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Opinión

13 de Diciembre de 2011

El volcán

Foto: Agencia UNO “No hay peor ciego que el no quiere ver”, el adagio se repite una y otra vez cuando se trata de las diversas y erráticas maneras en que la elite empresarial -pero también la intelectual o política- chilena ha abordado las protestas estudiantiles. Es difícil para cualquier elite, para cualquier persona, ver […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Foto: Agencia UNO

“No hay peor ciego que el no quiere ver”, el adagio se repite una y otra vez cuando se trata de las diversas y erráticas maneras en que la elite empresarial -pero también la intelectual o política- chilena ha abordado las protestas estudiantiles. Es difícil para cualquier elite, para cualquier persona, ver el aire que respira. Lo que los estudiantes han hecho, han intentado, lo que en gran medida han logrado, es justamente hacer visible el aire que respiramos todos los días.

Tiene razón la derecha: la calidad de la educación ha sido sólo una excusa para un reclamo más profundo que obliga al país a enfrentarse con sus propios fantasmas, los más esenciales, los más antiguos, el látigo de la Quintrala en la tele todas las tardes, los chistes de patrón de fundo sin fundo de Carlos Larraín pero también el bebé violado por su padrastro porque “le caía mal”.

Injusta y cara la educación en Chile, lo cierto que es que todo el que quiere realmente puede hoy por hoy estudiar más o menos lo que quiere. La promesa de educación para todo, de un modo alambicadamente caro la ha ido cumpliendo el país. Lo que esta educación más amplia y generalizada no ha logrado es romper el círculo de desprecio, de odio secreto, de resentimiento y privilegios insensatos que la educación no sólo no rompe sino acentúa. Lo que no ha cambiado es el tono servil en el taxi, las marcas en la piel que se hacen cada vez más visibles después del tercer trago, el odio tan dulce que nos une y diferencia, los guetos incomunicados que ruegan por rejas más altas y peajes que los protejan de los demás.
Lo que reclaman los estudiantes no son becas o créditos blandos que le permitan al hijo de la nana, del cartonero, del funcionario, o del chofer, estudiar derecho o ingeniería, sino un sistema que no les condene a ser de “esos” abogados” o “esos” ingenieros. No quieren mejorar la universidad solamente, sino acabar con un sistema que premia a “esa” universidad, donde estudia “esa” gente. Quieren acabar con esas comillas, esas diferencias artificiosas y artificiales que son para sus padres y hermanos mayores completamente naturales. Contra ese orden de cosas que nos parece a los mayores terrible pero fatal, que nos parece natural, se han rebelado los estudiantes. Su manera de hablar y pensar recuerda los rebeldes rusos de comienzo del siglo XIX, esos jóvenes de clase alta que se internaron en el campo a vivir con los mujik y fueron diezmados por ellos, antes que la policía los acabara. Sus reivindicaciones, su lucha, tiene, como la de estos rusos, que ver con la falta de sintonía con el mundo que leen, ven en televisión, o viven en sus fiestas, con el de una sociedad segregada hasta el vértigo.

Es el eje esencial de la batalla, la segregación. Mientras el gobierno está dispuesto a dar todo con tal que se mantenga la segregación, los estudiantes están dispuestos a recibir mucho menos de lo que se les está dando con tal que se acabe justamente la barrera que los separa. Una barrera que impide que los pobres tengan aspiraciones y costumbres de ricos que no pueden sustentar y que los ricos conozcan de cerca la pobreza de los pobres. Mezcla, piensan con cierto conocimiento, que siempre termina mal en Chile. Es eso justamente lo que ha hecho para la elite, para el gobierno, peligrosos e incomprensibles, a estos jóvenes, que no quieren más, ni quieren quizás tampoco mejor, quieren distinto. No les importa el resultado tanto como la fórmula. Les resulta intolerable la fórmula que la elite presenta.

Es en contra de eso que cientos de miles han marchado justamente para vivir el milagro de estar juntos en una Alameda. Su reclamo no era ni gremial, ni de todo político, sino cultural. Buscaban una nueva forma de vivir en Chile. Querían hacer públicos, notorios, los encuentros, las confianzas, las amistades que en los bares, las fiestas, las casas de los amigos ya ocurren. Querían que Chile estuviera a la altura de los cambios que ya habitan, el fin de los apellidos, las ropas de marcas demasiado vistosas, el desprecio justamente por todo lo vistoso, contra ese otro lucro, el de la vanidad y el ego que nadie nunca contabiliza. No están solos, si algo los une con los indignados de Madrid, de Nueva York, de Damasco, de Libia o de Egipto es una ansia irrevocable de igualdad. Después de veinte años en que brilló sin contrapesos la libertad y su otra cara, el egoísmo, una generación entera que no conoció ni de lejos los horrores del colectivismo, quieren tener el derecho a poder decir nosotros. Por eso no tienen líderes, o si los tienen son más simbólicos que ejecutivos; por eso, sin despreciar el poder desprecian a los poderosos, por eso su protagonista es también colectivo, la alegría desconocida de ser muchos en la calles, en las plazas, la extraña sensación de no estar solos, de no estar condenados fatalmente a la soledad. Es eso lo que podría resumir este extraño año, la necesidad de pensar nuevas formas de estar juntos. La urgencia para repensar la igualdad, de dejar de verla, como suele verla la sociedad neoliberal como una forma de debilidad, el colectivo como abrigo de los mediocres, el Estado como refugio de canallas. Vienen a decir que después de años de reivindicar la identidad, la singularidad, el individuo, no nos parece tan terrible ser muchos, ser parte, ser uno más.

En Chile esos indignados han tenido más rostros definidos, más programas, más olfato político quizás porque el tema de la igualdad es en unos países más desiguales del mundo, más urgente que en ninguna parte. Aquí los jóvenes chilenos no pelean por vaguedades como los españoles, ni contra tiranos con nombre y apellido como los del mundo árabe, sino contra una tiranía vaga, que no tiene un dictador sino muchos. Una dictadura perfectamente repartida, el de una clase que se reparte en ello hasta el derecho a la rebeldía. El de un sentido común que sólo es común para unos pocos. Una desconfianza que como la cordillera nos ayuda a ubicarnos en el espacio. No en vano mi abuela llamaba el ejercicio de averiguar los dos apellidos de la gente que se le acercaba “ubicarse”. En cierto sentido, los apellidos, su historia eran para ella, y para sus hijos, e inconfesablemente para mí también, una forma de entender el espacio, de habitar ese país vigilado desde sus cuatro puntos cardinales por volcanes despiertos, dormidos, esperando de un momento a otro deshacer todas nuestras certezas.

Admitir la red de privilegios que los constituyen, comprender hasta qué punto la pobreza de su padre no era pobre, ni su locura, loca, desorientaría para siempre al Presidente. Lo mismo a la mayor parte de sus ministros y opositores. ¿Podríamos dormir bien los santiaguinos de tener conciencia que en cualquier momento el Tupungato o el Tupungatito pueden hacer erupción? Para ser quienes somos, para seguir adelante, la elite chilena ha necesitado siempre una cuota de olvido suicida. La segregación de la educación es parte de ese olvido. Más allá de cualquier voluntad -no me cabe duda que el Presidente puede tener la mejor- son dos formas esenciales de vivir el país la que se enfrentaron. Dos formas que el dolor y el pasado lograron en ciertos momentos armonizar pero que han quedado con el filo de las marchas y los días para siempre separadas. Imposible no pensar en la rusa zarista y cortejo de nihilistas, hombres superfluos, anarquistas incendiarios, reprimidos, acallados, corrompidos, absorbidos por un orden que como el chileno se sustentaba por entero en la inercia y el miedo. La idea de que las cosas son así desde siempre y para siempre lo serán.

El volcán callado parece dormir pero no duerme. No sucedió en Moscú, no sucederá en Santiago. Las formas y el momento de la erupción permanecen aún misteriosos, el azufre en el aire, la impresión de que ese mismo aire pesa, duele, que debajo de nuestro país la lava cuenta otra historia que la que queremos contarnos a nosotros.

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