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Reportajes

11 de Noviembre de 2019

El portador de la bandera baleada

Melanie Carvajal Parra - Instagram: @burning.red

De todas las banderas chilenas que flamean en las manifestaciones, hay una que tiene decenas de agujeros, y que destaca dentro de la multitud. La creó el diseñador José Barriga (29) pensando en los muertos y en los heridos, luego de que el estallido social cambiara profunda y radicalmente su concepciones. Este es el testimonio de un joven que, a cuatro semanas de estar en la calle, ha sido capaz de tocar las fibras de las diversas generaciones que componen la marcha, paseando solo, con el emblema nacional herido.

Por

“Es fuerte darse cuenta que las ideas que tenías en la cabeza, no eran propias sino heredadas. Que fuiste clasista y cruel, que por años te negaste a ver la pobreza, y que sin embargo ahora estás despierto. Más despierto que nunca. 

Soy diseñador industrial y paisajista. Tengo 29 años, pero el 18 de octubre pasado volví a nacer. Ese día me di cuenta que tenía una misión en la vida. Mi misión es ir a todas las marchas con una bandera chilena baleada. Una bandera con agujeros sin texto alguno, que se me ocurrió crear para que flameara entre la multitud. Es penca representar a ese Chile 2019: herido, mutilado. Pero a la vez he vivido momentos tan emotivos durante las manifestaciones gracias a esa bandera, que siento que me cambiaron para siempre. 

Mis padres son de ultra derecha. Mi mamá fue de las que hizo la fila para despedir a Pinochet cuando murió, y sin embargo estoy aquí, ahora, tan lejos de todo eso. Comentarios como “los que protestan son vándalos, gente pobre y flojos que quieren que les regalen todo”, eran parte de mi normalidad. Pero el 18 de octubre, cuando mi socia y compañera me mostró videos de las evasiones del metro, y luego vi imágenes de la primera chica que recibió un perdigón en la pierna, en Estación Central, me remecí. Pensé: “No, esto está mal. No puede ser que Carabineros dispare en el metro a escolares”

Ese día bajé desde mi oficina en Lo Barnechea hasta Ñuñoa. Me encontré con toda la gente protestando, yo mismo ya estaba contagiado y hacía ruido con lo que fuese. Aún no se decretaba el Estado de Emergencia pero a la altura del mall Plaza Egaña, ya había carabineros dispersando manifestantes y disparando a cualquier parte. Horas después pasaría de todo, entre otras cosas, la quema de estaciones de metro y los saqueos. En las protestas había carabineros cojeando, sí. Pero la diferencia entre ellos y los manifestantes era abismante. Los pacos con armas, ellos con piedras

Recuerdo que yo andaba con overol y que hacía frío esa noche. Pero a la altura del metro Villa Frei, y al ver que la gente seguía protestando, me uní a la marcha. “No me puedo seguir haciendo el hueón, esto me afecta también”, pensé. Algo en mí se venía incubando desde que mi papá se fue a vivir a Antogafasta y que mi mamá se fue a Estados Unidos. Venía de una familia acomodada, sí, pero desde que vivía solo en Santiago y que había creado mi propio emprendimiento, tenía más conciencia de cuánto costaban las cosas. Muy facha será mi familia, pero estudié con CAE, y mi pensión también iba a ser miserable. Como todos, encontraba que los precios subían de una manera horrorosa, y que, sin embargo, no teníamos más opción que pagar, agachar la cabeza y aceptarlo. 

La noche del 18 de octubre terminé viendo una muralla de fuego en la rotonda Grecia. Estaban quemando cinco buses del Transantiago y me quedé registrando. Había impotencia en esa imagen. Una impotencia con la que de alguna manera empatizaba, que también era propia. Al día siguiente, desperté con los bocinazos, las cacerolas y los reclamos de la gente. Estaba decidido ya: iría a todas las convocatorias. No dejaría de salir ni un día a la calle. Estuve en la Plaza Ñuñoa y no respeté ningún toque de queda. Me quedé ahí, entre la gente, con cada vez más personas de la clase media. 

Antes de salir con la bandera baleada hice dos pancartas. La primera fue “Ni izquierda ni derecha”, la segunda, “Chile no te duermas más”. Era emocionante ver al país unido y no en el individualismo. No importaba si era el centro, Providencia o Las Condes, las clases sociales poco importaban: estábamos todos caceroleando.  

***

Sin duda la convocatoria que más me marcó, fue una tarde en Plaza Italia. Estaba por Vicuña Mackenna, cuando vi llegar los pacos como si vinieran a una guerra, disparando. Yo, que nunca había sentido el olor de una bomba lacrimógena, que no había salido preparado, que no llevaba un pañuelo siquiera, y que ya había escuchado lo de las heridas por perdigones, salí arrancando con la bicicleta, asustado. De repente una lacrimógena pasó por encima de mi cabeza y cayó a mi lado. Me empezaron a arder los ojos. El humo apenas me dejaba ver. Hasta que un capucha vino hacia mí, y la pateó. No nos conocíamos, él era lo que algunos llaman vándalo, pero ese día me salvó. 

Al recuperar la visión, los pacos se habían ido. Entendí que él y otros capuchas los habían echado. Se decían unos a otros: “¡aguantemos, hay que sacarlos!”. Aquellos que prejuzgué toda mi vida, ahora me habían defendido a mí y a otros manifestantes. Para que podamos movilizarnos pacíficamente son ellos, los que están en primera línea, los que han sido reprimidos toda la vida, los que están dispuestos a pagar el costo. 

Esa tarde la protesta se volvió a armar pese a los ataques de Carabineros. Entonces vi a tres de ellos disparar de frente, y el perdigón que me pudo llegar a mí o al abuelo que estaba cerca de mí protestando por su baja pensión, le llegó en el brazo al capucha que estaba a mi lado. Yo soy un hueón incapaz de tirar una piedra, de quemar algo. Ni siquiera mato animales: soy vegetariano. Ellos, en cambio, con una piedra en la mano y una polera en la cara, se enfrentan contra pacos que están blindados enteros. Que además de tener el guanaco y el zorrillo, disparan lacrimógenas en la cara, balines en el cuerpo y en los ojos. 

Ese día sentí una liberación de conciencia inmensa. Los conceptos que me había metido mi familia en la cabeza estaban todos errados. Me fui a mi casa pensando en los disparos. No eran hacia arriba, no eran para asustar. Eran horizontales: al pecho, a la cabeza,  indiscriminados. En mi caso se percutaron a no más de 10 metros de distancia de mí. 

Todo empeoró aún más cuando salieron los militares a las calles. Aparecieron los videos de golpizas, las denuncias de tortura en el metro Baquedano, los heridos, los muertos y las velatones. Sus nombres estaban en todos lados, y yo miraba absorto sus caras: “Mi foto podría estar ahí”, pensaba. Es inevitable balbucear: “Ese podría ser yo”. 

Miré mis carteles y me di cuenta de que los mensajes eran demasiado positivos para lo que estaba viendo en las calles. Pero no sabía qué poner en un tercer cartel, así que lo único que me nació fue comprar una bandera chilena en Plaza Ñuñoa. Quería que fuera grande, para que se notara bien lo que eligiera transmitir. Pensaba que había que conmemorar a los fallecidos. No olvidarlos, pero no sabía cómo, las palabras se quedaban cortas.  

La tuve en casa un día entero sin saber qué hacer con ella, hasta que llegó el lunes. Ese día en que el presidente Piñera lanzó sus primeras propuestas desde que estalló a la crisis, y que llamó a la normalidad. Sabíamos que la marcha de la tarde era importante: o el movimiento se debilitaba o se fortalecía. Como fuera, yo había decidido ir a la calle con la bandera a comprobarlo

***

La marcha comenzaba a las 17 horas, y una hora antes de tomar la bicicleta y bajar desde Los Barnechea, lo supe. No había texto capaz de dimensionar el dolor. Mi bandera tenía que hablar desde el silencio. Y entonces, decidí no anotar nada en ella, sino que hacerle las huellas de los balazos, de los perdigones. Una bandera con cicatrices, fue lo que pensé cuando la diseñé, pero sin imaginar lo que generaría en la calle, y las múltiples lecturas que tiene en la gente hasta hoy, dependiendo de sus circunstancias y de su historia. 

“La cagó tu bandera”, fueron las primeras expresiones de personas que se cruzaron con ella en las calles. Luego apareció gente que me tocaba el hombro. Como aquel señor que me detuvo y me contó una historia que me paró los pelos: “Pa’ la época del 73, yo tenía un primo de tu edad. Fue uno de los 27 estudiantes baleados por la espalda por los militares. Mi tía hasta ahora guarda una camisa con las mismas cicatrices de tu bandera”, me dijo antes de alejarse. 

Fue la primera vez que sentí ganas de llorar. Habían pasado tantas décadas desde la dictadura y, sin embargo, la marcha en la que participaba también tenía agujeros, una democracia que ha sido baleada en el alma. Como ese señor, yo también he tenido susto, pena, y a la vez rebeldía. Al final del día estás cansado, abatido. Pero también piensas: ¿cómo te van a callar con amenazas? Si no es ahora, ¿cuándo?. ¡Cuando sea impagable vivir!

Con el correr del tiempo vas perdiendo el miedo. Yo no tiro piedras, ni siquiera me sale insultar a Piñera o a los pacos, pero cuando los encapuchados me han pedido la bandera para sacarse una foto con ella, se las paso. Me cuentan que se sienten representados por ella. Inmediatamente se ponen a cantar esa consigna de barra: “las balas que nos tiraste van a volver”, y me abrazan. 

Antes del 18 de octubre no habría dejado que los encapuchados me tocaran. Esa gente de la que solemos renegar toda la vida, que no tuvo la suerte que tuviste tú de nacer en el barrio alto, al que llamamos lumpen con tanto desdén, son los que ahora te dan la mano, sin  importarles cómo te llamas ni de dónde vengas. Quiero ser claro: no se trata de normalizar lo que pasa, pero incluso los que saquean son producto de la desigualdad, si no cambias la educación, si no inviertes en salud, si le haces cada vez más cara la vida a la gente, ¿qué cresta hace? ¿seguir endeudándose con tarjeta hasta de Ripley para comprar comida? La gente no es así porque quiera serlo. Son los hijos del sistema que todos, hasta el 18 de octubre, legitimamos. 

El día de la marcha del silencio, de las mujeres de luto, sentí que mi bandera se había enganchado en la rueda. Pero cuando miré hacia atrás, me di cuenta que había una mujer que la tenía agarrada con la mano, como apretada. Me detuve y estaba llorando. No dijo una palabra pero se la llevó a la cara como si la acurrucara entre los dedos. Cerró los ojos y la soltó. Entonces siguió caminando. 

***

Yo sé que los pacos también han visto mi bandera. De hecho, hace unos días tuve un encuentro con ellos. Venía del trabajo en bici a Plaza Italia, y tomé Salvador hacia la Alameda. Para mala suerte mía, lo hice a cinco minutos de que la calle cambiara de sentido, por lo que de pronto vi venir todos los vehículos en contra. 

Uno de esos autos era de Carabineros. Vi que se pegó a la vereda pero de forma absolutamente intencional, eliminando el metro y medio que hay que dejarles a los ciclistas por ley. Yo me corrí lo que más pude, pero él aceleró y sentí que me iba a atropellar. No le dije nada, “si le grito me detienen”, pensé. Pero él me siguió acorralando hasta que se asomó por la ventana.  Pensé que me diría algo pero sólo se burló. “Te asustaste”, me dijo riendo. Y siguió de largo.

A las 21 horas fui a la velatón que se hace todos los días en Plaza Ñuñoa. Luego pasé por la Villa Frei, donde en torno a una fogata minúscula comparada con las que se dan en Plaza Italia, había gente cortando el tránsito, y una mesa con pan y café. No había encapuchados, toda la gente que estaba allí tenía la cara descubierta. Pero de la nada cayó una lacrimógena frente a nosotros. Giré con la bici para salir arrancando, pero entonces cayó otra en diagonal que me hizo dudar entre pasar o no pasar, y que sentí que me quemó la cara. 

No veía nada pero pedaleando como pude bajé por Irrarázaval. Cuando pude levantar la vista vi que estaba repleto de pacos que caminaban en mi dirección. Me cagué de miedo. Yo apenas veía con el humo. Estaba encogido entero sobre la bicicleta, y cuando miré para atrás nuevamente vi a un paco apuntándome. Dispararon tres lacrimógenas más. Cayeron a un metro y medio de mí, y como pude arranqué. 

Ese día fue particularmente violento. Cuando logré llegar a mi casa tuve que desconectarme de todo: estaba cansado, con rabia, con pena. Son momentos en que eres consciente del riesgo, días en que te preguntas cuál es tu función en la vida, y el sentido que tiene todo esto. Antes del 18 de octubre yo no lo tenía claro, pero ahora pienso que si vamos a vivir que sea dignamente. 

A la mañana siguiente decidí no salir. Pude abandonar la bandera, abandonarlo todo, pero no pude. Mi familia sabe lo que estoy haciendo pero apenas se pronuncia. Cuando llego a la casa ni mi madre ni mi padre me preguntan cómo llegué, la única que sí se preocupa es la mamá de mi socia y mi compañera. Es fuerte el quiebre con los tuyos. Duele. Pero desde que estoy en las marchas me siento menos solo. La bandera también representa la unión. Es por eso que aquí estoy de nuevo. Todos los días, paseando la bandera chilena baleada por las calles de Santiago. 

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