Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Uncategorized

16 de Marzo de 2009

¡Soy donante!

Por

Desde que me enteré que un curioso periodista osó hurgar en el portadocumentos de un conocido senador, para certificar su vociferada condición de donante, y luego comprobar que ni su cédula de identidad ni su licencia de conducir, podían avalar tan generoso propósito, decidí socializar mi efectiva disposición a donar mis órganos, que tomé en silencio, sin tanto cacareo, cuestión que llevo impresa en mi carnet de chofer.

Sí, yo también soy donante, igual que muchos chilenos. Total –pensé– después de muerto, mis parientes sabrán y decidirán qué hacer con las sobras. No obstante, quisiera dejar por escrito que sólo dono mis órganos un minuto antes que se conviertan en vísceras malolientes; desde ya les pido que traten de rearmar mi anatomía para presentarme con cierta dignidad en alguna otra parte, y que si deciden usar algún órgano interno –lo más seguro–, por favor, que no se note desde afuera que me falta.

En realidad, uno dona lo que puede, dinero, por ejemplo, o una mesa vieja, pero siempre el acto de la donación tiene que ver con externalidades, no con nuestra vida; por razones obvias, nadie dona una parte de su cuerpo, de manera que el “soy” donante, más bien debería interpretarse como “seré” donante. Se trata, en rigor, de una voluntad actual con efectos futuros, que bien podría depender de terceros, quienes con el pretexto de la insoportable pena o determinadas creencias o egoísmos aberrantes, podrían subrogar la meditada decisión que algún día tomamos, cualquiera haya sido nuestra motivación.

Mi deseo de que en el futuro sean otros quienes dispongan de mis despojos, fue más simple que la supuesta declaración notarial del tribuno de marras. Sólo respondí Sí a la mujer que me lo preguntó al momento de sacar mi licencia de conducir. Sí, soy donante, o lo seré. Cuando uno declara su intención de donar sus órganos, en verdad firma un Pagaré: debo y pagaré. Moriré y donaré.

Tengo mis razones –muy poderosas y secretas– para donar lo que quede de mi cuerpo roto. Más bien es una declaración de buenas intenciones, eucarística, algo así como buscarse un lugar en el selecto grupo de hombres y mujeres elegidos por algún dios, o el azar, para salvar y preservar la especie humana, según la mitología que nos han inculcado desde la niñez. Tal vez lo hice a sabiendas que nunca apareceré en la tele, ni antes ni después que me desposten semivivo.

Me pregunto qué sucederá el día en que deba consumarse la voluntad de algunos conocidos donantes, como aquél senador, u otro famosillo. ¿Acaso los beneficiados con tan aristocráticos trasplantes quedarán inmaculados por el solo hecho de recibir alguna parte de tan ilustres donantes? Tal vez no. Creo que muchas preferirían morir antes que recibir el corazón de algún político de malos sentimientos, o los pulmones de quién sabe que aspiracional empedernido, de esos trepadores sociales buenos para los codazos.

¿O será que para algunos, ese desenfrenado afán por las luces de la fama y el poder, se vuelve una tentación tan irresistible, que incluso después de muerto, se torna irrenunciable? ¿Por qué entonces ir por la vida armando un circo de todo lo que se hace o se deja de hacer? Eso se llama Megalomanía: “Estado psicopatológico caracterizado por delirios de riqueza, poder, u omnipotencia –a menudo el término se asocia a delirios de grandeza y una obsesión compulsiva por tener el control de todo, incluyendo emociones, relaciones de pareja, familia, trabajo y entretenimiento–.A veces es un síntoma de desórdenes maníacos o paranoides, depresiones múltiples, grandes complejos de inferioridad que conllevan a desórdenes paranoides, en donde el sujeto aquejado de esta perturbación, tiende a ver situaciones que no existen o a imaginarlas de una forma tan creativa que sólo él termina creyéndoselas, y las puede emplear para manipular sentimientos y situaciones de cualquier tipo. Los ejemplos más comunes son de emperadores, monarcas y dictadores” (Wikipedia).

Dono lo que no me sirva, que quede claro. No dono mi fortuna (que es más bien escasa, un par de libros y cierta capacidad analítica), porque eso no tiene valor pecuniario alguno, ni mis pergaminos (que son re pocos, porque los títulos en Chile casi no tienen valor; un buen apellido y una red de amigos poderosos pesa más que cualquier esfuerzo académico), ni mis privilegios (que no pasan de ser un par de mañas consentidas por mi familia, como leer el diario sin que me manden por el pan, o un par de permisividades que confieso con cierta vergüenza… una chela de vez en cuando para acompañar el pescado frito, o una tomatera con un par de amigotes borrachines, de los que no he podido deshacerme en años, algo así, o un arrollado al plato en La Piojera, escuchando a sus cantores arrabaleros, como mucho), ni tampoco dono mis miedos (porque esos sí que son inservibles, de hecho, ellos me han impedido ingresar a los submundos de la mafia y la corrupción, de donde he sido llamado en más de alguna ocasión). Tampoco dono mis electores, ni mi sillón, ni mi dieta parlamentaria, como sí hizo una desagradecida diputada en favor de su obvio sucesor, porque nunca he sido elegido para cargo alguno, ni mucho menos he podido engordar mi billetera a costa de unos incautos que cada cierto tiempo se dejan obnubilar por mi discurso anacrónico. O sea, que quede claro, uno dona lo que tiene de sobra, o aquello a lo que le tiene poco cariño. Nadie dona a su mujer ni a su marido, ni siquiera a la odiosa suegra, ni a la cuñada prostituta ni al sobrino coliflor ni al tío estafador ni al yerno fracasado, porque a esa manga de infelices se le considera de modo especial y carnal, se les añora cuando dejan de respirar y se les recuerda con bondad inmerecida cada cumpleaños, o en Navidad.

En serio. Dono todo lo que se pueda donar sin perder el decoro ni la vida, desde mis órganos cuando ya esté R.I.P –los que sirvan, por supuesto, ni hablar de mis retinas, que con suerte me sirven para distinguir un barco de una mosca– hasta mis fracasos, que son muchos e inconfesables (aunque nadie esté interesado en ellos… he perdido todos los concursos públicos en los que he participado, nunca siquiera me han llamado porque no milito en ninguna parte, no tengo contactos y los que podría haber hecho, valían callampa; no tengo amigos ni frecuento ciertas redecillas de poder en el establisment; tampoco me interesa… he participado en cientos de concursos literarios, y los he perdido todos; según un amigo, la culpa ha sido de la mala suerte. “Lo tuyo es el infortunio de haberte encontrado con puros jurados mediocres, que ni siquiera leen tus trabajos”, me ha dicho, a modo de consuelo, aunque a las claras se nota que ese infeliz me estima–; dono todas mis deudas –no son muchas–; dono la lista de mis enemigos –esa sí que es vasta e impura y se acrecienta día a día–; dono mis faltas de oportunidades –que superan con largueza a las escasas ocasiones en que encontré la puerta abierta… o la ventana–; dono mi desidia infinita y mis desdichas que me acompañan desde siempre, y los quebrantos de años de desamor e indiferencia innecesarios.

Lo dono todo, porque lo que me hace falta para vivir lo que me queda, ya lo tengo. Dono todo lo que no me sirve, como en realidad hacen todos los que dejan este mundo con la idea de ser recordados como generosos y buenos cristianos (o musulmanes o judíos o agnósticos o ateos), ¿para qué podría servir un hígado o un corazón o unos pulmones cuando no se tiene vida, o la frustración cuando no se tiene éxito? Dono todo aquello que se ha vuelto un estorbo en mi vida, porque he llegado a la convicción que ya no necesito esa mochila horrenda con la que he ido encorvando mi espalada y mi tranquilidad; hace rato perdí la batalla contra el sistema, es decir, nunca logré entenderlo, ni mucho menos, conseguí adaptarme a él, porque, entre otras consideraciones, tampoco me interesó; al cabo, fui derrotado por los poderosos y oportunistas de siempre. Ya no vale la pena seguir luchando contra el sistema, ni contra los que lo sostienen, ni siquiera a favor de los que padecen sus injusticias, porque ellos mismos se han adaptado a él, incluso, desde sus desventuras, lo defienden.

Soy donante de espíritu, o algún día lo seré de carne y hueso.

Patricio Araya G

Notas relacionadas