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20 de Septiembre de 2019

Detrás de las uñas perfectas

Agencia Uno

Hace unos años, el New York Times hizo una investigación llamada “El precio de unas uñas bonitas” en la que entrevistaban a en su mayoría asiáticas y latinas explotadas en el mercado de la manicure en la capital del mundo. ¿Pasa algo parecido en Chile? Desde hace un par de años, las extranjeras trajeron el boom de las uñas acrílicas y de la manicure con diseño. Pero a la vez, este negocio, que les da una oportunidad de trabajo a muchas inmigrantes, también les ofrece condiciones que están al filo de la legalidad: horarios excesivos, bajos salarios, altos cobros por uso del espacio e incluso maltrato. Esta es la historia detrás de las manos que hacen manos.

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“¿Uñas? ¿Depilación? ¿Corte de pelo, reina? ¿Qué anda buscando?”

Hace frío en Santiago y está a punto de llover. Pero las captadoras de las distintas peluquerías de la galería Capri del centro de Santiago no se rinden, a pesar de que el lugar está prácticamente vacío. Dentro de uno de los locales, sentada frente a su mesita de manicure repleta de esmaltes, Fanny mira la televisión con las manos metidas dentro de su parka. 

Fanny llegó hace poquitos meses a Chile. Es venezolana, pero antes estuvo en Colombia y Perú probando suerte. El oficio lo aprendió en su país, de niña: su mamá hacía las manos y los pies en casa.  “Mis padres eran muy pobres. Pero yo aprendí mirando a mi mamá. La gente iba a mi casa y hacía colas para que les hiciera las manos y los pies. Yo lo hacía gratis para practicar. Lentamente, me empezaron a dar poquito a poquito y así fui comprando todas mis cosas y ayudando en casa. Después estudié y llegué a trabajar hasta para Miss Venezuela”, cuenta ella. Ahora Fanny vive en una casa en Colina con tres compatriotas y lleva solo dos meses en este trabajo. Al comienzo, era la única de las cuatro amigas que tenía empleo así es que con lo poco que ganaba, mantenía toda la casa y a sus compañeras. 

Fanny

Ahora trabaja de lunes a sábado de diez de la mañana hasta las ocho de la noche haciendo uñas. Tiene un contrato gracias al que paga cotizaciones y salud. El mes pasado sacó 240 mil pesos: la mitad los mandó a Venezuela para sus hijos, hermanos y su papá que padece de cáncer. El resto lo dejó para pagar su cuota del arriendo de la casa, comprar mercadería y pagar los pasajes desde Colina a Santiago. “Mi jefa dice que estamos en temporada mala porque estamos en invierno. Todavía no sé si hacer las uñas es bueno o malo acá. Este mes veré cómo me sale”, dice ella. Al local llega un hombre a cortarse el pelo. Afuera, comienzan a caer las primeras gotas de lluvia. 

***

Así como Fanny muchas inmigrantes venezolanas, colombianas, dominicanas, comienzan a trabajar en Chile en el negocio de la manicure. La mayoría de ellas en peluquerías del centro de Santiago, Estación Central, Maipú o Franklin. La manicure es una oportunidad rápida para ellas de conseguir trabajo, sin embargo, no siempre las condiciones son las mejores. Rosa Parra lo sabe: en Venezuela trabajó durante 17 años en un salón de belleza. Hace dos años se vino desde Maracaibo. “Chica, podías estar ocho horas esperando por ponerle bencina al carro bajo 45 grados de calor. Eso ya no era vida”, dice ella. Cuando llegó, lo primero que consiguió en Santiago fue un empleo de manicurista en un local de un mall chino. “Eso fue traumático”, recuerda. “Nunca nos hicieron contrato y teníamos que trabajar de nueve y media de la mañana a 11 de la noche. Las otras chicas llegaban a las diez y media u 11 de la mañana y no les decían nada. Ganábamos el 40% de lo que hacíamos. Con mi hermana duramos cuatro meses allí hasta que nos fuimos a trabajar con una peruana. Eso fue peor. Ella nos robaba los materiales, nos discriminaba, nos gritaba. No nos dejaba que le diéramos nuestro número a las clientas. Era tipo dictadura. Y nos pagaba solo el 30% de lo que hacíamos, era más miserable todavía”, dice ella. 

Sin embargo, como muchas extranjeras, Rosa aguantó lo que más pudo los abusos y malos tratos hasta que obtuvo sus papeles. La mayoría de las extranjeras se ven expuestas a estas situaciones debido a eso: no tienen papeles y tienen la urgencia de conseguir un empleo para poder tramitarlos. Eso las hace especialmente vulnerables.  “Como extranjera, tienes mucho miedo de perder tu trabajo. Es otro país, estás haciendo tus trámites para obtener los documentos que necesitas para quedarte. Es difícil”, cuenta otra chica que prefirió no dar su nombre. 

En general quienes trabajan en este negocio, reciben entre un 40 y un 50% de todas las manicures que hacen o pagan un subarriendo por tener un espacio para hacer las uñas. Ese subarriendo puede costar entre 40 o 50 mil pesos por semana (160 – 200 mil pesos mensuales), cuando en realidad los arriendos completos de los locales en una galería céntrica o en el persa Biobío cuestan entre 250 y 400 mil pesos aproximadamente. Trabajan entre 10 y 11 horas diarias. Algunas con contrato, la mayoría sin, y no cuentan con un sueldo base. “En un mes bueno, puedes hacer 500 mil pesos quizás. Pero en una semana mala, puedes hacer nada. Mira cómo está hoy día: no hay nadie, aunque se acerca el 18”, dice Rosangela, abrigada con gorro de lana en el local donde hace uñas en el persa Biobío. Rosangela aprendió acá el oficio: en Venezuela tenía un local de verduras, pero cuando comenzaron las expropiaciones de tierras en su país, el negocio se fue a pique. En Chile aprendió a hacer uñas. Una amiga le regaló una lámpara de secado de esmalte y partió repartiendo papelitos en el metro en los que se promocionaba como manicurista. Después llegó a este local de Franklin.

Rosa Parra

Grecia es dominicana y llegó hace varios años a Chile. Uno de sus primeros trabajos fue en un salón de Estación Central administrado por una chilena. “Ay muchacha, yo lloré lágrimas de sangre allí. Sufrí mucho. Es la forma en que te tratan. Ella me pagaba una minoría del por ciento: un 30% de lo que yo hacía. Nunca tenía domingos libres y solo algunos feriados. Pero es más la forma en que te tratan: como que no eres nadie, te gritaban si hacías un reclamo y eso porque era extranjera”, dice. 

En otra galería del centro, Ana espera a una clienta detrás de su mesón. Aquí no tiene contrato y gana el 50% de lo que hace porque ella trae sus propios materiales: invirtió 300 mil pesos para poder comprar esmaltes, limas y todo el instrumental. Aunque trabaja 10 horas diarias, prefiere este trabajo al que tuvo antes en una peluquería de Las Condes. “Trabajaba de 10 de la mañana a 9 de la noche. Si estaba comiendo y llegaba una clienta, tenía que dejar de comer para atenderla. Renuncié al mes y la dueña no me pagó porque no le dio la gana. “No te voy a pagar”, me dijo. Yo la denuncié al ministerio del Trabajo, pero ella presentó documentos y testigos falsos y no pasó nada”, explica Ana. 

En uno de los galpones del persa Bío Bío, Alejandra le hace las uñas a una niña, hija de locatarios del sector. Su panza de seis meses de embarazo topa con la mesita de la manicure. Alejandra se vino con tres meses de embarazo desde Venezuela a Chile porque “allá en los hospitales no hay insumos y te puedes agarrar una bacteria, te puedes morir al dar a luz. Entonces tenía que salir de ahí”. Su primer trabajo fue en otro local cercano adonde está hoy. Pero tuvo que renunciar porque su jefa, que le cobraba 50 mil pesos por el arriendo del espacio por semana, la maltrataba. “Te trataba a los gritos. Cuando renuncié y me vine aquí, vino, me quitó el teléfono, me gritó y me rasguñó la cara y las manos, me rajó la cadena que tenía al cuello. Una señora le decía: “¡Pero si está embarazada! ¡Suéltala!”. Fui a denunciarla a la comisaría, pero nunca la fueron a buscar”, dice ella mostrando las cicatrices que le quedaron después del incidente. 

Alejandra

En este nuevo local paga 40 mil pesos por el espacio semanalmente. “En una semana buena puedo ganar 150 mil pesos, pero no todas las semanas son buenas. La mayoría son más o menos. A veces sacas 60 mil pesos o menos. Pero ahora no puedo hacer nada más porque nadie me va a dar trabajo embarazada”, explica. Alejandra vive con su pareja en una casa del centro que comparte con haitianos y colombianos. Su esposo está cesante. Ella los mantiene a ambos con lo que gana haciendo las uñas. Hace poco los visitó en casa una asistente social. Les dijo que si no mejoraban sus condiciones de vida, era probable que les quitaran a la niña que están esperando.

***

Lady se plancha el pelo junto a su compañera de trabajo. Son las siete de la tarde y no hay nadie en el local, así es que ambas aprovechan para arreglarse un poco. Lady es administradora de empresas, pero acá trabaja como manicurista. Está en Chile con su mamá y su hermana y es la única de las tres que tiene trabajo. Gana el 40% de lo que hace y trabaja desde las 10.30 hasta las 8.30 de la noche. A veces solo llega a ganar diez mil por día. “No es mucho pues, pero sí tenemos nuestra clientela y vamos creciendo poco a poco. Lo que pasa es que ha estado rudo por el invierno. Pero al menos tengo trabajo. Comparado con lo que pasa en Venezuela esto es mejor. Allá para comprar un teléfono pueden pasar años. Acá en un mes me compré uno”, dice ella. Como Lady, muchas de las inmigrantes que trabajan en este rubro, están agradecidas de tener trabajo, a pesar de que las condiciones no son las mejores. Ana y sus compañeras trabajan de diez a ocho pero una de ellas dice: “Si nos quedamos hasta más tarde es porque queremos seguir produciendo. Esa es la conveniencia del trabajo”.

Lady

Emily y Nazarena trabajan en un diminuto puesto en el centro. Nazarena es ingeniero civil pero acá trabajó de garzona y ahora hace la manicure. Le ofrecieron un trabajo como ingeniera, pero ella prefirió que lo tomara su esposo. “Me ha ido súper bien. Mi jefa es lo máximo. Me da la oportunidad de arrendar este espacio. Hay que saber manejarse nada más: recibir plata a diario es un arma de doble filo. Reúno el arriendo, junto para el mercado y le mando dinero a mi mamá”, dice Nazarena mientras lima las uñas de una chica joven. Emily asiente. Acá en Chile vive con dos ecuatorianas y su hija de 18 años en un departamento de dos dormitorios en Estación Central. Por ahora no ha hecho mucho dinero, pero ella se consuela con que está recién partiendo. “Todos los comienzos son difíciles. Creo que en dos años debiera estar más fluida económicamente. Hay que estar siempre con fe, con Dios y avanzar, porque las lágrimas no me pagan cuentas”, dice. En el persa Biobío, Rosangela es de la misma idea. “Mi plan es quedarme, emprender, tener una empresa aquí. Una no puede perder la fe. El sol sale para todos. Dios es bueno”, dice con una gran sonrisa en el rostro.

Nazarena y Emily

Mientras Grecia atiende en una mesita justo afuera de su departamento en el centro de Santiago. Desde hace dos años que hace esto: baja su mesita y una silla y se instala a hacer la manicure a precios muy baratos: la manicure completa cuesta 3 mil 500 pesos, la permanente, 8 mil. “No quise trabajarle apatronada a nadie más: le sacan la madre a una y te pagan nada, hija. Es mucha la exigencia. Aquí me va bien, gracias a Dios. No te voy a decir que gano un mundo, pero para aguantar bochornos, malos tratos, no estoy. Yo veía a la persona a la que yo le trabajaba lujeando en su carro deportivo y nosotras, sacándonos el alma.   A las chicas que están recién llegando les diría que aguanten lo que sean hasta que surjan y después se independicen. Que no le den pulmones a nadie porque nadie te agradece que te explotes”.

Grecia

Después de vivir su experiencia de maltrato laboral, con unos ahorros que tenían con su hermana y gracias a una amiga chilena que les sirvió de aval, Rosa pudo arrendar su propio local de manicure en el centro. Ahora trabaja ahí y les da trabajo a otras extranjeras. “Dios nos permitió venir acá para dejarles un legado a las chilenas para que aprendan que primero muertas que sencillas”, dice riéndose, mientras le pinta las uñas de los pies a una clienta que la mira con el ceño fruncido. “No me dejes de lado, ¿ya?”, le pide la señora, enojada porque Rosa está conversando. Después se queja por el color que le puso. 

  • ¿Por qué le pusiste color carne?
  • ¡Porque así es la francesa, mi vida! ¡Se te ven hermosos! – le responde Rosa.

La clienta se mira los pies muy seria. Sus uñas brillan. Es una francesa perfecta, pero ella no se nota muy convencida. 

La jefa peruana para la que alguna vez trabajó Rosa, ahora tiene un local en esta misma galería céntrica, a pocos metros de aquí. Apenas una entra, ella se acerca. “¿Qué se va a hacer? ¿En qué la ayudo?”. Las chicas miran de reojo desde sus puestos. Algunas almuerzan sobre la misma mesita donde hacen las manos. En el persa Biobío, Alejandra suspira. “Estoy muy arrepentida de haberme venido, mi pareja también”, dice. Ambos quieren regresar a Venezuela, pero no tienen los 800 dólares que cada uno necesita para volver. 

Mientras, Fanny sigue en su puesto en el centro de Santiago. Por un lado, se siente feliz de su jefa que les dé desayuno a todos sus trabajadores todos los días en la peluquería. Los primeros días que pasó en Chile, Fanny no tenía para comer y su jefa también le traía almuerzo desde su casa. “Son cosas que hay que agradecer. No todos los jefes son así y además nos da la posibilidad de trabajo. Cuando necesité, ella me dio. Para mí una buena persona. Pero igual a veces me da la loquera y pienso en regresar a Venezuela”, admite. Se dio un plazo de seis meses para estabilizarse. Quiere llegar a ganar 400 o 500 mil pesos. Con eso siente que podría vivir aquí y seguir ayudando a sus hijos y a su padre enfermo que están lejos. Fanny sonríe. “La señora me trata bien. Ella pone todo mi material. Corrí con suerte. Chile ha sido fuerte, pero es que estabilizarse no es fácil pues”, dice.

La galería sigue vacía. Afuera ya se largó a llover.

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