Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

11 de Diciembre de 2018

Dinerolandia: ser un inmigrante latino en el Estados Unidos de Trump

Por Felipe Herrera Me compré mi carro y mi mansión en la nación americana Nací pa’ ser millo, no quiero fama Ya me acostumbré, ya me acostumbré a no importarme el precio de lo que compré. Me acostumbré, Arcángel ft. Bad Bunny “Hubo algunos cambios en los turnos”, me dice Colin, que es uno de […]

Felipe Herrera
Felipe Herrera
Por

Por Felipe Herrera

Me compré mi carro y mi mansión en la nación americana
Nací pa’ ser millo, no quiero fama
Ya me acostumbré, ya me acostumbré
a no importarme el precio de lo que compré.
Me acostumbré, Arcángel ft. Bad Bunny

“Hubo algunos cambios en los turnos”, me dice Colin, que es uno de mis jefes gringos en el restorán. “Anda a revisar el calendario”. Entonces lo veo: me había quitado dos días de trabajo para la próxima semana. Eso significa que no iba a alcanzar el mínimo semanal de dinero que necesito para vivir bien, y según mis cálculos, darme algunos gustos y poder ahorrar.

Con la presión encima de producir y de arrendar mi tiempo para poder comprar, o solo para tener la tranquilidad de “poder”, me enojo. Los latinos no me hacen mucho favor. Ya están tres ecuatorianos diciéndome “así es como te corren”, “búscate otro trabajo”, “tengo contactos”, “¿quieres venirte a trabajar conmigo a este otro lugar?”.

Sabiendo que nadie más que para sí mismo (y por el dinero), digo: “Voy a esperar”. Los demás hacen una mueca, no sé si de desagrado o de aprobación.

No me sirve trabajar menos de cinco días a la semana, es lo único que sé. Necesito el dinero. Necesito el poder que da el dinero para estar tranquilo, así lo aprendí de mis papás y que también vi en mis abuelos: el dinero da tranquilidad, da poder, da posición social. Un latino con dinero es menos latino. Un latino en un buen puesto de trabajo es casi nada latino. Un latino gerente es un gringo al que le quedan algunas huellas de latino. Así es como el balance de la cuenta haga lo que ni el estudio del idioma y del acento ni una cirugía estética pueden.

Lo peor es que el anuncio de Colin es justo en vísperas de Thanksgiving, una fiesta súper importante para los gringos donde lo que hacen es comer a destajo y dar gracias por lo que tienen. La ironía es que al día siguiente es el Black Friday, fecha en la que los diarios, la televisión y las redes sociales se ponen al servicio de las marcas y les venden sus espacios para bombardearme con ofertas súper especializadas de lo que no tengo, de lo que deseo y de lo que aún no sé que deseo: el par de zapatos que vi en internet el mes pasado, el mismo abrigo que compré para el invierno pero a mitad de precio, la camisa con la que me imagino en una cita con la gringa de mis sueños.

Después de que una de cada dos publicaciones de Instagram sean un anuncio de la camisa, la compro pensando en asegurarme de que, cuando conozca a la gringa de mis sueños, al menos yo me veré como el yo de mis sueños. Pero cuando la camisa llega en su paquete de entrega (la sensación más parecida a la de abrir un regalo de Navidad) no me queda como me lo esperé (ni como se le veía al modelo de la foto). Me enojo.

Busco en Google la marca de la camisa, y me entero de que la tienda física más cercana queda nada más y nada menos que en el “Mall of America”. Se llama así porque, según dicen con orgullo y entusiasmo las personas de Minneapolis, es el mall más grande de Estados Unidos.

Como si no bastara con que el país en sí sea un mall gigante, resulta que hay un mall más grande que todo eso, o todo eso concentrado en un lugar enorme, o un mall dentro de otro mall, como si fuesen muñecas rusas. Así que ahí voy, con mi camisa y con mi decepción y con la esperanza de que en tal lugar se cumplirán todas las promesas.

Hay un tren que llega hasta la puerta misma del “Mall of America”. Subo, me siento, me desespero porque todo va muy lento, me repito “calma, paciencia”. Reviso Instagram para no perderme de nada, veo más anuncios de cosas que alguien quiere que compre. Guardo el celular. Miro a la gente, que se ve igual que en todos los trenes y metros del mundo, con la misma cara de aburrida, escuchando música o deslizando la pantalla del celular hacia arriba sin
parar. Algunos cantan en voz alta, es común eso en Estados Unidos. Por lo general, la gente que usa el transporte público en este país es la gente sin dinero o con poco dinero; los autos son baratos. He conocido gringos que lo primero que hacen, cuando les digo que uso el transporte público, es preguntar ¿por qué? ¿Por qué no?, respondo. La mayoría nunca (NUNCA) se han subido a una micro.

El tren sale de la ciudad, el paisaje cambia y, después de media hora, llega al destino final. Lo primero que veo es una estrella enorme, de colores, frente a una fachada de vidrio. Al lado, como anunciando la llegada a la tierra prometida, lo leo: “Mall of America”. Entro entusiasmado y de repente estoy de vuelta en Chile. Pienso en la foto que le mostró Piñera a Trump en la Casa Blanca a fines de septiembre. Conozco las luces, siento el mismo olor, las mismas tiendas, los mismos anuncios de “Sale”, la misma sensación. Los mismos puestos de helados, de celulares, de lentes de sol. Las mismas personas, las mujeres rubias flacas con ropa de marca, los adolescentes vestidos igual.

Camino despacio, desconfiado, mirando. Busco la tienda de la camisa que compré. Subo al segundo piso y la encuentro. Entro, la vendedora me dice que no tienen el mismo modelo de camisa en otra talla, pero que hay “otras” camisas. Encuentro una que me gusta, me la pruebo, me queda bien, cumple con mis expectativas, seré el yo de mis sueños cuando conozca a la gringa de mis sueños. Para asegurarme, compro otra camisa, parecida pero de otro color.
Ahora tengo juegos de camisas. Gracias, estoy satisfecho.

Mantra de compra sin culpa: “Me lo merezco, me lo merezco”. Me lo repito apenas salgo de la tienda y camino por los pasillos que he visto miles de veces en miles de malls. Me lo repito para calmar la culpa de haber gastado mi plata y mi tiempo y el tiempo que usé ganando esa plata en algo que no necesitaba. “Me lo merezco. Total, me saco la cresta trabajando”.

“Me encanta el Imperio, es maravilloso”, me dijo un amigo ecuatoriano que conocí hace algunos años, mientras comprábamos en una tienda en el centro de alguna ciudad de Estados Unidos (¿qué más, aparte de gastar, haces en tu tiempo libre en Estados Unidos?). Claro que es maravilloso, lo pienso, me encandilo, lo siento, lo vivo.

Ser gringo debe ser como debió haber sido ser romano alguna vez, cuando el Imperio tenía su capital en Roma. Ser gringo con dinero en Dinerolandia debe ser la maravilla, el éxito, el poder, sentirse en la cumbre de la humanidad. ¿Para qué mirar para afuera?. El dinero aplaza la vejez, combate la enfermedad y la eyaculación precoz con omnipotencia. ¿En qué más están pensando todos los centroamericanos que vienen caminando para entrar acá? La perspectiva del dinero les ofrece la visión de una vida mejor. Brillante.

Por eso es que necesito dinero. Necesito más dinero y no puedo perder mi tiempo sin recibir algo a cambio, sin traducir las horas que pasan de mi vida en el dinero que me pagarán por ellas. Días después, vuelvo a ir a mi trabajo en el restorán y le discuto a Colin. “Calma”, me dice y se encoge de hombros. “Si es solo por esta semana. Además, son instrucciones que vienen desde arriba, la de recortar horas en el calendario. Es por el dinero. Lo siento. La próxima volverás a tu horario normal”.

Me quedo más tranquilo. Al final tendré mi dinero.

Notas relacionadas