Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Mundo

20 de Abril de 2018

Díaz-Canel, el arte de la espera

Algunos todavía recuerdan que durante su alcaldía en Villa Clara, Díaz-Canel autorizó los primeros shows de travestismo en Cuba y permitió algunos intentos de periodismo de investigación en la provincia. Además, desandaba la ciudad en bicicleta, vestía ropa informal y escuchaba a los Beatles, esos detalles que lo convertían en una suerte de liberal cool dentro de la fauna sosa de los dirigentes comunistas. No teniendo hoy a qué aferrarse, los cubanos bien podrían pensar que ese Díaz-Canel se ha mantenido veinte años en formol, agazapado, representando mientras tanto al tipo de dirigente dócil y abotargado que el castrismo esperaba que él fuera, si es que aspiraba al premio de un ascenso.

Por

La hoja de vida de Miguel Díaz-Canel, el nuevo presidente de Cuba, es de una insultante mediocridad, como la de todos los políticos nacidos en la Isla después de 1959. Se graduó de Ingeniería Eléctrica a comienzos de los ochenta, trabajó en las Fuerzas Armadas y luego, con la Revolución sandinista ya en el poder, cumplió misión internacionalista en Nicaragua, haciendo quién sabe qué, quizás arreglando cables de corriente en la casa de Daniel Ortega. A los 33 años, la edad con la que Fidel Castro entraba en La Habana, Díaz-Canel apenas era ascendido a segundo secretario del comité nacional de las juventud comunistas.

De hecho, con Fidel en el poder, el padre tutelar de los hombres nuevos del socialismo, Díaz-Canel probablemente no habría pasado nunca del puesto secundario que le hicieron ocupar durante largos quince años: alcalde comunista de alguna desvencijada y polvorienta provincia del país. Primero en Villa Clara, al centro de la Isla, de 1994 a 2003, y luego hasta 2009 en Holguín, ubicada al noreste, más lejos todavía de La Habana y de Dios.

A Fidel le gustaba rodearse de jóvenes que él creía inteligentes, aunque al final demostraron no serlo tanto, pues lo primero que un miembro temporal del círculo de confianza del Comandante tenía que saber, si aún albergaba un poco de amor por sí mismo, era que no podía mostrar demasiada autonomía intelectual, sagacidad diplomática o alguna otra consecuencia del buen juicio que lo dibujara como un rival en potencia.

Todos, sin embargo, desde Carlos Lage hasta Roberto Robaina, creyeron ser más de lo que eran y se convirtieron antes de la vejez en cadáveres políticos, conocieron la caída estrepitosa y la humillación pública. Fueron encerrados sin compasión, y ahí permanecen aún, en los fondos oscuros de los archivos de una biblioteca o en las consultas malolientes de un policlínico municipal.

Con Raúl Castro esa cuestión estaba saldada de antemano. Nadie que pueda articular un discurso decente, sin exasperarse o sin olvidar en plena alocución lo que le mandaron a decir, tiene posibilidad alguna de pertenecer a la corte tecnócrata y ampliamente iletrada del hermano menor. Un currículum como el de Díaz-Canel, que no dice mucho, o que lo único que dice es que Díaz-Canel fue alguien que entendió a tiempo el valor neto de la sumisión dentro de la casa de cambio del castrismo, a Raúl le vino como anillo al dedo.

En 2009, con Fidel convaleciente, Raúl mandó a buscar a su sucesor y le entregó la cartera del Ministerio de Educación Superior, un puesto en el que Díaz-Canel, hasta donde sepamos, no hizo nada que valiera la pena. Yo acababa de ingresar a la universidad en ese entonces, mi facultad quedaba a menos de cien metros de su oficina, y durante todos sus años de Ministro los alumnos de mi residencia en el Vedado, por poner un ejemplo, tuvimos que seguir subiendo veinte o veintidós pisos por las escaleras para llegar a nuestros apartamentos, porque el ascensor no se arreglaba nunca.

En 2013 Díaz-Canel fue elegido Primer Vicepresidente del Consejo de Estado, y durante los últimos cinco años –que no son cualquier cosa, porque son los años veleidosos de la reforma migratoria, de la apertura de relaciones diplomáticas con Estados Unidos, de la visita de Obama, de la muerte de Fidel Castro– se las arregló para no decir ni esta boca es mía.

Una caída desde esa altura le habría partido la crisma, y hubiera, todo hay que decirlo, fulminado al principal político del apparatchik cubano que uno creería capaz de poder iniciar –fuere por su voluntad expresa, fuere por la ruptura generacional y la brecha cívico-militar que abre su mandato– una suerte de transición sistémica, el comienzo de una pugna evidente entre las distintas corrientes ideológicas del poder, desde las más ortodoxas hasta las más pragmáticas.

Tantos, durante tantos años, desaprobaron la entrevista de trabajo para el puesto de sustituto, o creyeron que ya eran administradores de la finca personal en la que los Castro habían convertido a Cuba, cuando solo estaban pasando un período de prueba, que uno tendería a pensar que Díaz-Canel posee una virtud secreta que el resto no, que descifró algo que nadie más a su alrededor supo descifrar y que se lo guardó para sí.

Pero creer eso es un error, porque Cuba es ya un país sin ningún misterio político que desentrañar, un país lineal, de más de veinte pisos, que hay que seguir subiendo a diario por las escaleras, con dos cucharadas de potaje y arroz en el estómago y un cubo de agua a cuestas. La razón por la que Díaz-Canel es ahora presidente se debe a que representa mejor que nadie el relato nacional de la supervivencia física, que es, como sabe todo el que ha vivido en Cuba, un relato de inmersión consciente en el sopor de la obediencia.

Lo ha dicho, flamante, Raúl, en la toma de posesión de su pupilo: “Él nació en Villa Clara, donde estuvo bastante, pues era un territorio que conocía bien; y fue después de eso que se le envió a una de las provincias grandes de oriente, Holguín, como hicimos con más de una docena de jóvenes, la mayoría de los cuales llegaron al Buró Político, pero no logramos materializar su preparación. Fue el único sobreviviente, diría yo”.

En 2017 se filtró un video de una conferencia con cuadros del Partido Comunista en la que Díaz-Canel ataca la existencia de varios medios de prensa independientes y declara que va a cerrar la plataforma digital de la revista OnCuba. “Y que se arme el escándalo que se quiera armar. Que digan que censuramos”, concluye, “aquí todo el mundo censura”. Está representando el papel de hombre fuerte en un momento clave, pero no parece cómodo en el personaje. A nadie atemoriza. Rodeado de militares, de verdaderos sabuesos, eso no es lo que él es.

Díaz-Canel es un político pusilánime, lo que podría convertirse en una gran noticia para Cuba. Su medianía también es un buen augurio. La mística y la crueldad de los líderes heroicos llevaron al país a este callejón sin salida.

Algunos todavía recuerdan que durante su alcaldía en Villa Clara, Díaz-Canel autorizó los primeros shows de travestismo en Cuba y permitió algunos intentos de periodismo de investigación en la provincia. Además, desandaba la ciudad en bicicleta, vestía ropa informal y escuchaba a los Beatles, esos detalles que lo convertían en una suerte de liberal cool dentro de la fauna sosa de los dirigentes comunistas.

No teniendo hoy a qué aferrarse, los cubanos bien podrían pensar que ese Díaz-Canel se ha mantenido veinte años en formol, agazapado, representando mientras tanto al tipo de dirigente dócil y abotargado que el castrismo esperaba que él fuera, si es que aspiraba al premio de un ascenso.

En cualquier caso, difícilmente su estrategia de supervivencia tenga vuelta atrás. Lo que las circunstancias históricas hagan con él, cuánto lo zarandeen, no es algo que todavía podamos saber, pero el nuevo presidente de Cuba es ya lo que es. En los países orwellianos la apariencia es toda la profundidad, y el único fondo de un hombre con miedo es su simulación.

Notas relacionadas