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21 de Noviembre de 2008

Jiles de la farándula: “Mi abuela me contaba”

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Dos ministros de Estado homenajearon al principal ideólogo de la dictadura, Jaime Guzmán, y la Presidenta se arrepintió de asistir en el último minuto, pero ni ella ni ningún personero de gobierno hicieron ni el más mínimo gesto para recordar los 100 y los 101 años de la mayor vergüenza de la historia de Chile. Poco se hizo para conmemorar una fecha que muestra la crueldad de los poderosos con los pobres en este país nuestro, a pesar de que allí siguen los vestigios de la tragedia, un amasijo de cadáveres destrozados que muchos quisieran esconder bajo la alfombra.

Mi abuela Elena Caffarena tenía sólo cinco años cuando ocurrieron los hechos, pero recordaba nítidamente lo que vio ese 21 de diciembre de 1907, cuando más de seis mil obreros y sus familias llegaron caminando kilómetros y kilómetros desde distintos lugares de la pampa, hambrientos y desarrapados, hasta la ciudad de Iquique. Pedían insignificantes mejoras a sus deplorables condiciones de vida: tener balanzas donde pesar los alimentos que les daban a cambio de jornadas de trabajo de catorce horas, y escuelas para sus hijos obligados a vivir con ellos en barracas inmundas sin derecho a la más mínima educación.

Los vecinos de Iquique -solidarios con el movimiento de los pampinos-los alojaron en la Escuela Santa María, les llevaron frazadas, agua y comida. Pero los patrones se negaron a escuchar las misérrimas demandas, el gobierno declaró estado de sitio y exigió a los obreros y sus familias que regresaran a las salitreras sin más alboroto.

El general Roberto Silva Renard, máxima autoridad militar de la región de Tarapacá, tomó el mando de la crisis. Los batallones del regimiento O’Higgins, el crucero Esmeralda y otros buques de guerra apuntaron sus ametralladoras hacia la escuela. Ante tan desproporcionada amenaza, los habitantes de Iquique -que no podían salir de sus casas por el estado de sitio- pidieron a gritos a los oficiales que por lo menos dejaran salir a los niños. Todos estaban dispuestos a recibir en sus casas a las criaturas que corrían serio peligro.

Sin escuchar a nadie, el general Silva Renard y el coronel Ledesma dieron la orden de disparar a las tres y cuarenta y cinco minutos de la tarde del 21 de diciembre. “Ordené dos descargas más -informó Silva- y fuego a las ametralladoras con puntería fija hacia la azotea donde vociferaba el Comité entre banderas que se agitaban y toques de corneta”. Los iquiqueños fueron testigos -desde sus ventanas y tejados- de cómo los soldados dispararon sin parar contra las familias.

Los máximos dirigentes de los pampinos -José Briggs y Luis Olea-estaban delante de todos los demás, como si intentaran proteger a su gente. Sin moverse de sus puestos y con una bandera chilena izada al viento, los obreros recibieron en el pecho la primera descarga. Luego cayeron baleadas numerosas mujeres que estaban en fila resguardando a sus hijos. Ante la impotencia de toda la ciudad, una y otra vez los soldados hicieron fuego sobre los civiles reunidos en la escuela Santa María. Una y otra vez algún sobreviviente levantó la única bandera que tenían. Una y otra vez los habitantes de Iquique suplicaron a viva voz que parara la matanza. Hasta que se hizo el silencio cuando no quedó ni una madre ni un sólo niño en pie.

El cónsul de los Estados Unidos informó a su gobierno de la desgarradora escena: centenares de cadáveres amontonados y cuerpos en pedazos. El cónsul del Perú indicó: “inmediatamente me constituí en el local donde se había desarrollado el sangriento drama, con los bomberos de la Compañía Peruana número diez, los que se dedicaron a recoger a los desgraciados heridos y transportarlos al hospital. El cuerpo médico de la ciudad acudió presuroso a atender a los heridos (…). Existe una versión que refiere que durante la operación militar dos marinos se pasaron a los huelguistas, pero estos fueron muertos”. Algo parecido sugirió el cónsul británico, que dijo conocer relatos de ejecuciones de cierto número de soldados en la madrugada del día siguiente a la matanza, por haberse negado a obedecer la orden de disparar sobre la multitud.

Tres mil seiscientos obreros, sus mujeres y sus hijos fueron asesinados por militares chilenos en la escuela Santa María poco antes de la navidad de 1907. En los años siguientes, la historia oficial negó estos hechos, intentó bajar el perfil y borrar todo registro de la masacre hasta hoy, en que las autoridades siguen indiferentes.

Pero los habitantes de Iquique nunca olvidaron el horror que ocurrió ante sus ojos. Durante los 103 años que vivió mi abuela, ni un solo día dejó de recordar a los que cayeron allí con una bandera chilena al tope. Nos relató mil veces estos hechos -a sus hijos, a sus nietos y a sus bisnietos-para que así “los mártires de la escuela Santa María no sufran la doble muerte del olvido”, decía.

Elena Caffarena hizo muchas cosas importantes en su larga existencia, emprendió luchas épicas que la sitúan como la precursora de la participación de las mujeres en política en nuestro país y la jurista que obtuvo el voto femenino, pero siempre repetía que “si algo de lo que hice valió la pena es haber tenido el valor de atravesar la línea de soldados que bloqueaba la escuela al día siguiente de la matanza. De la mano de mi nana, la Jesús, y muertas las dos de miedo, dejamos allí un ramito de flores para los niños muertos”.

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