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Cultura

26 de Septiembre de 2017

Finalistas Premio Gabo 2017: Historia de un paria

Negra, homosexual y pobre, Farah reunía en los grises años 80 todas las condiciones para ser un paria social en la nueva Cuba que se construía, mientras la homofobia se institucionalizaba paulatinamente en el país. La madre de las travestis cubanas que nunca ha salido en las páginas de la prensa nacional o los libros que publican las editoriales del Estado, el hijo no deseado de la Revolución, la adopción, la prostitución, el rechazo social, la cárcel, la violencia, la miseria y el sida: todo cabe en 53 años y un cuerpo flaco y largo como palo de escoba. Para esta extraordinaria diva, la gente es su público y su periplo dantesco por la vida es su carrera. Extracto del trabajo de Jorge Carrasco para Revista El Estornudo, finalista del Premio Gabriel García Márques de Periodismo 2017.

Por

Como a Farah le gustan los tipos malos, a nadie sorprenderá saber que sus dos maridos salieron de la prisión del Combinado del Este el mismo día.

Bajo el indulto que el gobierno cubano concedió a más de tres mil quinientos presos por la visita del Papa Francisco a Cuba, en septiembre de 2015, quedaron absueltos Amed Negro Trujillo y Andrés Bravo Cardenal.

Unas horas después de que sus maridos –como la mayoría de las travestis cubanas suele llamar a sus parejas en un gesto emancipador– fueran absueltos, Andrés se apareció en la ciudadela de San Leopoldo donde Farah vive.

Farah la incontinente, Farah la adicta sexual. Farah, que es cualquier cosa menos una mujer de romanticismos y tiernas fidelidades, yacía embelesada en los brazos de Minguito, uno de sus amantes de paso.

Andrés echó la puerta abajo. Le cayó a golpes a ella y le cayó a golpes a Minguito.

–Los dos se enredaron por mí, y yo corrí para la unidad de policía gritando “Auxilio” y “Socorro”. La gente del barrio me gritaba “¡Farah! ¡Dura!, ¡Quédate con los dos: un ratico uno y un ratico el otro!”.

***

Mucho antes de tener sesenta pelucas, de convertirse en carne de presidio, de que le hundieran un cuchillo en la ingle al hombre que más feliz la hizo, mucho antes de ser llamada Lulú y de ser llamada Farah María, Raúl Pulido Peñalver nació en San Antonio de los Baños –un municipio de la actual provincia Artemisa– el 24 de agosto de 1965.

Su madre, una hermosa mulata llamada Ana Julia Peñalver, murió de leucemia cuando Raúl tenía seis años. Él y su hermano Efrén, de nueve, quedaron entonces bajo la custodia de Rubén Pulido, el padre de ambos. Un hombre demasiado recto pero de moral flexible que, esposa en lecho de muerte, ya llevaba el matrimonio en paralelo con una aventura amorosa en La Habana.

Al morir la madre de Raúl ya no había impedimentos para que Rubén Pulido se mudara a la capital con su amante Haydeé Se llevó a Raúl consigo. A Efrén lo terminarían de criar los abuelos maternos en San Antonio.

En la nueva casa –apartamento ubicado en el quinto piso de un edificio en la Calle San Nicolás, Habana Vieja- Raúl creció como un outsider. Haydeé, su madrastra, tuvo tres hijos con Rubén Pulido: Isabel, Iván y Alexis, todos contemporáneos con Raúl, cuya existencia le recordaba constantemente a Haydee el amargo tiempo en que fue la segunda del hombre que le gustaba.

–A veces yo sacaba fotos de mi mamá para recordarla y esa mujer entraba en crisis.

En segundo grado, a Raúl Pulido lo becan en una escuela primaria de educación diferenciada para menores con trastornos del comportamiento, donde abundaban los casos sociales, en su mayoría niños huérfanos de padre y madre. La escuela quedaba en las afueras de la ciudad, cerca del Parque Lenin, lo suficientemente remota como para que Haydee y su familia se mantuvieran impermeables a los problemas del inquieto niño.

El pase era los fines de semana. Su padre no iba a recogerlo la mayoría de las veces, y con frecuencia alguna maestra se apiadaba del caso y cargaba con Raúl para su casa. Las otras veces se escapaba a las arboledas con los muchachos a los que tampoco iban a recoger, y pasaba el fin de semana mataperreando en los campos de la periferia.

Aunque sus calificaciones eran estupendas, los maestros hacían hincapié en ciertos gestos, ciertas inflexiones de la voz, ciertas marcas preocupantes en un niño varón. En una escuela donde cada alumno era especial, Raúl Pulido era ya el centro de gravitación de su pequeño mundo. La escuela, se podría decir, orbitaba a su alrededor, y en el medio estaba él, siete, ocho, nueve, diez, once años, un niño que bailaba femenilmente, que convocaba, que gesticulaba todo lo que no se supone que debía gesticular un hombrecito.

–Las maestras me regañaban y yo les decía: “No me digan más que no gesticule. Yo tengo nueve años, pero ya soy homosexual. Y voy a ser homosexual hasta el último día de mi vida”.

Los fines de semana en que traían a Raúl de pase, Haydeé, especie de encargada del edificio, recibía quejas constantes de los vecinos, que ponían a secar sus sábanas y sus toallas en la azotea. Sábanas y toallas blancas. Sábanas y toallas limpias que el travieso Raúl Pulido descolgaba de las tendederas para ponerse de vestidos, para inventarse pelucas y desfilar provocativamente en la misma azotea, asomándose a la calle para soplar besos y saludar a su público imaginario, un grupo de vecinos que abajo, escandalizados y rojos de furia, veían ondear al aire sus pertenencias.

Raúl Pulido terminó la primaria entre las manchas del expediente –donde sabias maestras escribían párrafos altruistas y admonitorios que habrían de leer futuras maestras sobre la torcida conducta del niño descarriado– y las palizas del padre que cada vez resistía menos la rebeldía del hijo que comenzaba a manchar la imagen de su familia.

–Mi papá me daba tantos golpes por esas travesuras que un día me subí a la azotea del edificio y por poco me tiro. Vino la policía y vino todo el mundo, y yo gritando que me iba a tirar. Mi hermano Iván fue el que logró bajarme de ahí.

A los doce años, cuando Raúl Pulido empezó la secundaria en una Escuela Taller de la calle Manrique, en la Habana Vieja, su situación en la casa se había hecho intolerable para Rubén y Haydeé. Además de sus travesuras en el edificio, Raúl comenzó a bailar en la calle al ritmo de las canciones de moda, a hacerles mandados a los vecinos y a limpiar casas para ganar su propio dinero. Dormía fuera con regularidad, comenzó a juntarse con otros homosexuales y –lo más grave– cierto día apareció en la secundaria con uniforme de hembra. Una amiga del aula le prestó una saya y una blusa. Raúl se dividió el pelo en dos atrevidas motonetas y así se presentó en pleno matutino.

–Imagínate, yo en la fila de las niñas y todo. Se formó tremendo chisme y tremendo escándalo. Me llevaron para la dirección y mandaron a buscar a mi papá.

No solo la niñez, sino también la adolescencia, transcurrieron fuera del hogar, de una escuela de conducta en otra. Como la insubordinación nunca ha sido premiada con aplausos, a partir de los doce años Raúl no durmió nunca más dentro de la casa.

El cuartico de desahogo fue el castigo más drástico. Más drástico que los azotes con la chancleta y con el cinturón, porque esos golpes dolían, pero duraban poco. En el pasillo, al lado del apartamento donde seguía viviendo la familia, a Raúl Pulido, cachorro descarriado, lo encerraban en las noches bajo llave. Adentro había un canapé, un lavamanos, una taza y una ducha que usaba para bañarse. Comenzó a padecer crisis de asma por la humedad del lugar y algún que otro vecino preocupado le aconsejaba a Rubén y Haydeé que sacaran al niño de ahí.

Lee este trabajo completo en Revista El Estornudo

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