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Cuando la señora Mary Kirkpatrick enviudó hace unos años, heredó de su esposo de toda la vida (al que encontraron muerto de un infarto en un hotel de Lima, en el que se había reunido con una prostituta de lujo, cuarenta años menor que él) una importante suma de dinero.
Como la señora Mary nunca se había preocupado por ganar dinero, pues de ello se ocupaba su marido, quien la mantenía holgadamente, no supo qué hacer con los millones que su esposo infiel le había dejado en varias cuentas bancarias en Grand Cayman.
Por eso, al día siguiente de los funerales de su esposo, la señora Mary reunió a sus tres hijos y les pidió consejo sobre cómo proteger y, si acaso, multiplicar el dinero que había heredado.
Fátima, su hija mayor, le aconsejó que trasladase el dinero a un banco de inversiones de Nueva York. La señora Mary no le hizo caso porque Fátima se había divorciado de Antonio (apodado inexplicablemente “Popotito”), con quien tenía dos hijos varones, y eso a ella le parecía una crueldad con el pobre “Popotito”, que había tenido la mala suerte de enamorarse de su secretaria, algo que la señora Mary pensaba que Fátima debía haber pasado por alto, como ella había ignorado, haciéndose la distraída, las repetidas travesuras amorosas de su marido ya muerto, y muerto precisamente en combate sexual con una prostituta de quinientos dólares la hora.
Su hijo Leopoldo le recomendó que comprase acciones en la compañía minera del hermano de doña Mary, el distinguido millonario solterón Henry Kirkpatrick III, uno de los hombres más ricos del país. La señora Mary se negó rotundamente, sin dar explicaciones. Su hermano Henry tenía fama de homosexual discreto y todavía en ejercicio, lo que a ella, que era tan religiosa, le parecía una cosa muy mala, tan mala que por eso se negó a comprar acciones en la compañía de Henry, quien por lo demás era siempre generoso y encantador con ella.
Sergio, el menor de sus tres hijos, el que más problemas le había dado, el que había sido enviado a siquiatras desde niño y al que habían dado a tragar innumerables pastillas tratando de aplacar su carácter díscolo y revoltoso, el que le había robado joyas y dinero, el que había sido enviado a un internado en Ginebra con el propósito de reformarlo, la oveja negra de la familia, le aconsejó que comprase departamentos (“el ladrillo nunca te lo pueden robar, mami”) y los alquilase y viviese de esas rentas. Pero la señora Mary tampoco le hizo caso a su hijo menor porque pensó que vivir de los alquileres pagados esforzadamente por familias de clase media no era moral ni cristiano, que era una forma de usura reñida con su sentido de la ética.
Tras escuchar a sus hijos, la señora Mary decidió que su deber como peruana de bien era trasladar el dinero heredado de su esposo a una cuenta en un banco de Lima, la cuenta que ella había mantenido durante años en el banco más prestigioso de la ciudad, donde por suerte trabajaba Michael, otro de sus hermanos, en quien ella confiaba a ciegas.
Fue así como los millones viajaron en una simple operación cibernética de Grand Cayman a Lima y la señora Mary le pidió a su hermano Michael que cuidase de ese dinero sin exponerlo a grandes riesgos. Sus tres hijos le dijeron que era una locura meter la plata en un banco de Lima, pero la señora Mary no les hizo caso y dijo que así se demostraba amor a la patria. Ellos se rieron y le dijeron que se arrepentiría de su patriotismo.
Todo marchaba relativamente bien en la familia hasta que Fátima decidió comprarse una casa en los suburbios, endeudándose con el banco en el que trabajaba su tío Michael. Una vez instalada en la nueva casa, Fátima le pidió un préstamo a su madre para amoblarla y equiparla con la última tecnología. La señora Mary se negó a darle el dinero por considerar que Fátima había hecho mal en divorciarse de Antonio, “Popotito”, y no perdonarle los amores furtivos con la secretaria de pechos voluptuosos. Esto naturalmente provocó un distanciamiento entre madre e hija.
Al poco tiempo Leopoldo le pidió a su madre una suma considerable para comprar tierras y ganado en el sur. La señora Mary, que nunca se había entendido con su hijo Leopoldo, quien le recordaba a su marido por su carácter autoritario y sus modales hoscos, le negó el préstamo, alegando que ella hacía lo que le aconsejaba su hermano Michael, quien pensaba, y así se lo había dicho claramente, que el dinero no debía retirarse de los certificados a plazo fijo en los que se hallaba a buen recaudo. Leopoldo se molestó con su madre, le dijo que era una vieja tacaña y no la saludó por el día de la madre.
Estando ya indispuesta con Fátima y Leopoldo por esos asuntos monetarios, la señora Mary, orgullosa de que su hijo Sergio, que tantos problemas le había dado de chico, se hubiese convertido en un hombre religioso, de misa diaria y confesión semanal, de rezar el rosario con ella y preservar su castidad hasta que encontrase a la mujer ideal con la cual casarse, no dudó en prestarle dinero a Sergio cuando él se lo pidió para comprar acciones de una compañía petrolera que, según le aseguró, iban a dispararse pronto. Contrariando la opinión de su hermano Michael, la señora Mary sacó casi todo su dinero de los certificados y lo transfirió a la cuenta de Sergio, no sin antes pedirle a Michael absoluta discreción al respecto, pues no quería que Fátima y Leopoldo se enterasen de ese préstamo para evitar más conflictos familiares.
La señora Mary y su hijo Sergio supieron guardar el secreto durante unos meses, tiempo en el cual las acciones de la petrolera se desplomaron, reduciendo a escombros la inversión que Sergio había hecho a escondidas de sus hermanos y en complicidad con su madre.
Como la señora Mary tenía ya setenta y cuatro años, a veces se olvidaba de ciertas cosas. Por ejemplo, no recordaba dónde había escondido el dinero para pagarles a sus empleadas domésticas o la clave secreta de su tarjeta para retirar efectivo, el poco efectivo que le quedaba. Por eso, cuando, hace pocos días, tomando el té en el hotel Country, su hijo Leopoldo le pidió una módica suma de dinero para hacerse una operación de cirugía estética en la nariz, ella se olvidó del préstamo secreto y le dijo con toda naturalidad:
-No puedo darte ni un centavo, mi amor, porque todito se lo he prestado a tu hermano Sergio.
Indignado, Leopoldo le dijo cosas tremendas a su madre (“siempre preferiste a Sergio, eres una vieja arpía, ahora entiendo por qué papi no te aguantaba y tenía otras mujeres”), no tardó en llamar a Fátima para informarla de ese préstamo que consideraba injusto y desleal y fue a buscar a Sergio para romperle la cara por tener la desfachatez de vaciar las cuentas bancarias de su madre e invertir en unas acciones que habían caído vertiginosamente.
Fátima llamó a su madre y le dijo:
-Vieja de mierda, no quiero verte más.
Luego llamó a su hermano Sergio y le dijo:
-Yo sabía que seguías siendo un ratero.
Leopoldo se ahorró los insultos, esperó a Sergio a la salida de un café de San Isidro y le dio una golpiza tan brutal que lo mandó de urgencia a la clínica.
Ahora que se acercan las navidades, la familia se encuentra dividida en dos bandos enemigos y al parecer irreconciliables: Fátima y Leopoldo, quienes planean una celebración austera en casa de ella, y la señora Mary y su hijo Sergio, que sigue en la clínica Americana, recuperándose de la paliza que le propinó su hermano. Ayer por la tarde, la señora Mary Kirkpatrick le llevó empanadas de la cafetería Baguette a Sergio, quien encontró un momento para decirle, sobándole la mano:
-No te preocupes, mami, que las acciones van a subir.
La señora Mary lo miró con cariño y le dijo:
-No me importa la plata, mi amor. Lo único que me importa es subir al cielo contigo.