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26 de Julio de 2009

“El tiempo libre es esencial para la civilización”: Que el trabajo se vaya al carajo

Por

POR BERTRAND RUSSELL
(Gentileza revista Hueders)*
ILUSTRACIONES: MAX BOCK

En un país trabajólico y calienta-sillas como Chile, tiene valor de consejo terapéutico una defensa del tiempo libre como ésta del filósofo Bertrand Russell, que desmenuza la “moral esclavista” que rige el mundo. Este texto está incluido en “contra el Trabajo” (Tumbona Ediciones), edificante libro que incluye textos antilaborales de Séneca, Samuel Johnson, Nietzsche, Adorno y Cioran.

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Antes que nada, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera es modificar la disposición de la materia que se encuentra en o cerca de la superficie de la Tierra, a partir de otra materia dada; la segunda, ordenar a otros que lo hagan. La primera es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada.

Esta segunda clase puede extenderse indefinidamente: no sólo están los que dan órdenes, sino también los que asesoran acerca de qué órdenes deben darse. En general, dos grupos de hombres organizados dan al mismo tiempo dos clases opuestas de indicaciones; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere saber de los temas acerca de los cuales se dará consejo, sino de las arte retóricas para hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda.

(…)

Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general, producir, trabajando arduamente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duro como él, y sus hijos contribuyeran en cuanto cumplieran la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de quienes lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; pero los guerreros y los sacerdotes guardaban de cualquier modo reservas como en otros tiempos, sin importar que muchos de los trabajadores murieran de hambre. Este sistema perduró en Rusia hasta 1917, y todavía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase industrial ganó poder. En Estados Unidos, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que se prolongó tanto tiempo y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de las bondades del trabajo procede de este sistema que, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de las pequeñas clases privilegiadas, sino un derecho equitativo de toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral del esclavo, y el mundo moderno ya no tiene necesidad de esclavitud.

(…)

En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos se sorprendería si se les dijera que el rey no debería tener ingresos mayores que los de un trabajador. En términos históricos, el concepto de deber ha sido un medio empleado por los poderosos para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para el suyo propio. Sobra decir que quienes detentan el poder ocultan este hecho aun ante sí mismos, y se las arreglan para creer que sus intereses coinciden con los más altos intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses dueños de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso porque contribuía al ocio, no porque en sí fuera bueno. Y ahora la técnica moderna ha hecho factible que el ocio se distribuya equitativamente, sin menoscabo para la civilización.

Gracias a la técnica moderna podría reducirse considerablemente la cantidad de trabajo necesaria para asegurar que todos tengan lo imprescindible. Esto se hizo evidente durante la segunda guerra mundial. En aquel entonces, todos los miembros de las fuerzas armadas, todos los hombres y mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y mujeres dedicados al espionaje, a hacer propaganda bélica o que se desempeñaban en las oficinas militares, quedaron al margen de las labores productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar material entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La importancia de este hecho quedó encubierta por las finanzas: los préstamos creaban el espejismo de que el futuro estaba alimentando el presente. Pero esto, desde luego, era imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que aún no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite que la población moderna goce en un bienestar considerable con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo mundial. Si la organización científica (concebida para permitir que algunos hombres lucharan y fabricaran municiones) se hubiera mantenido después de la guerra, y se hubiera reducido a cuatro horas la jornada laboral, todo habría marchado perfectamente. En lugar de ello, se restauró el viejo caos: aquellos cuyo trabajo era necesario se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le condenó a morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir sueldos proporcionales a lo que ha producido, sino proporcionales a su virtud, demostrada por su laboriosidad.

Ésta es la moral del Estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que se gestó. No es de extrañar que el resultado sea desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres.

Digamos que en ocho horas diarias hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un método con el cual el mismo número de personas puede duplicar el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos que difícilmente podría venderse uno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres siguen trabajando ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patrones quiebran, y la mitad de los hombres antes empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente inactivos, mientras la otra mitad trabaja demasiado. De este modo queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal.

¿Puede imaginarse algo más insensato?

La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada laboral de un adulto era de quince horas; los niños hacían la misma jornada, pero por lo general trabajaban doce horas al día. Cuando los entrometidos señalaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, se argumentó que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que la clase trabajadora urbana hubiera adquirido el voto, se establecieron por ley algunos días festivos, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído decir a una anciana duquesa: “¿Para qué quieren vacaciones los pobres? Deberían trabajar”. Hoy las personas no son tan directas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.

(…)

Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría desempleo -–suponiendo que existiera una organización moderada. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Estados Unidos, los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya viven con comodidad; estos hombres, obviamente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del desempleo; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para educarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La atracción esnob por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no las pone en situación más acorde con el sentido común.

Debemos admitir que el empleo sabio del tiempo libre es producto de la civilización y la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero si no cuenta con una cantidad considerable de tiempo libre, se habrá privado de muchas de las mejores cosas de la vida. Y ya no hay razón para que el grueso de la gente tenga que sufrir tal privación; sólo un terco ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a la necesidad de trabajar en exceso, ahora que ya no es necesario.

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*El número 5 de revista Hueders, donde viene incluido el texto que aquí reproducimos, aparecerá a fin de julio en librerías.

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