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Opinión

20 de Agosto de 2017

Carlos Manuel Álvarez, cronista cubano: “Siento el tedio dentro de la isla, a ratos se puede tocar”

La última camada de periodistas cubanos, aquellos que han creado nuevos medios y se han transformado en cronistas ineludibles de la transición en su país, acaban de visitar Chile invitados por la Fundación Espacio Público. Carlos Manuel Álvarez, uno de ellos, acaba de publicar en México su libro “La Tribu Retratos de Cuba”, una obra plagada de historias y personajes inquietantes extraídos de un limbo difícil de descifrar. ¿De qué hablamos los cubanos cuando hablamos de nosotros?, se pregunta el autor en el libro que en los próximos meses aterrizará en Chile.

Claudio Pizarro
Claudio Pizarro
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¿Por qué decidiste estudiar periodismo en Cuba, donde casi el único referente era el periodismo militante?
La verdad es que uno no tiene idea en lo que se está metiendo cuando entra a la carrera de periodismo. No tienes nociones de cuál es el terreno que vas a pisar. Mi idea de estudiar periodismo tenía que ver, simplemente, con el feeling que tenía con la literatura. Fue una manera de intentar escribir y, bueno, en ese tránsito el periodismo te agarra también. Respecto al periodismo militante, siempre ha existido una lucha tirante por separarnos del relato cubano, oponerse al discurso del Estado, lo que éste dice y como lo dice.

Una lucha por la hegemonía del lenguaje…
Totalmente, una manera de arrebatar el lenguaje. Ni siquiera redinamizarlo para luego dinamitarlo, sino para devolverlo a su lugar. Tampoco es una vuelta al origen, si no que se digan las cosas como son. El lenguaje en Cuba está sumamente atrofiado y prostituido. El discurso del Estado secuestra conceptos, ideas y las vende de otra manera. Los hechos no son así. Y la intención se trata, simplemente, de devolverle al periodismo lo que el periodismo es. El periodismo no es propaganda, no es una repetición pasiva de discursos del poder político. Tiene que volver a su función. Tan simple como eso.

¿Por qué ahora se habla de un nuevo periodismo en Cuba? ¿Cuáles son los motivos de la aparición de esta nueva camada de jóvenes?
De alguna manera me resulta difícil llamarlo de esa manera, pues yo sería juez y parte, pero sí puedo soltarte ciertas ideas para definir este momento. Ha habido un brote de medios independientes en Cuba, jóvenes a contracorriente que de alguna manera se están movilizando, periodistas que hace apenas dos o tres años se graduaron de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, que estaban destinados a trabajar para la maquinaria de propaganda, en medios como Granma o el noticiero de televisión, y dijeron “no, yo no quiero esto, voy a hacer mi proyecto”. Aunque parezca una perogrullada eso que los medios los hagan los periodistas graduados, existen algunos medios independientes en el escenario cubano, no todos, que han tenido un vínculo muy fuerte con el activismo de la disidencia cubana, con temas relacionados a detenciones y cárceles, pero hay grandes zonas de la sociedad que son un páramo, porque nadie las ha contado aún con la profundidad que deberían contarse. Lo novedoso del periodismo cubano es que está transmutándose y volviendo a ser periodismo.

En este escenario nace El Estornudo, el medio donde eres uno de sus fundadores…

La idea era hacer una revista de periodismo narrativo, apostar por tener un espacio donde pudiéramos trabajar temas complejos, con la extensión que nosotros considerábamos que merecían, apostando por cuestiones muy puntuales. Narrar con una intención estética determinada, a partir de algunos referentes en Latinoamérica como The Clinic, Gatopardo, El Malpensante, Soho o Etiqueta Negra. Hacía falta un espacio cubano para contar ciertos temas que no siempre, por la línea editorial de algunos medios extranjeros, lo que es totalmente comprensible, podría interesarles. La idea era que esas cosas que no podías vender, no se quedaran en el camino sin poder contarlas.

“La Tribu Retratos de Cuba”, uno de tus libros que acaba de publicarse en México, coincide con ese periodo efervescente, entre el año 2014 y 2016, cuando se restablecen relaciones diplomáticas con Estados Unidos y muere Fidel. ¿Quisiste acotar tu relato a ese margen de tiempo o simplemente se dio?
Algunos relatos comienzan incluso antes de graduarme en la universidad y se supone que los escribo porque tenía que hacerlo. Era lo que me tocaba y punto. Pero pronto nos empezamos a dar cuenta que empiezan a suceder cosas que antes no habían pasado y que marcaban, simbólicamente y en la práctica, el fin de un ciclo de 50 años. La idea fue rastrear lo que estaba pasando, cuál era el hilo común y los hechos significativos. En ese momento no era muy simple detectarlo. Primero hay una reforma migratoria importantísima, en el 2013, que empieza a crear una especie de movilización en la sociedad cubana que hasta entonces no había. Y se empiezan a mover las fichas del tablero: apertura de relaciones diplomáticas, inversión extranjera y la muerte de Fidel Castro. La Habana a la que llegué en el año 2008, con 17 años a estudiar periodismo, no tiene nada que ver con La Habana de 9 años después. Parece demasiado tiempo pero en Cuba, donde pasaban 30 años y el statu quo seguía intacto, las cosas se movieron a una velocidad a la que no estábamos acostumbrados.

¿Ha influido también la apertura paulatina a internet, me imagino, en la manera en cómo el país se relaciona con el mundo y se ve a sí mismo?
Tiene que ver más con un desperezamiento propio de Cuba y, en la medida que te desperezas, te empiezas a conectar, aunque sea de una manera precaria, primitiva o tribal con el mundo, las tecnologías o lo que sea. Pero va a haber un acelerón y todo lo que eso implica. Cuba es como un tren viejo que está detenido y de repente, poco a poco, echa a andar velocidad con un mundo que va a otros decibeles.

A propósito de tiempos y velocidades, en el libro aparece un relato sobre el malecón. Estás ahí, casi como un voyeur, y alrededor se cuela el mundo. Me recordó cuando Nabokov se subía a los buses a espiar los diálogos de las jovencitas que darían vida a Lolita. Es un interesante ejercicio de oído y mirada…
El malecón es un buen caleidoscopio de Cuba y de La Habana nocturna, de su gente, pero lo que se dice normalmente de él es que se trata de un lugar solipsista donde vas a rumear tus propias penas, lo que tienes que decirte a ti mismo o lo que el mar tiene que decirte. Esa crónica, incluso, funciona como una especie de autoconciencia del libro y cuenta como quisiera ser contado el país.

Una suerte de declaración de principios
Exacto, es cuando digo que no he llegado a grandes conclusiones en el malecón y no tengo nada demasiado interesante que decirme. Ahí me doy cuenta que era importante salir de mí y empezar a contar todo este mundo fascinante. Y claro, lo hice como alguien que no quiere llamar la atención, como un vouyeur que anda fisgoneando.

Hay otra historia sobre un vertedero donde el paisaje y los personajes se funden en el mismo desperdicio y aparece un tema recurrente en el libro: la sobrevivencia. Háblame de ella.
En Cuba la preocupación más urgente es saber de dónde saco el plato de comida que voy a poner en la mesa esta noche. Estás viviendo con un margen de pensamiento que te permite llegar a las tres horas siguientes. La precariedad está pisándote los talones y a veces se sienta al lado tuyo. Casos como el de esta crónica son invisibilizados por el discurso del gobierno y tienen una vigencia absoluta. Cada vez hay una desigualdad más pronunciada en Cuba y distintos niveles de sobrevivencia. Pero de alguna manera vivir allá se trata de eso, no importa ni siquiera en que escalón social estés, siempre va a haber urgencia.

Es transversal…
Exacto, atraviesa absolutamente todo. Siempre estamos al borde de la carestía. Muchos amigos que viven en el exilio dicen que el tema en Cuba ni siquiera es tener dinero, sino que la propia infraestructura social no te permite vivir de otra manera que no sea sobreviviendo. El país, de algún modo, está maniatado por su propia ignorancia en ciertos asuntos. La gente tiene ideas, pero no sabe qué hacer con ellas. Estamos despolitizados en el sentido más peligroso del término. No sabemos para qué sirve la política como instrumento. No sabemos qué hacer con ella, aun cuando intentemos arrebatársela al poder, porque llevamos 50 años de cero ejercicio político con un Estado que hace que tus deseos no pasen de ser pretensiones. Se nos nota la ingenuidad a la hora de hacer y practicar la política.

Siempre, al igual que en tus textos, arrecia la duda. Lo que tú llamas con precisión “la interrogante ontológica”.

Quizá sea un buen momento de quiebre para responder esas grandes preguntas. Eso nos serviría para encontrar la brújula y reconocernos lo más descarnadamente posible, porque creo que estamos muy maltrechos, y hemos actuado a partir de patrones que vienen del mismo poder y de nuestra propia oposición a él. Las razones son muchas veces muy viscerales y del nivel más impulsivo. Quizá haga falta un poco de cabeza en frío y pensarnos desde abajo.

Es curioso, pero la Cuba que relatas está en la antípoda de lo que la gente piensa: se ve deslabada, monótona, con gente que no sabe mucho lo que hacer, ni tampoco en qué invertir su tiempo, sus ganas, sus deseos. ¿Es tan aburrida la isla? ¿Tan nostálgica?
Sí, siento el tedio dentro de la isla, a ratos se puede tocar. La gente imagina una Cuba agitada, caribeña, de ritmo vertiginoso, la Cuba del turismo, del estereotipo. Pero si estás asentado en el país, vas a notar el sopor y a la gente atrapada en ese marasmo. A veces lo único que te despereza es el sentido de fuga, de escapar, que es lo que explica esta emigración cubana feroz, este éxodo masivo que se da. Por eso digo que en Cuba siento, en todo momento, una especie de feeling flaubertiano. Todos somos un poco Madame Bovary.

 


 

Malecón:
La orgía de las formas

Es verano, fines de agosto, y he venido hasta el Malecón dispuesto a combatir una vieja patraña: la melaza romanticona que los malos poetas, los cronistas del noticiero y los trovadores deprimidos han vertido sobre este largo muro que ciñe las carnes de la ciudad.

En un tiempo, miré y recorrí el Malecón lo suficientemente como para pasar de la idolatría al desprecio. Llegué a La Habana en 2008, y me albergué en el piso 22 de F y 3ra, la beca para estudiantes de provincia. Todo lo que tenía por delante, para ese entonces, eran sucedáneos lácteos para el desayuno, bandeja de calamares en la comida, y mucho mar; mucho Malecón.

Cuando creía que la vida era demasiado dura conmigo, me iba al Malecón. Cuando pensaba que no había sufrido lo suficiente, me iba al Malecón. Cuando dos tetas o una cara bonita no me aceptaban, o un íntimo emigraba, o leía a Amado Nervo, o quería inventarme nuevas tragedias existenciales, me iba al Malecón, y me sentaba solo, y me echaba bocarriba. Intentaba convencerme de que no me estaba aburriendo, de que atravesaba un verdadero proceso de depuración espiritual, y de que ese, el solipsismo, era su precio. Hasta que por suerte desperté y me dije: ¿y para qué, imbécil, es que haces todo esto?

Entonces supe que el problema no era el Malecón, sino yo. Y que el poco interesante era yo, no el Malecón. Y que resultaba más saludable mirar y observar y apuntar lo que sucedía en el Malecón, que mirar y observar y apuntar lo que me sucedía a mí, que era, en plata contante y sonante, nada. Prestando atención, mirando y observando, llegué a la fácil conclusión de que el Malecón funcionaba como una especie de infierno, círculos y círculos, y que lo único que había que hacer era recorrerlos.

17.000 toneladas de cemento Portland, 22.000 metros cúbicos de arena, 45.000 de piedra picada, 35.000 de rajón, 4.200 toneladas de barras de acero, 295 de vigas y un millón de pies de madera sostienen diariamente las frustraciones, el ocio, las nostalgias y lo que sea que los habaneros vengan a dirimir al borde del mar, como para confirmar que no hay rito o tradición que pueda perdurar en el tiempo si no hay primero un fino trabajo ingenieril que lo sustente.

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