Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Ellos Son

26 de Noviembre de 2019

La muerte de Abel Acuña en la plaza de la Dignidad

Abel Acuña. Foto: Cedida

El viernes 15 de noviembre Abel Acuña Leal murió en la Posta Central luego de asistir a una manifestación en la Plaza de la Dignidad. Era el tercer viernes en el que participaba con un amigo en las protestas y, en medio de las lacrimógenas, sufrió un paro cardíaco. Hace un año y medio Abel había sufrido otro infarto, pero desde que le pusieron un stent coronario, había estado bien en todos sus controles médicos y había sido dado de alta, según afirma la familia. A pesar de que ese día la ambulancia del Samu llegó a tiempo para ayudarlo, según declaró el mismo personal médico que llegó a asistirlo, Carabineros impidió que le brindaran la asistencia que necesitaba: mientras intentaban reanimarlo, el equipo del Samu, Abel, su amigo y toda la gente que intentó protegerlos, recibieron lacrimógenas, el chorro del carro lanza agua y perdigones por parte de la policía. Bueno para la talla, solidario, alegre y sencillo, Abel trabajaba en la recepción de muestras de un laboratorio y en su barrio algunos vecinos le decían “El Doctor”, porque con sus conocimientos en primeros auxilios, reanimó a varias personas en situación de emergencia, la misma ayuda que él no recibió. Abel murió a los 29 años y su familia nunca sabrá si hoy estaría con vida de haber recibido tratamiento médico a tiempo.

Por

Fuegos artificiales en la Plaza de la Dignidad. ¡Pum!, suenan los cuetes. ¡Ssssss!, las bengalas cruzando el cielo. ¡Ohhh!, exclama la gente. Cantan, saltan, aplauden alrededor de la estatua del caballo Diamante, montado por el general Manuel Baquedano. La torre de Movistar es el escenario de fondo. La cámara del celular de Rodrigo Vergara enfoca los fuegos que estallan en el aire. Son unos minutos antes de las 9 de la noche del viernes 15 de noviembre. “¡Graba para acá, pos!”, le dice Abel Acuña a su lado. Entonces Rodrigo da vuelta la cámara del teléfono y se autoenfoca. Atrás está Abel, sonriendo y agitando la bandera de Chile que compraron a luca en la Marcha del Millón de personas, la primera vez que salieron a la calle durante la movilización. 

Ya han ido a las dos manifestaciones masivas de los viernes anteriores: la del 1 y la del 8 de noviembre. Amigos del barrio, -en la Villa Los Héroes de Maipú-, Rodrigo y Abel ya tenían una rutina para asistir a esos eventos: Rodrigo pasaba a buscar a Abel al trabajo, un laboratorio clínico en el centro donde trabajaba en la recepción de muestras desde hacía seis meses, luego se subían al auto de Rodrigo y se dirigían hacia el oriente. Dejaban el auto estacionado cerca de Irarrázaval con Vicuña Mackenna y partían a pie hasta el punto cero de la capital. 

Rodrigo y Abel. Foto cedida.

Rodrigo vuelve a enfocar los fuegos artificiales. Graba un par de minutos más y comparte el video en Facebook. Guarda su celular en el bolsillo del pantalón. Entonces, cuando son ya las 9 de la noche, Abel le dice: “Me siento mal”. Un rato antes Rodrigo le había dicho lo mismo a él. Que estaba muy fuerte y pesado el aire. Que no se podía respirar. Ya se les había agotado el confort para taparse la nariz y escupían el aire pasado a gases y a lacrimógena. Este viernes, los amigos sienten la represión policial, particularmente intensa. 

Abel se siente mal. Rodrigo lo mira y se asusta. Su amigo no tiene buena cara. “¿Te quieres ir?”, le pregunta. “Sí”, le dice Abel y le apunta hacia un sector un poco más despejado. Rodrigo toma la mochila que habían dejado en el suelo y ambos avanzan un poco. Segundos más tarde, Abel agarra de la polera a su amigo. Lo mira fijamente y le sonríe. Rodrigo se da cuenta de que Abel se va a caer. Lo recuesta sobre la bandera chilena, le pega en la cara. “Despierta, hermano”, le grita, pero no obtiene respuesta

***

Anselmo Acuña y Brunilda Leal llegaron a Maipú cuando Abel tenía unos dos años y su hermano Elías, seis. Eran una familia de esfuerzo y unida. Durante la dictadura habían vivido en el exilio en Argentina y regresaron al país el 89, un poco antes del plebiscito. Anselmo se puso a trabajar en el departamento de ingeniería de electricidad industrial y Brunilda, en la lavandería industrial de un hospital.

Abel era un niño tranquilo, tímido, pero amistoso. Uno de los amigos de esa época es Claudio, quien también había llegado por ese tiempo con su familia a la villa. “Nos juntábamos a elevar volantines, a jugar a las bolitas y a la pelota. Al Abel le gustaba ganar, pero cuando perdía no se picaba. Después estudiamos en el mismo colegio”, cuenta. Cuando creció, de repente, apareció en su vida el sentido del humor como un arma infalible. 

“Yo trabajaba como independiente, hacía eventos y a veces lo llevaba conmigo cuando Abel tenía como 17, 18 años. Fuimos a montar Animatronics en la Estación Mapocho, también unos eventos en el centro cultural de La Moneda y en discoteques. Él me iba a ayudar y lo pasábamos súper bien. De repente empezó a contestar, a agarrar para el hueveo a todos. Su especialidad era poner sobrenombres”, cuenta su tío Omar Méndez. 

Rodrigo Vergara lo conoció cuando ambos tenían 19 años a través de Elías, el hermano mayor de Abel, cuando iban a jugar Super Nintendo a su casa. “Abel era con el que más me entretenía. Era pura risa, tallas todo el rato. Elías es más diablillo. Abel no tenía nada de malo. Lo más cruel que podía hacer era molestar a los amigos. Tenía las mejores salidas. A mí me decía El Grinch porque soy más enojón que él”, dice. Claudio concuerda. “De repente no se podía hablar en serio con él. Todo el día estaba mandando memes”, dice mientras muestra su celular repleto de memes del número de Abel. 

Cuando salió del colegio, entró a estudiar técnico en laboratorio clínico y banco de sangre en el Instituto Aiep. Estuvo un tiempo trabajando en el laboratorio donde hizo la práctica y dejó el título final para más adelante. Estuvo un tiempo sin trabajo. Pero siempre hacía algo. Pintaba casas. Ayudaba a su tío Omar en los eventos. Y a veces iba al estadio con él y otros amigos: Abel era fanático de la Universidad de Chile, aunque no pertenecía a la barra. Iba a los partidos más importantes o cuando jugaba Chile. Le gustaba Harry Potter y también la ropa nueva. Iba al mall, pero no era asiduo a la tecnología. Solo hace unos tres años tuvo su primer celular con conexión a internet y Whatsapp. Le gustaba comer papas fritas, churrascos, sándwiches grandes. “Me bajó el aceite”, les decía a sus amigos e iba a freírse unas papitas. Sus amigos le decían Capitán Fritanga

Mientras estudiaba en el Instituto, los viernes con Rodrigo iban al Ermitaño, un lugar de picnic en el Cerro San Cristóbal a carretear. Anduvieron un tiempo desordenados, pero Rodrigo se ordenó el 2016 y Abel el 2018, cuando le dio un infarto y se sometió a una cirugía para desbloquear una arteria: le pusieron un stent coronario, un pequeño tubo de malla de metal que se expande dentro de la arteria y permite el flujo sanguíneo. “Tienes una segunda oportunidad en la vida. Tómala”, le dijo entonces su padre, Anselmo. 

Desde ahí Abel tuvo un cambio importante: empezó a cuidarse. Dejó de salir y dejó de beber. Y aunque le costaba, comenzó a vigilar un poco más la dieta, aunque a veces igual se daba sus gustos. Sus amigos cuentan que desde entonces se chequeaba regularmente y se tomaba sus remedios con puntualidad. “Se sentía bien, se recuperó bien”, afirma Omar. “Nunca pensé que le podía pasar algo a Abel: sabía que se tomaba sus pastillas, se cuidaba, iba al médico. Desde su operación, andaba bien”, cuenta Rodrigo.

Empezó a buscar trabajo en lo que había estudiado y en mayo de este año, encontró el puesto de laboratorista clínico recibiendo y clasificando muestras en un laboratorio céntrico. “Hizo una vida nueva. Estaba trabajando en lo que estudió, le estaba yendo bien”, dice Omar. Rodrigo coincide con esa afirmación. “Era uno de los mejores momentos de su vida, la pasaba bien, tenía su plata. Además, él era sencillo, le costaba menos ser feliz que a nosotros: yo le hablaba de series, pero no estaba ni ahí con esas cosas. Su papá le regaló un auto y ni siquiera aprendió a manejar. Yo le envidiaba esa capacidad de ser feliz con poco porque yo no soy así: tengo metas, aspiraciones y por eso, me estreso. Él no. Y se sentía orgulloso de mí. A otros amigos se les nota la envidia, él nunca. Siempre sacaba pecho, era como un fan de uno”, dice. 

Natali Elgueta, compañera de trabajo en el laboratorio dice: “Era súper alegre, educado, empeñoso, se llevaba bien con todos. Era tímido, no era entrador ni patudo. Yo le decía: ‘Si lo único malo que tienes, Abel, es que eres de la U’ porque yo soy del Colo Colo. Él me respondía: ‘Pero señorita Nati, si la U es el mejor equipo’”. 

“Iba a mi casa, nos juntábamos los viernes o los sábados y conversábamos de nuestros proyectos, de las pegas que íbamos a tener, lo que íbamos a hacer, las vacaciones. Soñaba con tener su casa propia a los 35.  Siempre decía que primero la casa y después la familia”, cuenta Claudio. 

Abel terminó su título. Solo hace dos semanas se graduó. Su amigo Claudio le prestó un terno para la ceremonia. Sus padres estaban felices. “Todos lo querían, él era súper respetuoso, era caballero, no pasaba a llevar a nadie, era justo, cuando veía que le estaban haciendo algo malo, él se metía a defender. No era cualquiera. Era culto, podías hablar con él de cualquier tema, cada vez que conversaba con él yo aprendía”, dice Ángelo, amigo del barrio. 

Sus amigos también le decían El Doctor: Abel les contó historias de reanimación que realizó para ayudar a personas en casos de emergencia médica, como la vez que le dio resucitación a un chico que convulsionó después de un partido de fútbol.

Hace poco, después de haber salido un viernes con Rodrigo a Bellavista, fueron a la Tía Lucy, un local de churrascos. Los dos pidieron un par de barros luco. Rodrigo pidió dos vasitos de té. Abel le dijo a su amigo: “Qué rico estar así, poder estar así, tomarse un té con un amigo”. Luego, le tomó una foto al té para recordar ese momento. 

***

Abel está recostado en el suelo sobre la bandera y Rodrigo pide ayuda. Personal de la Cruz Roja llega de inmediato. Le suben la polera y le hacen reanimación. A los cinco minutos llega la única ambulancia del Samu de Santiago que cuenta con una UCI móvil en su interior. Adentro van el chofer Cristian Barra, la paramédico Cynthia Hernández y el médico Fernando Zapata. Pero apenas se bajan para atender a Abel, sienten el aire pasado a gases. Los perdigones van de un lado a otro. Fernando sabe que necesita darle soporte vital avanzado al paciente que yace en el piso. Pero en eso, una lacrimógena cae a medio metro donde está Abel. Rodrigo se ahoga, aunque está cerca no puede ver a su amigo. “Quedé ciego, me sentía mareado, quería vomitar y me asusté porque lo perdí de vista. Miraba y miraba y pensaba que se lo iban a llevar”, cuenta. A la paramédico Hernández le llega un perdigón en el tobillo. En cosa de segundos, aparece por la calle otro carro de Carabineros y dirige un chorro de agua sobre el grupo: la gente de la Cruz Roja, Rodrigo, Fernando, la ambulancia y Abel, inconsciente a esas alturas, quedan empapados. La gente grita: “¡Paren la weá con la lacrimógena! ¡Hay una persona muriéndose!”. Pero todo es en vano. 

“Mientras le prestábamos atención a la víctima, fuimos atacados por el carro lanza aguas, (recibiendo) cantidad de gases lacrimógenos y balines de goma, lo que dificultó y demoró el inicio del soporte vital avanzado al paciente. Además, tuvimos funcionarios lesionados. El paciente tenía un riesgo de mortalidad elevado, pero de todas maneras cada minuto que pasa sin poder darle el soporte vital avanzado – y hay varios estudios que lo demuestran – disminuye en un 10% la sobrevida. Bajo una lluvia de agua del carro y balines, no puedes trabajar. No pudimos desplegar nuestros medios para darle al menos una chance a ese paciente. La relación entre el Samu y Carabineros siempre había sido buena. Fue sorprendente el cambio de actitud de un día para otro: un día nos protegen y al otro día nos estaban atacando”, recuerda Fernando Zapata. Cristián Barra, el chofer de la ambulancia, añade: “Yo quedé muy afectado: ver a los carabineros atacando una labor humanitaria. No había visto esa magnitud de violencia. He pasado por situaciones extremas, pero lo que vimos esa noche superó todo”.

Al día siguiente Carabineros, a través de un comunicado de su general director, Mario Rozas, afirma: “En cuanto al procedimiento que se originó en Plaza Baquedano, donde lamentablemente falleció una persona, el área de operaciones fue muy compleja, ya que se registraban graves alteraciones de orden público. Había más de mil personas, lanzamiento de artefactos incendiarios al personal, además de la oscuridad producto de los destrozos de las luminarias y el uso de punteros láser, color verde, impidieron el normal accionar de los carros lanza agua. En fin, poca visibilidad, condiciones muy complejas y adversas. (…) Con los antecedentes que hemos recopilado y mientras se espera el resultado de la investigación judicial, no es posible asegurar que la operación de control de orden público que se llevó a cabo haya incidido en el lamentable deceso de este joven”. 

Como no pueden atenderlo en el lugar, suben a Abel a la ambulancia sobre unas tablas improvisadas: el Samu no tiene oportunidad de ponerlo en la camilla que llevan. Tampoco de entubarlo o darle el soporte vital avanzado que Abel necesita. Rodrigo los acompaña. La gente los ayuda a despejar el camino. Llegan rápido a la Posta Central. Rodrigo espera a su amigo justo afuera del box donde intentan reanimarlo. 

***

Rodrigo recuerda cuando lo fue a buscar al trabajo para ir a la primera marcha, la del millón de personas. Entonces Abel le contó que muchos de sus compañeros de laboratorio estaban endeudados con el CAE, que les recortaban todos los meses el 15% de su sueldo y que así sería casi por veinte años. “¿Por qué creís que reclaman tanto?”, le dijo él. Después de esa primera protesta, Anselmo, el papá de Abel, le dijo: “Oye, me saqué la cresta para pagarte tu carrera. Cómo vas a ir a alegar, no me vengas con eso”. Abel le respondió: “Está bien, pero mis compañeros están endeudados por 15 años más. Además, estoy luchando por ti y por mi mamá. No quiero que ganen una miseria cuando se jubilen”. Entonces Anselmo ya no le dijo nada más. 

Durante la segunda manifestación, Rodrigo recuerda algo: que su amigo le dijo muchas veces que lo quería. “Te quiero caleta, hermano”. “Yaaa, si ya me dijiste”, le respondió él. 

Rodrigo mira hacia adentro del box. Ve que los médicos siguen trabajando. Sale el médico del Samu que los ayudó, Fernando Zapata. “Tu amigo está grave. Está difícil”, le dice. “Pero yo no perdía la fe. No me importaba lo que me dijeran”, dice Rodrigo. Al poco rato, sale otro médico y le informa que Abel ha fallecido. Una enfermera le pasa su celular, su billetera, las llaves y una cadena. Rodrigo intenta llamar a Anselmo, el papá de Abel, pero no sabe cómo desbloquear el teléfono de su amigo. En eso, llama Brunilda. “Hijo, ¿y el Abel?”, pregunta ella. “Estamos en la Posta, tía. Al Abel le dio un paro”. No es capaz de decirle lo que acaba de pasar. “Ya hijo, voy para allá”, escucha. Los papás de Abel llegan rápidamente al centro asistencial. Allí les dan la noticia. 

***

Sábado 16 de noviembre. Los amigos del barrio de Abel se agrupan afuera de su casa y se miran consternados, tristes, en silencio. La alcaldesa Cathy Barriga llega a brindar apoyo jurídico, emocional y social a la familia. También instala una mesa con agua, jugos y galletas en el antejardín. Pone a disposición una ambulancia. Apoya a los chicos que quieren traer una larga bandera de la U para despedir a Abel durante el velorio. Anselmo parece calmo. El llanto de Brunilda se escucha desde la calle. 

Sentado en la calle del pasaje, Claudio, su amigo de infancia, no sabe qué hacer, aún no entiende bien lo que pasa. Apunta al segundo piso de la casa. “Abel tiene comprados todos los regalos de Navidad. Me los mostró. Le tiene ropita a su sobrina, que amaba. A todos les tiene algo”, dice. “Tan anticipado que compraste los regalos, Abelito”, le dijo su mamá hace unas semanas cuando lo vio aparecer con los regalos. “Es que después no voy a tener tiempo”, le respondió él. 

Los amigos llenan el pasaje de globos, ponen un lienzo que dice: “No te olvidaremos” y van llegando flores y coronas a la casa. Mientras el cuerpo de Abel aún está en el Servicio Médico Legal, en las redes sociales corren varias noticias falsas sobre su historia, entre ellas, una declaración de un supuesto hermano llamado Jorge Acuña  – aunque el único y verdadero hermano de Abel se llama Elías y nunca hizo ninguna declaración pública – que pide respeto, que dejen de usar el nombre de su hermano porque esto le podría haber pasado en cualquier lado. Después comprueban que la cuenta es falsa. 

Ese día los amigos de Abel hacen una velatón. 

La mañana del domingo 17 de noviembre, Anselmo está en el Servicio Médico Legal esperando que le entreguen el cuerpo de su hijo. Un médico le da el informe de la causa de muerte de Abel: Edema Pulmonar Severo. Anselmo niega con la cabeza. 

Ese domingo velan a Abel. El barrio está repleto de amigos y familiares. Llegan de la barra de Los de Abajo quienes rodean la manzana con una larga bandera de su equipo. Cantan, tocan el bombo, despiden a Abel hasta pasada la medianoche con fuegos artificiales.

Al día siguiente, varios buses repletos de gente salen desde la casa de Abel en Maipú hacia el Cementerio Parque Canaán en Pudahuel. Son más de cien personas. El calor es intenso. La multitud, grande. Rodrigo habla, despide a su amigo. “Me enseñaste que se puede querer a un amigo como a un hermano”, dice. Al terminar la ceremonia, Brunilda se desvanece. La llevan al hospital. Los amigos de Abel se quedan un rato. La tumba queda llena de flores bajo el sol.  

***

Anselmo está sentado en el living de su casa viendo la televisión: en el trabajo le dieron unos días de licencia por todo lo sucedido a él y su esposa. “Doy ánimo por acá, soporto las crisis que tiene mi señora y espero a que ella esté tranquila. Cuando la vence el sueño, no da más y se queda dormida, ahí recién me desahogo”, dice. Está más tranquilo que Brunilda, quien anoche vio todo lo que se había publicado en torno a la noticia del fallecimiento de su hijo y quedó destrozada por la cantidad de mentiras que se dijeron y por la frialdad de muchos. Le llama particularmente la atención lo que señaló el ministro de Salud, Jaime Mañalich, el 18 de noviembre a través de la prensa, quien afirmó que Abel “tenía una enfermedad cardíaca extraordinariamente grave con al menos un infarto documentado desde el 2018 y que la posibilidad de que una persona que tiene un paro cardiorespiratorio en la calle sobreviva es, en Chile, de menos de un 5%”. 

“El ministro dijo eso y ¿cómo quedo yo, si es mi hijo? También dijeron: ‘¿Dónde estaba la mamá?’. Que era un irresponsable por haber ido a la manifestación. Mi hijo tenía 29 años. ¿Cómo le digo yo: ‘Ya, te vas a quedar ahí sentado y no vas a salir’? Iba a ir igual. Me pregunto por qué tanta mentira. Ellos quieren tapar en todo lo malo que han hecho, exculparse”, sentencia Brunilda.

Anselmo añade: “Mucha gente dice para qué fue si tenía algo en el corazón. Fue porque él ya estaba de alta. ¿Sabe lo que es un alta? Él tenía una vida normal. Lo que pasó fue que él inhaló gases. No es normal que te tiren gas, que te intoxiquen, que te ahoguen. A consecuencia de eso, le dio un paro. ¿Y más encima no dejaron que le dieran la atención de emergencia? Eso es un asesinato. El autor del asesinato es la persona que te da la orden. Le pedimos justicia al Presidente Piñera”. 

La pregunta silenciosa que ronda a los amigos y familiares de Abel es si se pudo haber salvado con atención oportuna. “La sobrevida es baja con un paro, es del 1,5% al 2%. Aunque sabemos que vamos a luchar por un porcentaje bajo de sobrevida, no por eso dejamos de hacerlo. Al contrario: ponemos todo nuestro empeño para poder lograrlo. Pero en este caso tuvimos demora por el accionar de Carabineros que impidieron nuestra atención. Cada minuto en el que yo me demoro en desfibrilar al paciente, sus posibilidades de vida disminuyen un 10%”, explica el médico del  que lo atendió, Fernando Zapata. 

Tanto el Samu como el Instituto de Derechos Humanos interpusieron querellas por la muerte de Abel Acuña. La del INDH es por homicidio por interrupción de acción de salvamiento. El INDH además que ha presentado otras cinco denuncias por ataques similares de parte de la policía en contra de personal médico cuando realizaban atenciones de salud. 

Actualmente, la PDI está investigando el caso para entregarle todos los antecedentes a la Fiscalía y así determinar las eventuales responsabilidades penales que corresponden en el fallecimiento de Abel. 

En su casa en Maipú, el desconsuelo por la ausencia de Abel ya cumple una semana. “Espero que no le pase a ninguna otra madre”, dice Brunilda. 

En su casa, bajo un calor inclemente, Rodrigo Vergara muestra fotos de Abel y dice: “Todo el rato pienso en esa última sonrisa. Sé que le tiene que haber costado caleta, apenas podía avanzar y él mismo me había contado que tener un infarto era muy doloroso. Pero logró sonreír antes de morir“. 

Notas relacionadas