puertas adentro, hasta que la señora se fue de vacaciones y me echó a la calle”. Una amiga que trabajaba en Chicureo la recomendó y pudo cambiarse de empleo. El exclusivo barrio ubicado en el sector norte de la capital se ha transformado en el principal lugar de trabajo de la mayoría de las dominicanas que vive en el campamento. De ahí que gran parte de la colonia que habita en Santiago haya decido vivir en Colina.

Teresa llegó buscando “futuro”, proveniente de Bonao, un pueblo ubicado a una hora de la capital. Allá trabajaba en una fábrica textil. El motivo de su éxodo, cuenta, fue “la cuestión de los gobiernos”. “Cogen para ellos y a los demás los echan para un lado. Mi país es maravilloso pero no hay trabajo. Los que pertenecen a un partido viven bien, consiguen lo que sea, pero para los otros es más difícil”.

Antes de instalarse en el terreno, Teresa vivía en un departamento. Alguien le comentó sobre una toma al lado del río. Un sitio eriazo donde la gente botaba basura, lleno de escombros, cucarachas y ratas. Lo fue a ver con su pareja. No le gustó. Tampoco la idea que fuera algo supuestamente ilegal. Luis Manuel fue más pragmático. De inmediato dibujó en su mente la solución a sus problemas. Apenas les alcanzaba para pagar el arriendo y satisfacer sus necesidades básicas. El basural era una alternativa real y a la mano. No tardaron en conseguirse una retroexcavadora para emparejar el terreno. Luego se dividieron la superficie en partes más o menos iguales y formaron el campamento Ribera Sur. Hoy viven alrededor de 100 personas y bautizaron el camino principal como la calle de los dominicanos.

La mayoría llegó a vivir al campamento a mediados del invierno. Ana Luisa, la caribeña más risueña de todas, lo hizo junto a quien llama “su negrito”, un dominicano que conoció en Chile. “Llegamos en invierno, sin cobijo, con una pura estufa. Hacía tanto frío que teníamos dormir uno arriba del otro”, recuerda. Los primeros seis meses no tuvieron luz. Una vecina chilena les convidaba agua y entre todos juntaban el dinero para pagarla. Tan acostumbrada estaba Teresa de bañarse con balde, para ahorrarse el agua, que en la casa de sus patrones en Chicureo solía “mojarse con una cubetica”. El agua es lo que más echan de menos. Juntan el líquido en tambores y a falta de alcantarillado construyeron fosas en los patios. Crían gallinas y conejos. Les gusta jugar dominó los domingos. Beber cerveza. Y por sobre todo reír. “A los dominicanos les gusta explorar nuevos horizontes, nuevas lenguas, echar p’alante”, afirma Jenny.

Pretenden echar raíces en el país. Damaris llegó sola, por ejemplo, y ahora vive con un chileno hace cuatro años. Compartían en la misma pensión y al principio eran amigos. Siempre la invitaba a un café a su pieza, hasta que comenzó a prepararle terremotos. “Un trago original de Chile”, le verseaba. A Damaris le gustó el dulzor y la música alegre que ponía.

“ !Me fui a la mielda, perdí la cabeza! ¡Qué locura! ¡El terremoto fue el culpable¡”, vocifera delante de todas sus amigas.

-Ay, que disparatosa- le replica Teresa.

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