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Opinión

11 de Diciembre de 2017

Columna de Eugenio Llona: La cultura y el próximo gobierno

¿Será oportuno hablar de cultura en tiempos en que la delincuencia, la corrupción, las AFP, la gratuidad de la educación y los problemas de la salud se toman los titulares de la conciencia nacional?. Oportuno o no, parece al menos pertinente pues, desde ya, el próximo Gobierno tiene en cultura dos problemas servidos a la […]

Eugenio Llona
Eugenio Llona
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¿Será oportuno hablar de cultura en tiempos en que la delincuencia, la corrupción, las AFP, la gratuidad de la educación y los problemas de la salud se toman los titulares de la conciencia nacional?.

Oportuno o no, parece al menos pertinente pues, desde ya, el próximo Gobierno tiene en cultura dos problemas servidos a la mesa: dar un destino a los sietemesinos Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio y al Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación que, hoy subestimados, tienen sin embargo un valor estratégico difícil de igualar.

La cultura no es una distracción ni un bien de consumo, como señaló un candidato, poco menos que llamando a ver si un libro viene con más o menos sellos negros.

La cultura es una dimensión de la existencia de cada ser humano (de cada chileno), que le confiere su plenitud como ser humano. La literatura, plástica, música, cine, artesanía, teatro, danza, y la infinitud de dimensiones que conllevan una apreciación estética, las llamadas “artes”, espejos de la humana condición, ensanchan los espacios interiores de las personas, amplían su percepción de si mismos y del mundo, inquietan su curiosidad, afinan su sensibilidad, podrían hacerlos más sabios, en cualquier caso más plenos.

Pero, además, en nuestra época, se le exige a la cultura una condición algo más pragmática: la necesidad de contar con ciudadanos imaginativos, curiosos, innovadores, que dispongan de nuevas competencias en la ya no tan nueva era de la información y el conocimiento. Es decir, que sus ciudadanos sirvan de contingente para un país competitivo.

No cabe duda, entonces, que el fomento de la cultura como un derecho destinado a elevar la calidad de la vida de cada uno de los ciudadanos hace imprescindible que el Estado continúe y amplíe sus deberes en el sector. Deber que podría ser medido por la inversión que el país le destina a la cultura.

Sin ello, el inmenso esfuerzo hecho por los gobiernos democráticos en institucionalidad, infraestructura y fomento de las artes, pueden marchitarse y sufrir un retroceso difícil de prever, incluso terminar naufragando y dejando el arte y la cultura sólo al mercado.

El Estado democrático, subsidiario y ajeno al control de contenidos, tiene estas obligaciones y los estudios internacionales llegan a una conclusión impactante: sólo los aportes “materiales” de la cultura al desarrollo económico del país (en impuestos, empleos, IVA, etc.) son muy superiores al presupuesto que el mismo Estado invierte en el desarrollo de la cultura. Nos hemos comprometido a destinar el 1% de nuestro presupuesto nacional anual a la cultura, cuestión que se aprobó en la Conferencia de Ministros de Cultura de Iberoamérica, que fue celebrada nada menos que en Chile, en julio de 2007. Hoy invertimos el 0,5%.

Otro desafío nuevo, a diferencia de un pasado no muy remoto, es que la sociedad contemporánea exige que una política cultural deba considerar una alianza colaborativa y amplia, entre la concepción tradicional de cultura y bellas artes, con la ciencia, la tecnología, la educación artística y la educación cívica, todos elementos que confluyen en el modo de relacionarse y convivir de las personas, y los valores que le dan sentido a esa convivencia. La inclusión, la solidaridad, la confianza, la diversidad, frente a la codicia, el lucro, la corruptela, la colusión, la represión.

O sea, the question es: o “crecimiento y desarrollo”, se reducen sólo a su dimensión económica, o, instalando una estrategia inédita, el país se propone un salto de calidad que ponga en el centro de su estrategia de desarrollo la cuestión cultural, un desarrollo humano, una elevación de la vida cívica, una definitiva superación del pasado autoritario y sus símbolos y no reduzca la cultura a un problema de espectáculos.

¿Puede haber desarrollo si a este sólo se le reduce a su naturaleza económica sin desarrollo cultural?. Sí que puede haber. De algún modo lo estamos viviendo. He ahí el problema.

En consecuencia, si de política en serio hablamos, la cultura debe integrarse a la estrategia de desarrollo, y por ello no da lo mismo quien defina esa estrategia, es decir, quien gobierne.

Necesitamos una política cultural que asuma una visión holística de la cultura, que se ponga el problema del tipo de relaciones humanas y sociales en que convivimos. Tal como un tiempo se nos reprochaba el politizar la cultura, hoy exigimos culturizar la política.

El desarrollo, en una sociedad democrática compleja, tal como implica poner valor agregado a nuestras materias primas, implica con mayor sutileza poner valor agregado a la vida interior de las personas.

Así, la centralidad de la cultura en el desarrollo humano económico y social parece estar claro. Su destino está ligado, en buena medida, al proyecto de país de quien gobierne.

De nosotros depende.

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