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Reportajes

12 de Junio de 2020

De primera línea a primera línea: la reconversión de los voluntarios de salud de la Zona Cero

Les cargan los aplausos, la mayoría apaga la televisión cuando el ministro de salud Jaime Mañalich entrega la cifra diaria de muertos y contagiados por coronavirus en Chile, y mientras se enfrentan a un saturado sistema de salud, sueñan con volver a las calles. Son enfermeros y doctores que durante las manifestaciones sociales atendieron mutilados y extrajeron perdigones, y que ahora luchan contra el Covid-19 en las urgencias o las UCI del país.

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La voz en el altoparlante lo repite una, dos, tres veces.  

—Código 1-9 desde Medicina a Zócalo.

Y Fernanda, que camina rápidamente para llegar a su turno de doctora en las unidades de pacientes críticos del Hospital San José, se queda en silencio al teléfono. 

—¿Escuchaste eso?— dice con la respiración temblorosa—. Eso es lo que oímos todos los días. Significa que murió una persona de coronavirus y que lo traen al zócalo. Es la Unidad de Anatomía Patológica, la morgue. Hay dos containers de refrigeración. Estoy atravesándola en este momento. 

Minutos después de colgar, Fernanda se vestirá con todo lo que tiene a mano para comenzar su jornada de 24 horas: dos mascarillas -una KN95 para la que no tiene recambio y que debe reutilizar cada vez que atiende pacientes con coronavirus; y una quirúrgica simple que sí desecha-, más un protector facial y una bata.

Foto referencial. Personal de Salud. Crédito: Agencia Uno.

Es la noche del 20 de mayo y mientras las autopistas están llenas de gente que insiste en salir de Santiago, ella y unos 60 funcionarios corren de un lado a otro, sin tregua. La demanda es abrumadora, dice Fernanda. El propio Minsal reconoció esa mañana que la red hospitalaria de la Región Metropolitana estaba funcionando al 94% y que urgía habilitar más camas en el país. 

—En el San José la situación reventó y sigue colapsada hasta hoy. Ayer había seis personas ahogándose en los servicios de urgencia. Y uno de ellos, de 52 años, entrelazaba las manos y me rogaba que me lo llevara a las unidades de pacientes críticos. Pero yo tenía sólo un ventilador y una persona con compromiso de consciencia a la que tuve que priorizar. No hay camas ni máquinas para todos y lo terrible es que se está eligiendo quién vive y quién muere. Para la moral y la salud mental de todos los médicos es muy heavy— dice la doctora. 

La pandemia ha agudizado una crisis que el hospital San José –el único de referencia de la zona norte de Santiago- viene arrastrando hace años. Si en condiciones normales sus cerca de 595 camas ya no daban abasto para una población de 607.152 habitantes, ahora con el Covid-19 la situación es aún peor.  

Foto referencial. Personal de salud. Crédito: The Clinic.

Fernanda cuenta que los ingresos de pacientes se han triplicado y que en los box del servicio de urgencia, donde antes se hacían exámenes físicos, el personal de salud está teniendo que entregar soporte ventilatorio en camillas y sillas plásticas. El comité de ética se reúne una y otra vez para decidir qué hacer. La carpa que está afuera del recinto y que funciona como hospital de campaña para pacientes con cuadros respiratorios agudos, también está llena.   

—El atasco es tal que a las unidades de pacientes críticos nos llegan los pacientes casi sin pulmón que ventilar. Nos faltan elementos de protección personal y las batas clínicas se nos rompen, quedando más expuestos al contagio. Lo peor es que se instaló eso de que, o estás de acuerdo con lo que te dan o eres un obstructor del bienestar de este país. Es un hospital polémico, bien abandonado de moral y autoestima, en el que nadie quiere trabajar, salvo los masoquistas— reconoce la doctora, que ha pedido proteger su identidad. Fernanda es su nombre ficticio. 

La doctora se considera parte de ese grupo aguerrido que está entregando su 100% al manejo del Covid-19. Es conocida entre el equipo médico por su temple para enfrentar la emergencia sanitaria. Fernanda no se los dice a sus colegas, pero ese temple se lo debe a los cinco meses en que fue voluntaria de salud en las cercanías de la Plaza de la Dignidad. Otro escenario límite en el cual la vida de sus pacientes como la suya estuvo en peligro.

Foto referencial. Una trabajadora de la Salud usa traje y mascarilla preventiva al interior del Hospital San Jose , uno de los centros hospitalarios que se ha visto colapsado por contagios de Covid-19. Crédito: Agencia Uno.

—Esa fue otra emergencia sanitaria. Porque si ahora (fines de mayo) nos avisan de 40 fallecidos diarios por coronavirus, lo que atendimos en la Zona Cero y sólo en nuestra brigada eran al menos 20 pacientes graves lesionados por agentes del Estado al día. Durante el estallido social hubo al menos 460 mutilados y 10 mil personas heridas. De ellos, muchos todavía están a la espera de sacarse los perdigones o de recibir sus prótesis oculares. La población está en riesgo hace mucho rato, lo que pasa es que veníamos de un calvario y pasamos a otro— explica la doctora. 

***

Fernanda participó en uno de los cerca de 17 puntos de primeros auxilios que llegó a haber durante las manifestaciones sociales. El suyo -albergado en las dependencias del centro de estudiantes de la U. de Chile- era multidisciplinario y estaba capacitado para atender a los pacientes más graves. Compuesto por médicos, siquiatras, cirujanos, enfermeras, sicólogas, kinesiólogos y hasta químicos farmacéuticos, atendieron heridos, extrajeron perdigones, coordinaron su traslado a la ex Posta Central o a la Unidad de Trauma Ocular del Hospital Salvador en ambulancias, e hicieron seguimiento de casos.   

La experiencia de esos voluntarios y de otros 500 profesionales, estudiantes y egresados de las áreas de salud que formaron parte de esta gran red de atención gratuita, fue sistematizada en un texto de 40 páginas llamado “Recomendaciones en contexto de atención de salud y violación a los derechos humanos”, publicado por el Movimiento Salud en Resistencia y expuesto ante la Cámara de Diputados durante las semanas más álgidas del conflicto. 

—Un manual de medicina de guerra. Y es que analizando la pandemia que hoy cursamos y lo que vivimos a partir  del 18 de octubre, no hay muchas diferencias en lo estructural— expresa Fernanda. 

Para la doctora, las personas que llegan con los pulmones esmerilados, disneas y la piel violácea producto del Covid-19 no son tan distintas a las que atendió en la Zona Cero de las protestas. 

A pesar de que ahora usan mascarilla y no capuchas y antiparras, ambas poblaciones -dice ella- provienen de comunas vulnerables. Fernanda cree que las razones que antes los llevaron a las calles a protestar hoy se traducen en la imposibilidad de cuidarse y de cuidar. Algunos están acumulando mucha rabia, advierte. Lo sabe porque cuando los equipos del San José realizan visitas médicas domiciliarias, muchas veces le cuentan que son echados de las casas.  

—Ahora se acuerdan de los pobres, váyanse— les dicen esos pacientes. 

Fernanda dice que la sensación de desprotección que siempre han tenido se está agudizando y que a eso le teme, no al Covid-19. Recuerda la vez que un vendedor ambulante que fue impactado directamente por el chorro del lanza aguas y los gases lacrimógenos en la Plaza de la Dignidad, empezó a tener alteraciones de consciencia, dolores agudos y descontrol de esfínter, producto de los químicos. 

—El hombre dijo que estaba ahí por su hija de dos años porque para su cumpleaños no había podido comprarle la muñeca que quería ya que era muy cara—, cuenta Fernanda sobre una experiencia que le dolió tanto como enseñarle a una mujer con Covid-19 a aislar la cama con nylon porque no tenía puerta en su casa. 

En el San José a este tipo de pacientes les dicen “mal paño”: una jerga médica que se ocupa para definir a las personas que en su historial tienen un estado nutricional deficiente, comorbilidades asociadas y no controladas, y que deterioran aún más el pronóstico por Covid-19. 

—El que enferma gravemente de coronavirus es el que tuvo que salir a trabajar para poder comer. Y el que tampoco puede aislarse. Algunos viven en cités o guetos verticales donde están todos contagiados. Resulta imposible que cumplan cuarentena cuando no tienen habitación ni baño propio, y tampoco plata para comprar cloro. Hablan de mantener el sistema inmunológico fuerte, pero qué dieta les vas a dar si te responden que lo único que comen es un pan con un té. Esto va a dejar una herida muy grande. Una sociedad muy dañada— dice Fernanda.  

La doctora considera que para ponerle atajo al virus, más que hacer hincapié en la responsabilidad individual en la propagación del mismo, se deberían analizar las cifras del Covid-19 desde otra perspectiva. Dice que le gustaría leer informes epidemiológicos que permitan identificar cuáles son los sectores donde se concentran las mayores tasas de comorbilidades (hipertensión, diabetes, asma) y factores de riesgo como la obesidad o el colesterol alto, y que entonces llegaríamos al problema de fondo y podríamos tomas medidas de contención reales.  

—Las cifras del coronavirus no son una foto de ahora, sino una consecuencia de la precarización y de la falta de acceso igualitario a la salud. Nosotros tenemos pacientes de 40 y 50 años que están muriéndose. Y son los que viven junto a otras siete u ocho personas en una casa, los que pertenecen a sectores populares donde hay más sobrepeso y enfermedades crónicas no controladas. No es que el paciente del sistema privado no se agrave, pero sobrevive más que el del sistema público. La pandemia nos está mostrando que hay pobreza y no tenemos un sistema de salud sólido. No están las condiciones para poder enfrentar una pandemia así. Es muy terrible— reflexiona Fernanda.  

—Hablan de mantener el sistema inmunológico fuerte, pero qué dieta les vas a dar si te responden que lo único que comen es un pan con un té. Esto va a dejar una herida muy grande. Una sociedad muy dañada— dice Fernanda.  

***

Cada vez que Daniela (32) ve a filas de personas queriendo cobrar su seguro de cesantía o protestando por comida en la televisión, se acuerda de sus tiempos como brigadista en la Zona Cero. 

—Ahí están mis encapuchados…— dice que piensa.

Hoy dedicada tiempo completo a ser enfermera en la UCI de la clínica Indisa, intenta ser fuerte. Para eso prefiere que su familia le entregue la cuenta diaria de muertos y contagiados por Covid-19, y no el ministro Mañalich. Dice que escucharlo le da rabia e impotencia, que la situación es más crítica de lo que el gobierno reconoce, y que esas emociones tiene que mantenerlas a raya para funcionar en turnos que a veces pueden ser de 28 ó 30 horas. 

Imagen de Daniela, cedida por ella.

Tomar distancia del movimiento social para trabajar exclusivamente en la UCI del sistema privado con pacientes Covid-19, no es lo que Daniela hubiese querido. En vísperas del 1 de mayo, brigadas como la suya se plantearon seriamente volver a las calles ante el inminente regreso de las protestas.  

Eran los tiempos en que el gobierno llamaba al retorno seguro, y que los manifestantes que se habían alejado de la Zona Cero comenzaron a sentir que, dado que la curva de contagios se disparaba, y aún así se pretendía “el retorno seguro”, era mejor morir luchando que confinados. 

En el grupo de voluntarios donde participa Daniela, y que durante el estallido social se ubicó al interior de la feria artesanal de Pío Nono, se preguntaron qué posición iban a tomar. Preocupados de dejar a los manifestantes expuestos a la represión policial y sin primeros auxilios a los que recurrir, se plantearon asistir sólo una vez a la semana, tomando los resguardos sanitarios. 

Brigada de Salud para el estallido social, cedida por Daniela.

Daniela no estuvo de acuerdo en volver a abrir el punto de primeros auxilios que sanitizaron y cerraron una semana después de la multitudinaria marcha del 8 de marzo. En la clínica donde trabaja, las reuniones sobre el virus se intensificaban. El Covid-19 era una amenaza real y venía fuerte, percibía ella. 

—No podemos arriesgar a la población. No sirve de nada que saquemos un perdigón y dejemos contagiadas a 50 personas o nos convirtamos en vectores del virus— les dijo a sus compañeros brigadistas. 

De 25 voluntarios, 21 se marginaron como lo hizo ella y 4 regresaron. Daniela cuestiona la decisión de esa minoría, pero hoy, y mientras los sonidos de las cacerolas son reemplazados por el de las alarmas de monitores y respiraciones dificultosas, lo único que le da esperanza es pensar en el regreso.    

En la primera línea de salud durante el estallido social, imagen cedida por Daniela

—Fue doloroso salirme sin tener fecha de vuelta. Veníamos preparándonos para un marzo tremendo y todo se vino abajo con el coronavirus. Yo sentí que no podía exponerme. Que si me contagiaba podía mandar a cuarentena a otros 70 funcionarios que hoy se necesitan, y que si queríamos regresar a la Plaza de la Dignidad había que cuidarse. Estar ahí me transformó por completo. Ser voluntaria era mi forma de ayudar, de gritar— cuenta la enfermera. 

Tenía sus propias razones para estar allí: sus abuelas estaban en una lista de espera para ser operadas hace varios meses, pero además lleva más de 10 años pagando su carrera, gracias al Crédito de Aval del Estado. 

Durante las protestas Daniela trabajaba en la UCI pediátrica, pero ahora que la clínica Indisa se dedica por completo al manejo del Covid-19 prácticamente ve puros adultos. Uno de ellos le pidió esta noche que le enviara un mensaje a su familia antes de ser sedado y puesto boca abajo, para disminuir la inflamación en sus pulmones.    

—Los amo— se lee en letras azules y tiritonas en un papel, de puño y letra del paciente. 

Estar ahí me transformó por completo. Ser voluntaria era mi forma de ayudar, de gritar— cuenta la enfermera. 

La enfermera no se detiene. Si durante la crisis social dormía un par de horas después de sus turnos en la clínica y se iba a ayudar a la Plaza de la Dignidad, ahora, cuando tiene libre, trabaja en un sistema de ambulancias que traslada pacientes graves de un recinto médico a otro, con tal de que obtengan una cama en Santiago o en regiones.  

Hace unas semanas Daniela viajó de urgencia a Viña del Mar. Las hijas de una mujer lloraban porque no podían darle un beso de despedida a su madre que estaba en la ambulancia. La enfermera se mantuvo estoica. Dice que lo que la quiebra no son estas escenas, sino “que haya gente que tiene la opción de colapsar y otra que no”.

—Estoy preparada para ver enfermos morir, para dormir poco, para comer mal, pero no para que los privilegiados como yo, colapsen. Hay personas que están viviendo esta pandemia sin pega, sin comida, hacinados, o muriéndose en los pasillos de los hospitales, mientras otros se quejan del encierro y de no poder ir a un gimnasio. En el estallido social vi lo mejor del ser humano y en la pandemia he visto lo peor: el individualismo, el consumismo y la miseria— cuenta la enfermera.  

Imagen de Daniela, cedida por ella.

Daniela cree que los aplausos a los equipos médicos no sirven si la gente después de eso hace una fila de 300 personas en un supermercado. Como a Fernanda, tampoco le gusta que se refieran a ellos como “la primera línea de la salud”. 

—Yo no me siento la primera línea de nada. Cuando estaba en la brigada podía elegir si estar o no, pero ahora no puedo escoger, voy porque es mi deber, porque me pagan. Si existe una primera línea es la gente que se expone y se arriesga igual que yo pero recibe una miseria de lucas que no le alcanza para nada, no una enfermera o un médico que está 24 horas en una clínica, ganando una cantidad de plata impactante para lo que son los sueldos de este país— dice Daniela.

Daniela pasó por varias brigadas antes de quedarse en la de Pío Nono. Partió en la Fech, luego trabajó en el puesto de primeros auxilios que estaba en las afueras del Teatro de la U. de Chile, y también en el punto de atención del Teatro del Puente. Asimismo curó heridos en una de las esquinas más conflictivas entre los manifestantes y la policía, en Ramón Corvalán con Carabineros de Chile. 

—Cada una tenía su sello, pero donde me sentí más tranquila y me quedé hasta que llegó el Covid fue en Pío Nono porque tenía más insumos y estaba compuesta principalmente de profesionales de la salud y no sólo de recién egresados. Ahí uno pone en riesgo la profesión y la vida, y la posibilidad de mandarte un condoro mientras estás tirado en el suelo curando heridas me aterraba. Un día, frente al GAM, juré que no salía viva. Los carabineros pasaban por encima de nuestras colchonetas corriendo y disparando. Los perdigones pasaban por delante de mi cara— recuerda.

Daniela se alejó de las calles más conflictivas y llegó al punto fijo de Pío Nono buscando resguardarse. Al menos tenían un toldo y camillas donde podía atender. Pero el alivio duró poco porque los disparos y los gases empezaron a llegar hasta allá. Su mamá la llamaba a cada hora para saber si estaba viva. Y en diciembre, una bomba lacrimógena cayó sobre uno de los árboles que rodean la feria y comenzaron a incendiarse. 

— Si existe una primera línea es la gente que se expone y se arriesga igual que yo pero recibe una miseria de lucas que no le alcanza para nada, no una enfermera o un médico que está 24 horas en una clínica, ganando una cantidad de plata impactante para lo que son los sueldos de este país— dice Daniela.

Claudio, enfermero que también era voluntario en el puesto fijo de Pío Nono y que ahora está dedicado exclusivamente a atender pacientes Covid en la Unidad de Cuidados Intermedios que  la clínica San Carlos de Apoquindo transformó en UCI para recibir el rebalse de los hospitales públicos, estaba ahí. Recuerda que esa vez tuvo que salir con una paciente en brazos corriendo por Avenida Santa María, mientras la brigada ardía en llamas. 

—Era una chica que venía arrancando del piquete cuando sintió un golpe en la cabeza y cayó al suelo. Por suerte alcanzamos a arrancar y pasó la noche en urgencias y ahora está bien— dice Claudio. 

Daniela agrega que si bien al principio las brigadas se sentían protegidas por los manifestantes y también por la policía, con el correr de los días esto cambió drásticamente. 

—Pasamos a ser el blanco. Creían que destruyéndonos a nosotros destruían al movimiento. Y hasta la gente que atendíamos se sentía insegura con nosotros, porque pensaban que iban a llegar a atacarnos y se los iban a llevar. Lo que vivimos ahí no se compara con lo que vivimos hoy con el Covid. Esto es muy duro, pero estoy en el sistema privado y a mí me dan de todo para poder trabajar tranquila. En las calles, en cambio, sentías que te iban a volar la cabeza. De hacer mucho con muy poco en la Zona Cero, ahora siento que hago muy poco con mucho. A la UCI las personas llegan mal y aunque des tu mejor esfuerzo, pocos se mejoran. Yo no soy héroe de nada.

Imagen de Claudio, cedida por él.

Claudio, que también trabaja en el sistema privado y que estuvo 14 días en cuarentena porque una de sus compañeras en la clínica San Carlos de Apoquindo dio positivo, está de acuerdo en que son escenarios distintos.  

—Si llevamos los números del Covid-19 a la desigualdad y a la impunidad, no hay comparación— dice. 

Al enfermero UCI no se le olvidan las caras de los pacientes que le tocó atender en la brigada y son tan distintos a los de ahora. Sobre todo la de un chico de 16 años que aguardaba en una camilla la llegada de la ambulancia. Había sufrido estallido ocular. 

Imagen de Claudio durante el estallido, cedida por él.

—Uno veía de todo en Dignidad. Muchachos fracturados, golpeados, uno al que le llegó un balín de acero en la frente, y un flaco que venía con sangrado arterial en una pierna y que tuvimos que trasladarlo volando en la ambulancia, porque la sangre le salía de a chorros igual que en las películas— dice. 

Aún así, hace unos días, cuando llegó a la casa y la menor de sus tres hijas le preguntó si se iba a morir, a él se le apretó la garganta. 

—Tiene seis años. A veces no sabes qué responder. Ojalá todo lo que hemos pasado sirva de algo o la gente va a volver a las calles. Y yo también voy a estar de vuelta. 

***

Hace unas semanas, Carolina (nombre cambiado, 33 años) lloró detrás de la puerta de su departamento. Sus padres, ambos adultos mayores y a quienes dejó de ver hace más de dos meses para no ponerlos en riesgo, no resistieron seguir viéndola por video llamada y fueron a tocarle el timbre en Valparaíso. La enfermera que trabaja en la urgencia respiratoria del hospital Carlos Van Buren con pacientes Covid-19, anhelaba abrazarlos, pero se mantuvo firme. 

—Los amo, pero por favor váyanse. Me moriría de pena si los contagio— les imploró. 

Carolina llegó a trabajar a la V Región una semana después de la marcha del 8M. Hasta ese día fue voluntaria en uno de los puestos de primeros auxilios que el Movimiento de Salud en Resistencia dispuso en el Teatro del Puente. Fue una manifestación pacífica en general. Pero alrededor de las 17 horas, todo se complicó. Carolina cuenta que recibieron pacientes con traumatismos craneoencefálicos, y que uno de ellos se grabó en su mente porque comenzó a convulsionar. 

—Ese cabro estaba muy grave. Por suerte teníamos a médicos que son anestesistas dentro del grupo, y lo pudimos intubar. Algunos dicen que los pacos lo agarraron a lumazos, otros que estaba acosando a unas mujeres y que éstas lo lincharon. Nunca sabremos la verdad. 

Foto referencial. Brigadistas, durante una nueva jornada de manifestaciones del “Estallido Social”. Créditos: Agencia Uno.

Carolina atendió cinco estallidos oculares durante el tiempo en que estuvo en la Zona Cero. Con uno de ellos, víctima de una bomba lacrimógena en el ojo mientras regresaba de su trabajo, aún tiene contacto. A pesar de ser de las voluntarias que recibía a los heridos que las cuadrillas de rescatistas le llevaban tras recogerlos en las calles protegidos por escuderos, el 18 de noviembre, ella quedó en medio de la guerra. 

—Ese día le perdí el miedo a la muerte. Los pacos hicieron una encerrona y obligaron a la gente a lanzarse al Mapocho. Estaban frente a nosotros y les decían: “Tenís dos opciones: o te tirai al Mapocho o te vuelo un ojo”. Después le lanzaron cuatro lacrimógenas al puesto de salud con gas pimienta, siendo que nosotros estábamos atendiendo pacientes. Los vidrios del teatro se quebraron y no teníamos dónde arrancar. Nos encerramos en los camarines y ahí pudimos abrir las ventanas. Nos duchamos con leche y tuvimos que pincharnos corticoides porque estábamos con alergia en todo el cuerpo. 

Carolina ya no tiene que lidiar con situaciones límites como ésas, pero a diferencia de Daniela y Claudio encuentra que la lucha contra el Covid-19 puede ser aún peor. 

—Cuando estábamos en la calle sabíamos a lo que nos enfrentábamos: el tipo de represión, de lesión, de paciente, incluso el protocolo que debíamos seguir para manejar esas emergencias o evacuar pacientes en coordinación con el SAMU. Hoy, en cambio, siento derechamente que nos quieren matar. Nos dijeron que tendríamos 40 ventiladores más en el hospital, pero hasta ahora ni luces. Y estamos frente a un virus que cambia su comportamiento todos los días. Tenemos pacientes que ahora llegan con hipoxia silente: los miras, se ven bien, pero los controlas y te encuentras con que están saturando al 80% siendo que lo normal es de 95 ó 100. No hay intercambio de gases en los pulmones y los alvéolos se comportan como si estuvieran infartados cuando no lo están; y a la hora se te fueron a la mierda— dice Carolina. 

—Ese día le perdí el miedo a la muerte. Los pacos hicieron una encerrona y obligaron a la gente a lanzarse al Mapocho. Estaban frente a nosotros y les decían: “Tenís dos opciones: o te tirai al Mapocho o te vuelo un ojo”. Después le lanzaron cuatro lacrimógenas al puesto de salud con gas pimienta, siendo que nosotros estábamos atendiendo pacientes…— dice Carolina.

Mientras la enfermera da esta entrevista, tanto la UCI como la Unidad de Cuidados Intermedios del Van Buren están copadas de pacientes Covid-19, de los cuales un gran porcentaje proviene de San Antonio. Carolina rogaba para que decretaran cuarentena en Viña del Mar y Valparaíso, algo que finalmente comenzó a regir el viernes 12 de junio. 

—Es necesario. Se supone que nos habíamos unido, pero hay poca consciencia por el otro. Tengo colegas enfermeros a los que les han pedido el lugar que arriendan sólo por ser funcionarios de la salud, otros a los que les han rebajado el sueldo, y una que me llamó llorando porque pasó a comprar y la cajera del supermercado la vio con el uniforme y le dijo: “¡qué hace acá enfermándonos a todos!”. Duele. En la Zona Cero el peligro era real pero los ambulantes te llevaban cosas ricas, los encapuchados te protegían con sus escudos y la gente nos trataba como si fuéramos verdaderos héroes. Ahora el peligro es incierto y estás solo. Nos aplauden, pero por detrás nos condenan, ignorando el desgaste emocional que significa estar trabajando en una pandemia— reflexiona.  

Carolina no quiere seguir viendo cadáveres. De todo, manejar esos cuerpos derrotados por el virus es una de las cosas más chocantes. Dice que el procedimiento es humillante y que debe realizarlo en 30 minutos, que es lo que tarda un muerto en botar fluidos que podrían contagiarla. 

—Yo estudié para darle un acompañamiento digno al que muere, pero aquí tienes que agarrar el bidón de cloro y tirárselo al cuerpo, envolverlo en una sábana que está empapada de cloro y luego meterlo en una bolsa con cloro y ponerle un candado de plástico, para que baje a la morgue sólo con una hoja que afuera dice su nombre, su rut y Covid positivo. El paciente se muere solo. La familia ni siquiera puede tener el consuelo de verlo en el ataúd. Puede que digan: “Pa’ eso estudiaron”. Pero ¿alguien ha pensado en la salud mental de todos los profesionales de la salud cuando termine esto? Yo hay noches que lloro sola. Me frustra— dice. 

Cuando eso sucede, los compañeros de su brigada la contienen por videollamada. Pasaron el Año Nuevo juntos en Plaza de la Dignidad. Se consideran una familia. 

—A mí, el despertar de Chile me regaló un grupo de amigos a toda prueba—explica la enfermera.

Carolina sigue ocupando las mismas antiparras y la mascarilla antigases que ocupaba en la brigada para protegerse ahora contra el Covid-19. Es una full face de última generación a la que se le cambian los filtros. A diferencia de la N95 que en la urgencia se la entregan sólo al personal que reanima pacientes con coronavirus, la suya es lavable. Le tapa la nariz y el mentón. Además usa una quirúrgica y un escudo facial. 

—Me la compré para la guerra y ahora me está acompañando acá— dice orgullosa. Y aunque se esperan semanas duras, dice que esto va a pasar y que pronto los voluntarios estarán en Plaza de la Dignidad apañándose de nuevo.  

—El estallido dos se viene con todo y con más fuerza porque la pandemia ha dejado claro que Chile tiene que cambiar. Ya no sé qué más podría pasarnos para que abramos los ojos— dice antes de regresar a un nuevo turno de la pelea contra el Covid-19. 


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